LA SEÑORITA GLADYS Y LA DONCELLA (RELATO)

LA SEÑORITA GLADYS Y LA DONCELLA (RELATO)

LA SEÑORITA GLADYS Y LA DONCELLA

(Copyright Andrés Fornells)

Gladys Giménez de la Sierra, joven dama perteneciente a la alta sociedad se estaba arreglando para asistir a una fiesta muy especial. Hacía solo cinco minutos que había venido de la peluquería y le habían dejado el pelo como a ella le gustaba, muy brillante y atusado. Colocándose delante del espejo de su tocador cogió, de entre varios que tenía, un pintalabios de color rosa pálido. Iba a emplearlo cuando se fijó en su rostro reflejado en la superficie azogada, y la asaltó un sentimiento de horror: Tenía ojeras. Se vio horrible con ellas.

—Estoy espantosa —gimió al borde de las lágrimas—. Tengo que librarme de estas ojeras, como sea—. Abrió la puerta de su dormitorio principesco y elevando la voz llamó:

—¡Encarnita, ven! ¡Necesito tú inmediata ayuda!

La doncella, que era tan joven como ella, se hallaba pasando un plumero por los marcos de los valiosos cuadros que adornaban las paredes del enorme salón. Lo dejó encima de la mesa del tresillo y con la calma de movimientos que la caracterizaba acudió a la llamada. Cuando estuvo delante de la hija de los señores que le pagaban un sueldo por sus servicios, pregunto:

—¿Qué quiere de mí, señorita?

—Mira mi cara. ¿Qué ves en ella?

—Que es usted muy hermosota, señorita.

—No seas bruta, Encarnita. ¿No ves las espantosas ojeras que me tengo en la cara?

—Claro que las veo, ¿y qué? —con su habitual cachaza la empleada.

—Pues que dentro de un momento debo irme a la fiesta más importante de mi vida. Una fiesta en la que los padres de mi novio anunciaran, a sus doscientos y pico invitados la fecha de nuestra boda. Y yo no puedo acudir allí con estas espantosas ojeras. Y me siento tan desdichada que me entran ganas de morirme, con lo malo que es eso.

—No se muera usted señorita, porque si se muere yo me moriré también, de tristeza. Porque yo la quiero a usted más infinitamente que la trucha al trucho.

Había puesto la criada tanta pasión en estas palabras que consiguió sorprender a la joven heredera.

—¿Las truchas quieren mucho a los truchos? —quiso saber pues era la primera vez que escuchaba esta comparación sobre un gran amor entre peces.

—Mire usted si las truchas y los truchos se quieren, que cuando un pescador pesca a uno de los dos, el que queda de la pareja se muere de tristeza.

La expresión de profunda congoja de la joven sirvienta logró conmover a la señorita Gladys, quien reconoció:

—La sabiduría popular puede resultar interesante en ocasiones. ¡Uf!, has conseguido con tu palabrería distraerme durante un momento del drama que estoy sufriendo. ¿No conoces tú algún remedio casero que pueda librarme de estas espantosas ojeras? —mirándose de nuevo en el espejo y viéndolas más oscuras que la vez anterior y recuperando sus ganas de llorar de desesperación.

Encarnita, compadecida, le acarició la mejilla con una suavidad cargada de ternura. Era la primera vez que se atrevía a tocarla. A Gladys la sorprendió la suavidad cálida de la mano de la doncella y se enfureció al reconocer que le había gustado. Y se reprochó: <<Tratas humanamente a los criados y se te suben a las barbas, como suele decir mi padre>>.

—¿Conoces algún remedio casero, o no?

—Conozco varios, querida señorita Gladys.

—Pues empieza con uno—mirando su precioso reloj de platino con diamantitos incrustados.

—Uno muy agradable es el de ponerse unas rodajas de pepino encima de las ojeras. Este remedio es muy sano y natural. Y garantizado. Las ojeras desaparecen. Y si se han puesto las rodajas de pepino, teniendo una la cara limpia, el pepino se puede comer después.

—¡No digas cochinadas, muchacha! —escandalizada—. ¿Cuánto tiempo hay que tener las rodajas de pepino en las ojeras?

—Poco tiempo.

—¿Cuánto es para ti poco tiempo? —empezando a exasperarla la calma con que contrastaba la criada la impaciencia suya.

—Pues una media hora.

—¡No dispongo de ese tiempo! Dime otro medio.

—Están las bolsitas de té, que guardo yo siempre dos de ellas en la nevera. Cuando me duele la cabeza me las pongo en la frente y, a los pocos minutos se me ha pasado el dolor de cabeza.

—No sabía que te dolía la cabeza. ¿Te duele frecuentemente? --interesándose.

—Frecuentemente no. Solo cuando me peleo con mi chico.

—¿Por qué os peleáis tu chico y tú? —curiosa Gladys.

—Porque es un desvergonzado.

—¿Por qué es un desvergonzado?

—Porque cuando estamos en la intimidad, quiere hacerme cosas, que yo no quiero que me haga.

La señorita agitó la cabeza en un gesto que denotaba exasperación. Ella que tenía sus problemas, y uno de ellos sumamente importante, ahí estaba perdiendo un tiempo valiosísimo hablando con la criada de los problemas que ella tenía con un novio que a saber que cosas quería hacerle que ella no quería le hiciese. ¿Qué cosas serían? Estuvo a punto de preguntárselo, pero la mirada cayó en las ojeras que le mostraba el espejo.

—¿Cuándo pueden tardar esas bolsitas en quitar las ojeras?

—No menos de veinte minutos.

Gladys consultó su reloj.

—Oh, ¡Dios mío, apiádate de mí no dispongo de veinte minutos!

 —Señorita Gladys. A mi chico le gustan mis ojeras. Le digo que me las causan pensar demasiado intensamente en él. ¿Por qué no hace usted lo mismo?

—Tu chico es muy poco exigente, Encarnita. Mi novio detesta las ojeras. Las considera un síntoma de mala salud.

—¿Por qué no se busca la señorita un chico poco exigente en esas tonterías, como es el mío?

—Poco exigente dices, ¿y quiere hacerte cosas que tú no quieres que te haga?

—Está usted mezclando las churras con las merinas, señorita. Una cosa es una cosa, y otra cosa, otra.

—¿Qué son las churras?

—Son unas gallinas un poco mayores que las perdices. Mi madre tiene, y son muy buenas ponedoras. ¿Ha visto alguna vez huevos azules, señorita? —encantada con la atención que le está mostrando su interlocutora.

—¿Huevos azules? Nunca he visto huevos azules. ¿Hay gallinas que ponen huevos azules? —venciendo su impaciencia las ansias de saber lo que no sabía.

—No, los huevos azules los ponen los petirrojos.

—Los petirrojos son pájaros.

—Ciertamente, señorita. Los petirrojos son pájaros.

—¿Y sus huevos azules saben bien?

—Los huevos azules saben muy bien y no contienen colesterol. ¡ah!, y son más difíciles de romper porque la cáscara suya es más resistente que las cáscaras de otros huevos. También existen cruces de gallinas que dan huevos de color verde. Mi madre se está pensando comprar un par de ellas. Mi madre es lo que ustedes, las personas cultas, llaman una investigadora.

De pronto la señorita Gladys se da cuenta de que con la cháchara que está teniendo con la criada su problema continúa y se ha recortado el tiempo de que dispone para cambiar su desdicha.

—Me estás distrayendo con tonterías y mi problema sigue vigente, tontorrona. Me voy a echar a llorar en cualquier momento y a empeorar mis ojeras.

—Tengo una solución instantánea, un corrector de ojeras que yo no uso.

—¡Dios de los cielos! ¿Dónde los tienes? —apremiante

—En la caja de seguridad de mi banco.

—Te voy a estrangular.

—¡Ja, ja, ja! La tengo en mi cuarto, señorita. Voy a buscarlo.

—Voy contigo. Eres capaz de tardar media hora. Eres tan endiabladamente tranquila.

Fueron al dormitorio de la doncella que estaba fuera del edificio principal de la mansión.

—Yo se lo aplicaré que veo mejor que usted. Mi abuela siempre me llama para enhebrar agujas de coser. ¿Sabe la suerte que tiene usted, señorita Gladys? Pues tiene la suerte de que su tono de piel es igual al mío. De no ser así no funcionaría el corrector.

Una vez en el cuartito de la criada, ella, con extraordinaria suavidad le aplicó el corrector debajo de los ojos. Cuando terminó de aplicarlo, le dio un espejo para que se viese.

—¡Santo cielo eres estupenda! Ha funcionado maravillosamente. Parece magia —asombrada la señorita Gladys.

—¿Cómo es que tienes un corrector de ojeras cuando has dicho que a tu chico tú le gustas con ojeras?

—Pues precisamente por eso, para quitármelas cuando no tengo ganas de que se me monte encima. Porque a él le gusta más montarme, que a las cabras les gusta tirar a monte.

—Ay, infinitas gracias, Encarnita. Si me gustaran las mujeres moriría de amor por ti —emocionada.

—Pues ya sabe lo que dice la gente sabia: Nunca digas de esta agua no beberé.

La señorita Gladys se la quedó mirando con atención y dijo:

—No me había dado cuenta de que eres muy guapa, Encarnita.

—Lo ve, señorita, por ahí se empieza.

Riéndose, la señorita Gladys abandonó el cuarto de la fámula. Lo hizo sabiendo que Encarnita la estaba siguiendo con la vista desde la puerta de su habitación y se contoneó intencionadamente. Ya no pensaba en la importante fiesta que le aguardaba. Pensaba en otra cosa que sus mejores amigas habían probado y dicho les había gustado.

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