LAS EXTRAORDINARIAS CATARATAS VICTORIA Y EL VIEJO MOKOA

LAS EXTRAORDINARIAS CATARATAS VICTORIA Y EL VIEJO MOKOA

(Copyright Andrés Fornells)

Las cataratas Victoria son, sin la menor duda, uno de los espectáculos naturales más impresionantes que he tenido la suerte de poder visitar, contemplar y sentir. Los nativos kelolo las llaman “El humo que truena” (mosi-oa-Tunya). Este poderosísimo conjunto de saltos de agua proviene del río Zambeze, en la frontera de Zambia y Zimbabue.

Esta y otras muchas maravillas de la naturaleza, las disfrutamos mis amigos y yo durante los inolvidables días que permanecimos en este país, llamado anteriormente Rodesia del Sur, y que puede presumir, además, según algunos historiadores, de haber contado con una de las poblaciones humanas más antiguas de la Tierra: los khoisan que la poblaron hace 10.000 años y dejaron numerosas muestras de su arte rupestre.

Estas colosales cataratas fueron declaradas patrimonio de la humanidad, hace más de veinte años. Tienen una anchura de cerca de dos kilómetros y ciento ochenta metros de alto. Dicen que son el doble de grandes que las Cataratas del Niágara y cuentan con un caudal comparable al que llevan las Cataratas del Iguazú.

Las Cataratas Victoria pueden verse a muchos kilómetros de distancia. La inundación anual que tiene lugar entre febrero, mayo y abril crea en el agua vaporizada un fenómeno parecido al que haría la lluvia invertida, de abajo para arriba, o sea al revés de la lluvia habitual que es de arriba abajo. Durante la temporada seca, que es de septiembre (cuando nosotros la visitamos) a diciembre, puede disfrutarse del lugar conocido como “La piscina del Diablo” y tener la experiencia de bañarte y nadar al borde de las cataratas o correr la aventura de un rafting vertiginoso no apto para cobardes. Y si quieres disfrutar su vista total desde gran altura, hay un servicio de helicópteros.

La humedad existente era tan intensa que me empapó como si estuviera debajo de una ducha. Es un impactante espectáculo, no solo la grandiosa caída del agua sino también los desvaídos arcoíris que se forman y le dan colorido a la neblina flotante.

Conmueve, impresiona, aturde profundamente el rugido y la fuerza de la naturaleza en este extraordinario lugar que deja una huella indeleble en el recuerdo, y fija el profundo deseo de volver a experimentar, muchas más veces esa misma imponente experiencia.

De regresó al hotel encontré, a pocos metros de su puerta, a un anciano vendiendo pequeños tambores hechos de madera cubierta por una piel de cabra. Eran de construcción sencilla, manual. Por medio de gestos, especialmente, y algunas palabras en su idioma creí entender que él era un kelolo (indígena de aquella zona) y los había construido él mismo, mostrándome reiteradamente sus manos muy grandes, huesudas y callosas.

Creo que lo único que sabía del idioma inglés fue decirme el precio. Sellamos el trato con un apretón de manos. La mano suya era rasposa como la lija, sabia mano de artesano. Le compré dos tambores y todavía me acuerdo de sendos ritmos que él tuvo la paciencia de enseñarme: uno, por las muecas que realizó, interpreté podía ser para pedir la protección de los dioses y, el otro, para obtener felicidad.

Hasta el día de hoy, gracias a esos ritmos, tengo obtenidos un poco de ambas cosas. Y el hecho de no poseer una naturaleza codiciosa, me permite sentirme contento con cuanto he obtenido en la vida.

Tambores Ngoma, típicos del grupo étnico Bantú, también en Zimbabue

Quise saber el nombre de aquel hermoso ejemplar de ser humano, cuya limpieza en la mirada de sus ojos, de un negro desteñido, delataba al hombre que mantiene todavía genuina pureza de alma. Empleé para ello el método Tarzán:

—Yo … —repetí varias veces mi nombre golpeándome el pecho con la mano abierta.

Creo que me entendió pues golpeándose también el pecho repitió varias veces:

—Mokoa…Mokoa…

Cuando me acuerdo de ese anciano, pronuncio su nombre y me parece sentir adueñarse de mí una sensación mágica que me regresa a una de tantas experiencias vividas en el pasado que dejaron profunda huella en mí.

Presiento que el honorable anciano Mokoa no se encuentra más entre nosotros: los vivos. Su familia, ni en sus momentos de máximo ejercicio imaginativo, será capaz de imaginar que en España hay una persona que se acuerda con admiración y respeto de este pariente suyo. Naturalmente, me refiero a mí que, en algunos momentos que decae mi ánimo, marco en su pequeño tambor el ritmo de llamada a la felicidad.

Cuando mis amigos regresaron por la noche, les mostré los dos pequeños tambores y les conté los había comprado a un anciano que convertí en personaje entrañable. Quisieron conocerlo, pero no apareció más por allí. Permanecimos en nuestro alojamiento otro día más. Disfrutamos varias veces más de la espectacular visión y estruendo de las cataratas, una extraordinaria maravilla natural que no nos cansábamos de admirar.