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CAPÍTULO II (Enamorarse, un mal de ojo)
En la cocina, sentados frente a frente en la pequeña mesa cuya cojera, debido a una pata más corta que las patas de sus tres hermanas, igualábamos poniendo una cuña debajo, mi abuela y yo nos entreteníamos jugando a la Brisca con unas cartas muy viejas y deslucidas. La mayoría de las partidas las ganaba yo por lo rápido que hacía las trampas. Mi abuela, cuya vista no era ni de lejos lo que había sido algún tiempo atrás, me decía sorprendida, incrédula:
—No sé cómo te las arreglas, granuja, para ganar casi siempre.
—Suerte que tiene uno, abuela —encantado con mi astucia.
En cierto momento, la vista se me fue a la novelita que madre había dejado abierta encima de la estantería donde teníamos el botecito con hojas de laurel, botecitos de otras especies y el mortero de madera, y me salió una pregunta que había rondado otras veces por mi cabeza, sin detenerse el tiempo suficiente para decidir yo formularla:
—Abuela, ¿por qué madre, a veces, cuando está leyendo alguna de esas novelitas que le prestan sus compañeras de trabajo, levanta la vista al techo, se lleva las manos a la cara, pone los ojitos tontos y suspira como si le faltase el aire?
Mi abuela se afiló la barbilla con una de sus manos cubiertas de venas azules hinchadas y abundantes manchitas oscuras y me procuró una de esas respuestas que yo más odiaba:
—Eres demasiado niño para saber ciertas cosas de los adultos. Cuando crezcas más, lo sabrás.
—Abuela, el año pasado me dijiste lo mismo —abandoné mi bailona silla de anea, con el asiento averiado, me coloqué de inmediato debajo de la lámina de un calendario enmarcada en cartón por madre, el cual mostraba a un pastor dirigiendo por lo alto de un puente un rebaño de ovejas y dije—: Mira lo que he crecido. Toco ya el cuadro con la cabeza. El año pasado no llegaba a él.
Regresé a mi asiento. Mi abuela y yo nos sostuvimos la mirada. Ella, mostrando contrariedad, arreglándose el pañuelo negro que cubría su cabeza y tendía a resbalarle hacia atrás, me explicó:
—Tu madre es muy joven para renunciar a enamorarse. Y esas malditas novelitas son un incordio para ella, porque hablan de enamorados todo el tiempo.
Yo en vez de fijarme en la palabra incordio (que escuchaba por primera vez), me fijé en la otra: enamorados.
—¿Quiénes son los enamorados, abuela?
—Pues los que se enamoran. ¿Quiénes van a ser si no? —con disgusto, evidenciando no gustarle hablar de aquel tema conmigo.
—¿Qué es enamorarse, abuela? En muchas películas lo mencionan. ¿Significa ese beso que los actores se dan al final de las películas, y no en todas porque a veces me ha dicho Gustavito, que lo sabe por su hermano mayor, unos tipos siniestros del gobierno lo cortan?
Ella comenzó a mover la cabeza a un lado y a otro como si quisiera imitar a un manómetro y me propuso poniéndose a barajar:
—¿Qué te parece si cambias esa pregunta por otra más fácil?
Yo me encontraba en plan borde y le aseguré:
—Abuela, de las varias preguntas que tengo en reserva, esta es, de todas, la más fácil de responder, con que tú verás que hacemos.
—¡Pues sí que estamos bien arreglados!
Ella alzó la vista y no debió ver una telaraña que colgada de la lampara del techo, porque de haberla visto me habría hecho subir en lo alto de la mesa y quitarla con el plumero en el que solo sobrevivían cuatro plumas medio rotas. Su intención era pedir inspiración divina y ganar tiempo para que se le ocurriese responder algo que seguro no sería lo que a mí me interesaba de veras. Depositó el mazo de naipes sobre la mesa y dijo:
—Corta.
—Ya está —velocísimo yo—. No me has contestado a lo que significa enamorarse y si es el beso que se dan al final de las películas —inquisidor.
Ella unió en el centro de su cara los arrugaditos labios desteñidos, soltó una especie de soplido atrompetado y, por fin, respondió:
—A ver cómo te lo explico que lo entiendas tú, mocoso. Veras, enamorarse es como ir andando y, de pronto, el suelo ceda debajo de tus pies y te caigas en un abismo lleno de nubes, sin hacerte daño, quedes aturdido y sin saber lo que te ha sucedido.
Más desconcertado que un pulpo en una zapatería, repetí dentro de mi mente, varias veces, lo dicho por ella y, finalmente, protesté:
—¡Lechuga, abuela, no me he enterado de nada! Nadie va andando por la calle y de pronto le cede el suelo bajo los pies, cae en un abismo lleno de nubes, no se hace daño y no sabe lo que le ha sucedido.
—¿Lo ves? Ya te lo dije —triunfante ella—. Te dije que eres demasiado niño para entenderlo. El año que viene me lo preguntas de nuevo.
—El año que viene, a lo mejor ya no me interesa saberlo —protesté inútilmente.
Como la cosa me preocupaba, como me preocupaba todo aquello que los adultos cubrían de misterio, a la tarde, mientras jugábamos con mi pelota de tenis en la pared trasera de la iglesia, pared altísima porque daba al altar, y vigilando con un ojo no apareciese don Lucas, el cura, que no nos quería allí, se subiera él la sotana, saliese trotando detrás de nosotros y nos ablandase el cerebro del cogotazo que nos daría si conseguía pillarnos, se lo pregunté a mi mejor amigo:
—Oye, Gustavito, ¿tú sabes lo que es enamorarse?
Él, que iba a sacar en aquel momento, se quedó quieto parado, se rascó la cabeza con la mano que no sujetaba la pelota y me procuró una respuesta casi tan enigmática como la de mi abuela:
—Enamorarse es una especie de enfermedad repentina que ataca a los adultos cuando la sangre se les altera, según me explicó mi hermano mayor. Y a los adultos la sangre se les altera especialmente en primavera. Tiene algo que ver con las flores, su perfume, el buen tiempo y la forma en que visten las chicas.
—¡Lechuga! ¡Pues vaya! Una enfermedad repentina —repetí preocupándome yo por mi madre—. ¿Y cómo se coge esa enfermedad? —quise averiguar.
—Mi hermano mayor me dijo que, Encarnita y él enfermaron de enamoramiento los dos, a la vez, mirándose fijamente a los ojos durante un rato y diciéndose con los ojos cosas que a él lo excitaron y a ella le sacaron los colores.
—¿Crees que es algo así como el mal de ojos? —empezando a preocuparme muy seriamente.
—Pues sí, será como el mal de ojo, pero en bonito.
—¿En bonito?
Yo conocía lo perjudicial que podía ser el mal de ojo, porque me lo había contado mi abuela, que sabía curarlo con el ritual de la sal y las semillas de mostaza. A mí me lo curaba de este modo cada vez que yo llegaba a casa después de haberme tropezado en la calle con un bizco, y se lo pedía por si acaso.
Como no entendí nada, y encima me había asustado, me amparé en la resignación y el ensimismamiento. Gustavito se escupió la mano como había visto hacer a algunos pelotaris en el frontón municipal y me avisó:
—¡Alerta, que va bolea!
Y sacó poniendo todas sus fuerzas. Fui a por la pelota y, aunque era fácil de devolver, la fallé encontrando una buena explicación para ello:
—¡Lechuga! Me desconcentro cuando la preocupación entra en mi cabeza y aparta a un lado todos mis otros pensamientos.
—¡Larguémonos rápido que viene el cura con la sotana arremangada! —apremió Gustavito recogiendo la pelota del suelo.
Y echamos a correr a todo tren, pues don Lucas era todavía joven, no quería que jugásemos en la pared de su iglesia y te daba unos capones, que te dolían durante una semana entera.
Esta vez no nos cogió. Al llegar él a la altura del estanco se detuvo con el resuello perdido, pero no lo suficientemente perdido para privarle de emitir una amenaza:
—¡Ya os pillaré otra vez, sinvergüenzas!
Nosotros, casi tan asfixiados como él, paramos a la altura de la fuente de los Cuatro Caños y dijimos para nosotros:
—Eso está por ver, señor cura. Nosotros cada vez tardamos más en cansarnos, y usted cada vez menos.
Descubrimos un gato en lo alto de una tapia y, convirtiendo nuestros dedos índices en pistolas, le disparamos. El felino ni se inmutó. Pertenecía al multitudinario grupo de los que no se dejan engañar.
—Si estuviese aquí mi “Generalísimo” lo enviaba a pelear con ése.
—Y “Generalísimo” lo mataría, seguro —yo, que veía en su felino evidentes condiciones de asesino.
—Tú le tienes miedo a mi gato, ¿eh? —con sádica complacencia él.
—Que espere a que haga yo la mili, me entreguen un mosquetón, y se va a enterar tu gato de quien soy yo.
—Largo me lo vendes, amigo. Para cuando tu hagas la mili, “Generalísimo” puede que se haya convertido en un tigre y emigrado a la selva —disfrutando él con esta fantasía.
En ocasiones, Gustavito obraba como si me quisiese menos de lo que un buen amigo debe querer a otro.