LA VENGANZA DE LAS VACAS SAGRADAS (RELATO)

LA VENGANZA DE LAS VACAS SAGRADAS (RELATO)

Mucha gente conoce que, en la India, las vacas son animales sagrados. Son sagrados porque simbolizan a la madre tierra, a la naturaleza, a la fertilidad y a la abundancia. Las leyes del país las protegen y prohíbe se las castigue, maltrate, hostigue y se use su carne como alimento. Este animal protegido desde tiempo inmemorial por la diosa Lakshmi, aporta cinco productos esenciales para la vida: leche, mantequilla, yogur, orina y estiércol. Todavía, en algunas partes de ese superpoblado país, la orina se usa como desinfectante, y el estiércol como combustible y también en construcciones muy rústicas.

Algunas de estas bestias son decoradas, adornadas y embellecidas por sus dueños, que también pintan sus cuernos de diferentes colores para distinguirlas. Quienes poseen una vaca, en la India, la consideran como un miembro más de la familia. Y se considera una acción digna de elogio, el alimentarlas, tanto si son propias como si son ajenas. A las ajenas las alimentan quienes van sobrados dentro de una nación que de lo que está llena es de necesitados.

En Nueva Delhi, capital de la india, vivía un sastre muy engreído que, como suele ocurrirle a la gran mayoría de los vanidosos, poseía dentro de la profesión que practicaba bastantes menos méritos de los que él se atribuía. Este hombre, convencido profesionalmente de ser muchísimo más de lo que era, se llamaba Iham Khatun.

Iham Khatun había sobrepasado el medio siglo de edad. Era flaco, algo jorobeta y paticorto. Su amelonada cabeza había perdido la casi totalidad de su pelo, su nariz era exageradamente ganchuda, sus labios finos y descolgados y sus ojos pequeños y, muy acordes con su irascible carácter, poseían un brillo malhumorado y astuto todo el tiempo.

El pequeño taller donde Iham Khatun trabajaba, situado en un barrio muy populoso de la ciudad, tenía una ventana que daba a la calle. Esta situación le permitía entrase la luz diurna en su local y, cuando realizaba una pausa en su trabajo distraer un momento la vista con el abigarrado tráfico de personas, animales y vehículos (cochambrosos buena parte de ellos) que circulaban por el exterior.

Iham Khatun estaba soltero por sus inclinaciones a la misoginia y, cuando necesitaba del placer de una hembra, buscaba a vecinas muy necesitadas económicamente, a las que pagaba el favor sexual recibido, con retales que le sobraban de las telas que manejaba.

Tal como ha quedado expuesto al principio de este escrito, por su condición de ser las vacas sagradas, la gente de esta gran nación llamada antiguamente Indostán, les consiente todo: que paren el tráfico, ocupen las aceras, evacuen donde les plazca o se coman productos alimenticios que algunos ciudadanos tienen expuestos en la puerta de sus establecimientos para ser vendidos.

Una de estas vacas cuyo cuello rodeaba un multicolor collar de flores de plástico, cierta mañana defecó en la acera, justo delante de la ventana del taller de Iham Khatun. Él, muy indignado, abrió la ventana y aprovechando que no había cerca ningún ciudadano que pudiera oírlo y afeárselo, dirigió al desconsiderado cornúpeta maldiciones que, como si el así insultado las hubiese entendido, en vez de la habitual mansedumbre que reflejan los ojos de estos rumiantes, los suyos mostraron evidente indignación.

A la mañana siguiente, aquella misma vaca repitió la misma maniobra liberadora de peso de su vientre, y el sastre, rugiendo de ira, no solo le envío maldiciones, sino que además salió a la calle y, disimuladamente, para que nadie pudiese verlo, reprochárselo o incluso denunciarlo a las autoridades, clavó en el anca derecha de la bestia que acababa de vaciar tripas, la aguja que él llevaba en su mano.

Al normalmente pacífico y siempre privilegiado rumiante, le disgustó y dolió mucho el pinchazo, como demostró exteriorizando un mugido de dolor. Por carecer de los conocimientos de las vacas hispanas sobre el uso que podía dar a sus cuernos, aparte del de receptores de enjambres de moscas, pintadas y pegatinas de adolescentes poco respetuosos con las tradiciones ancestrales, aquel ser privilegiado con la bendición de la diosa Lakshmi se alejó enojada, cabizbaja y renqueante.

Muy satisfecho con su acción, Iham Khatun regresó a su tarea. Le estaba haciendo un traje a un funcionario de cierto rango y esto requería su máximo interés, pues prensaba que si conseguía impresionarlo con su labor, aquel lo recomendase a compañeros suyos. Los excrementos los limpiaría más tarde y, por la peste que echaban no abrió un poco la ventana como tenía la costumbre de hacer durante algunos minutos temprano por la mañana, antes que llegasen a ser agobiantes el calor y la intensísima aglomeración de personas y vehículos, y la no deseada invasión de moscas inquisidoras.

Durante dos días Iham Khatun se felicitó por la que consideraba acertada acción suya de haber castigado a la vaca cagona con un buen pinchazo. Pero al día siguiente fueron media docena las vacas que soltaron sus excrementos al pie de su ventana. Resultó que la vaca cuyo trasero él había pinchado tenía varias buenas amigas dispuestas a responder a cualquier petición suya. Y la demostración de que era así, lo estaba comprobando el exasperado sastre.

Transcurrida una semana de diario vertido de excremento junto a la ventana de su casa, Iham Khatun se le hizo insoportable olerlos y lo mismo les ocurrió a sus clientes, clientes que fue perdiendo hasta quedarse sin tan siquiera uno.

Para no morirse de inactividad y sumarse al multitudinario grupo de los muertos de hambre, Iham Khatun tuvo que marcharse a otra parte de la ciudad, después de haber dejado bien visible un cartel que ponía: Se alquila o vende este local.

Un conocedor de lo acontecido allí podría, inclinándose por un exceso de fantasía o un exceso de credulidad, que las vacas habían dejado de defecar en aquel sitio, porque sabían leer y se daban por muy satisfechas habiendo conseguido que el maltratador de una de ellas fuese castigado con la expulsión de aquel barrio.

La vieja florista que alquiló aquel local recibió a diario la visita de las vacas. Se detenían un momento para oler los deliciosos efluvios que desprendían las flores que aquella añosa mujer vendía, y nunca se atrevieron a alterarlo con sus malolientes deyecciones ni tampoco a comérsele los productos de su negocio.

Mi abuela Rosa, cuando le conté esta historia me mostró la totalidad de su doble prótesis dental y riéndose me dijo:

--En todas partes cuecen habas, hasta en ese país en que las vacas viven mejor que un gran número de humanos.

Mi abuela viene leyendo libros desde muy chica, y es tan tolerante con los escritores, que hasta lee los libros míos.

(Copyright Andrés Fornells)