LAS 10 RAZONES DE UN CURA PARA NO AGASAJAR MEJOR A UN OBISPO (RELATO)

LAS 10 RAZONES DE UN CURA PARA NO AGASAJAR MEJOR A UN OBISPO (RELATO)

LAS 10 RAZONES DE UN CURA PARA NO AGASAJAR MEJOR A UN OBISPO

(Copyright Andrés Fornells)

Es archiconocido (por darse con tanta frecuencia) el que a muchas personas, debido a la mayor o menor importancia de sus cargos, este cargo se les sube a la cabeza y esperan, por ostentarlo, grandes diferencias en el trato que reciben.
Hubo una vez un obispo del que solo daré el nombre y no el apellido para no tropezar con la iglesia (pues en asunto de tropiezos es bien conocido que puede haberlos dolorosos). El nombre del obispo al que hago referencia era Melitón.
El obispo Melitón era un hombre de muy buen paladar, figura oronda, y un tanto quisquilloso, megalómano, engreído y de carácter exigente. En cierta ocasión, este obispo le anunció por teléfono a un excompañero de seminario, que iba a concederle el honor de visitarlo. Este excompañero de seminario, que no había pasado en su carrera eclesiástica más allá de ser cura de un pueblo muy pequeño, se llamaba Agapito Porcelana.
El obispo Melitón llegó con su lujoso coche, conducido por un chófer uniformado, al pueblecito donde realizaba sus funciones sacerdotales Agapito Porcelana. Hubo abrazos entre ambos religiosos, palabras amables, un par de referencias a su lejana vida de seminaristas, y muy especialmente a los excelentes embutidos que al humilde cura le enviaban sus padres (esforzados labriegos y granjeros) y que compartía generosamente con el hoy encumbrado personaje con bonete en la cabeza.
Terminadas estas pamplinas, el sacerdote pueblerino se llevó al pomposo obispo al banquete que le habían preparado. A mitad del mismo, terminada por el obispo una tercera copa de excelente vino, le recriminó a su antiguo amigo:
—Agapito, el agasajo que me has brindado habría sido perfecto si, a mi llegada hubieses ordenado sonaran en mi honor las campanas de la iglesia.
El clérigo recibió con benevolencia esta especie de regañina y, con la socarronería de la que son maestros mucha gente pueblerina, le respondió:
—Amigo mío y muy admirado y respetado señor obispo, voy a darte diez razones por las cuales no han sonado las campanas en tu honor. La primera y principal de ellas es: que en nuestra humilde iglesia no tenemos campanas instaladas. Y las otras nueve razones, por insignificantes, no merecen siquiera el ser mentadas.
El obispo no supo que decir a lo anterior. Quienes sí supieron hacerlo, y lo siguen haciendo, fueron y son todos los habitantes de aquel pueblo y sus descendientes que, a los forasteros que les visitan le cuentan esta graciosa anécdota. Y todos se echan una divertida, maliciosa e irreverente risa.

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