LA PROMETIDA VIRGEN DE MUSTAFÁ BABÁ (RELATO)
Verano. Media mañana. El calor es tan intenso que hasta las moscas sudan. Miles de ellas pululan dentro del zoco. Preferentemente en los puestos que venden dulces y carne. Muchedumbre, vocerío, chalaneo, cotilleo, restregones de los lujuriosos que aprovechan las multitudes para exaltarse la libido… Olores buenos y olores malos. Chilabas, turbantes, velos, pies calzados, pies descalzos. Ojos. Ojos altos, ojos bajos. Suspiros, refunfuños, maldiciones. Sonrisas visibles y sonrisas invisibles. Seriedad exterior e interior. Dinero pringoso y mercancías que cambian de mano.
En la parte del mercado donde has sido instalados los animales; vendedores, compradores y curiosos observan y son observados.
Fortuito encuentro entre Salín el-Aho y su buen amigo Mustafá Babá. Llevan algún tiempo sin verse. Demuestran enorme contento. Se besan las barbudas mejillas. Salín el-Aho dice que está allí curioseando; Mustafá Babá dice que ha venido a comprar un camello.
—Con él sumaré los trece que me exige el padre de Fátima, la beldad que deseo esposar.
—Yo conozco a una chica muy guapa de cara llamada Fátima, que vive en el barrio de los plateros.
—No será mi prometida, aunque ella vive en ese barrio. Mi Fátima es muy pudorosa y lleva siempre el rostro cubierto.
—La Fátima que yo digo es muy pudorosa… cuando no deja de serlo.
Disgusta a Mustafá Babá el malicioso comentario de su amigo.
—¿Insinúas algo? Habla claro —pide amenazador.
—Hablaré. ¿Tú Fátima lleva las uñas de los pies y de las manos pintadas de color verde?
—Sí, de ese color las lleva. Cuidado, Salín —avisa su amigo apretando los dientes, cada vez más furioso—, peligra la amistad que nos ha unido desde la inocente e inofensiva infancia.
—Precisamente por esta amistad nuestra, te voy a hablar muy claro, aunque ello te produzca un gran disgusto.
—Desembucha lo que sea —consiente su interlocutor, el nudo de la angustia apretándole la garganta.
—¿No corro peligro de que pierdas la cabeza y me claves en el corazón la daga que llevas metida en el cinto? —precavido el otro.
Mustafá Babá suspira, aprieta las mandíbulas y concede:
—No perderé la cabeza. Siempre te he querido como a un hermano, igual que tú a mí, y sé que nunca harás nada que pueda perjudicarme.
Salín el-Aho aparta a su amigo unos metros fuera del gentío y, tomando la precaución de hablarle junto al oído, le comunica lo que sabe de muy buena tinta.
Su amigo reacciona con incredulidad, horror y furia.
—¡Salín, como yo descubra que es cierto lo que acabas de contarme, juro por lo más sagrado, que la mato! —asegura, trémula de ira su voz, los ojos llameantes.
—Mi pobre amigo, actúa como acabo de aconsejarte y, cuando veas los resultados, obra como tu honor te dicte. ¡Ah! y de momento no compres ningún camello; puede ser dinero malgastado.
—No lo compraré. Descuida.
A la tarde del día siguiente, Mustafá Babá se lleva a su atractiva y recatada novia Fátima a un bosquecito cercano a la kasba. Quiere averiguar qué hay de cierto en lo que su amigo Salín le contó sobre ella. Allí, ocultos entre la arboleda, intercambian los dos ardientes, arrebatadas caricias por encima de la ropa. Siguiendo lo que ha planeado, cuando más enardecidos se encuentran, Mustafá Babá se arremanga la chilaba hasta las ingles. Debajo de ella no lleva absolutamente nada, por lo que deja expuesta su intimidad secreta, en este momento tan exaltada que apunta al cielo, y que la supuesta púdica y virginal Fátima, le había jurado y perjurado, nunca le ha visto a él ni a ningún otro hombre.
Y ella no reacciona como su enamorado espera y desea. No se le incendia el rostro en rubores, no grita escandalizada, no huye corriendo, sino que expresando una notable sorpresa y preocupación se delata:
—Tú estás enfermo, mi querido Mustafá. Ese color azul que tiene tu intimidad alterada lo demuestra.
—¡Ah, traidora! ¡Así que has visto otros miembros masculinos antes que el mío! ¡Confiesa o te mato aquí mismo!
Reconociéndose descubierta y ante el justo temor de que su prometido cumpla la amenaza vertida, Fátima, temblado toda ella, confiesa que en un par de ocasiones, antes de conocerlo a él, un par de hombres ruines y mentirosos la habían seducido aprovechándose de su ignorancia, candidez e inocencia.
El sábado de esa misma semana, en el zoco, Salín el-Aho encuentra a su amigo Mustafá Babá comprando, por casi nada, un camello tan chuchurrido que no merece la pena siquiera el mirarlo.
—¡Vaya, Mustafá! —se sorprende—. Parece que sigues con la idea de casarte. ¿Superó tu Fátima la prueba a la que, siguiendo mis consejos, la sometiste?
—La superó, y tanto ella como yo maldecimos a todos los que han ensuciado su inmaculada virtud. Y ahora lárgate de aquí, si no quieres probar la hoja de mi cuchillo. ¡Que estoy que me molesta hasta el aire que respitro! ¡Y no digamos las malditas moscas!
Salín el-Aho, es lo bastante suspicaz para suponer lo ocurrido.
—Como tú quieras —dice resignado—. Te deseo suerte.
Mustafá Babá sigue con mirada triste a su buen amigo alejándose, cabizbajo, tirando de la cuerda que sujeta el cuello del camélido esquelético y tambaleante que ha adquirido para reunir la suma total que le ha pedido su exigente, futuro suegro. No ha podido decirle, por vergüenza y amor propio, que sabe ha pasado él a engrosar el cada vez más numeroso grupo de los hombres mansos, cornudos y decadentes.
(Copyright Andrés Fornells)