LA PROFESIÓN LO PRIMERO (RELATO NEGRO)

LA PROFESIÓN LO PRIMERO (RELATO NEGRO)

LA PROFESIÓN LO PRIMERO

(Copyright Andrés Fornells)

Ella estaba sentada a una mesa de un popular bar de copas.  La acompañaba un tipo insignificante; bajito, calvo y escuchimizado. Ella era morena, guapa y con una figura impresionante. Ella apenas disimulaba su aburrimiento. Por amabilidad fingía escuchar al anodino joven que la acompañaba, mientras rastrillándose con los dedos sus largos cabellos oscuros observando sus ojos muy negros a todo el que entraba en el establecimiento.

Remigio Fernández, que acaba de entrar en el local, se fijó en ella mientras, sin prisas, se acercaba al mostrador. Se sentía eufórico. Y la razón era que minutos antes había cerrado un negocio que le reportaría una substanciosa ganancia. <<Podría celebrarlo follando a esa tía tan buena>>, fue el primer pensamiento que surgió en su mente nada más reparar en ella.

Pidió un güisqui al barman y cuando le fue servido, lo pagó y fue a sentarse a una mesa desde la que podía ver y ser visto por la real hembra que había llamado poderosamente su atención. Pasaron un par de minutos antes de que ella reparase en su insistente mirada. Y parpadeó como si acabara de sufrir una repentina fascinación. Remigio era joven, bien parecido y vestía ropas caras. La enigmática sonrisa que curvó los labios femeninos al apartar los ojos de él, motivo que también esbozara Remigio Fernández una sonrisa petulante. Estaba acostumbrado a que las mujeres se le entregaran con facilidad.

No tardaron mucho en buscarle los negrísimos ojos de la hermosa joven. Remigio, que la estaba esperando, con un decidido movimiento de cabeza le indicó la dirección donde se hallaban los servicios. Ella asintió disimuladamente con la cabeza, se quitó los cabellos de la cara, dijo algo al sujeto que estaba con ella, se levantó y echó a andar hacía el fondo del local.

Remigio la siguió con mirada apreciativa. El ajustado vestido gris que llevaba la desconocida permitía apreciar que poseía un cuerpo escultural y voluptuoso.

—Está de puta madre la tía —murmuró, mordiéndose los labios.

Poniéndose en pie la siguió. Ella se detuvo delante de los aseos, y se volvió. Él, llegando a su lado, leyó en sus ojos una mezcla de interés y desconfianza.

—Hola, belleza, si tú quieres puedo llevarte a un sitio mucho mejor que éste —dijo con la seguridad que lo caracterizaba.

—¿Crees que eso me apetece? —provocadora ella, elevando su seno hasta el punto de que las puntas de sus pezones se marcaron en la fina prenda que vestía.

—Yo juraría que sí. Que te mata de aburrimiento ese espantajo que está contigo. Yo puedo procurarte diversión y emociones fuertes.

Ella se lo quedó mirando con un brillo indeciso en sus bellos ojos. Y finalmente propuso realizando un gracioso gesto con la mano:

—¿Te parece que debo despedirme de mi amigo?

—Mejor no. Déjalo para que pueda contar a sus amigos que perdió en un bar a la mujer más guapa de esta ciudad.

—Bien. Si te colocas de forma que tu cuerpo oculte el mío, él no podrá verme y tener oportunidad de llamarme —propuso decidida.

La precaución resultó  innecesaria, pues el flaco individuo se hallaba ensimismado, no miró hacia ellos y pudieron, sin apercibirse él, abandonar el local y ganar la calle.

—Me llamo, Ágata —se presentó ella, nada más echaron a andar por la acera.

Remigio le dijo también su nombre. Unos pocos metros más lejos, él se detuvo junto a un flamante Porsche. Ágata dejó escapar un silbido de admiración.

—¡Vaya! Si es tuyo, parece que te van bien las cosas.

—Es mío. No puedo quejarme, tía —satisfecho de haberla impresionado.

Ocuparon los asientos delanteros del veloz y valioso vehículo.

—¿Hay algún lugar al que te apetezca especialmente ir? —ofreció él, acompañándose de un gesto llamativo de su mano adornada con ostentosos anillos y una gruesa pulsera de oro.

—Ya he estado en demasiados sitios esta noche. ¿No conoces algún lugar donde podamos estar charlando tranquilamente los dos solos?

Insinuante el tono de voz y la expresión del rostro femenino. Remigio sonrió. No esperaba que ella se lo pusiera tan fácil. Por lo general a las mujeres que no eran de la profesión —algo que ella en absoluto parecía—, les gustaba hacerse de rogar, creyendo con ello que al hombre que están dispuestas a entregarse las valorara más.

—Tengo una habitación en el hotel Gran Avenida.

—Bien —concedió ella tras simular un momento de indecisión.

El Gran Avenida tenía un garaje para los vehículos de sus clientes y un ascensor que les permitía subir a sus cuartos sin tener que pasar por la recepción.

Remigio aparcó allí. Salieron los del vehículo. Él pasó inmediatamente a la acción. Inmovilizó a la joven cogiéndola por los hombros y le buscó la boca. Fue un beso violento en el que ambos pusieron mucho ardor.

—¿Tienes tantas ganas de mí, como yo las tengo de ti, ¿eh, belleza? —juzgó él, presuntuoso.

—¿Cómo se mide eso que has dicho? —desafiante ella.

Se besaron de nuevo con mayor pasión todavía, hasta quedar sin aliento, furiosamente acelerada la sangre de sus venas.

—Llamaste a la puerta adecuada, morena. Te voy a dar el placer que nunca antes te ha dado nadie —y rodeándole la cintura con su musculoso brazo, él la dirigió hacia el ascensor.

Dentro del elevador los ardientes labios de los dos se unieron con hambre, sus alborotados corazones retumbando salvajemente.

Remigio ocupaba una lujosa suite. Cerró la puerta de la misma nada más entraron. Era notablemente impulsivo y cuando quería algo no se torturaba esperando a que se lo dieran. Lo tomaba sin dilación. Gracias a su impetuosidad y arrojo había alcanzado en muy poco tiempo la relevante posición que disfrutaba en la actualidad dentro de la organización delictiva a la que pertenecía.

Al quitarse Remigio la chaqueta, Ágata vio que llevaba un revólver metido en la cintura, entre su estómago y el cinturón, de donde lo cogió rápido y metió dentro del cajón de la mesita de noche que le caía más cerca.

—Vas armado —musitó ella, mostrando repentina inquietud.

—Por si tengo que defenderme —explicó él quitándole importancia—. Vivimos en un mundo peligroso, en el que se entremezclan santos, terroristas, asesinos y víctimas. No te preocupes, ni te asustes.

—Lo que me asusta de veras es el deseo tan violento que has despertado en mí.

—Deseo que no es mayor que el mío —rio él comenzando a tirar de la cremallera que cerraba el vestido femenino por la parte de atrás.

Ágata se giró unos centímetros para poder dejar su bolso encima del escritorio que ocupaba una esquina del aposento, junto a la ventana con las cortinas echadas.

Remigio al apreciar el cuidado con que ella lo depositó, se dijo burlón: <<Ni que llevara media docena de huevos dentro. Absurdidades propias de mujeres>>.

El bolso estuvo a punto de tirarlo al suelo cuando se lanzó sobre Ágata, llevado de la urgencia que lo dominaba. Sus manos se llenaron con las protuberancias de ella, que respondió también adueñándose de su fiera hombría.

Cambiaron desenfrenados besos y caricias antes de rodar sobre la cama. Remigio era más fuerte que Ágata, pero encontró placer en consentirle a ella, de vez en cuando, se le montase encima.

Finalmente, excitado al máximo, la penetró de forma brutal, como le gustaba a él. Ella respondió con un grito de protesta, arañándole la espalda y luego mordiéndole en el cuello. Les enardecía a ambos mezclar el placer con el dolor, gemir ruidosamente y soltar palabrotas. Demostraron que eran tal para cual. Sus desenfrenados orgasmos se sucedieron en una maratón que terminó dejándolos exhaustos.

—Eres la mejor de todas las hembras que he tenido hasta el día de hoy—reconoció él—. Ágata, quédate conmigo y no te faltará de nada. Tengo dinero. Mucho dinero.

Ella le registró los ojos y reconoció que hablaba en serio.

—Dame un poco de tiempo para pensarlo.

—Te lo compensaré si tienes que dejar algún trabajo.

—Estoy segura de que lo harás.

Al igual que había hecho con otras muchas mujeres de su agrado, Remigio estaba dispuesto a mantenerla como una reina mientras le durase el capricho y, cuando se cansara de ella la echaría de su vida, a patadas, sin contemplación ninguna. Aún estaba por nacer la hembra que él quisiera conservar de por vida. <<Por grande que sea una hoguera, siempre acaba convertida en un montón de cenizas>>, consideraba a este respecto.

Cerca de la madrugada se rindió al sueño. Ágata, que llevaba ya un rato fingiendo que dormía, aprovechó para abandonar el lecho con sumo cuidado. Por nada del mundo quería que su amante de aquella noche se despertara.

Por un momento pensó en el revólver que él había dejado encerrada en el cajón de la mesita de noche. Pero descartó cogerla, al recordar que aquel cajón había chirriado un poco y cualquier ruido podía dar al traste con sus planes. Abrió despacio su bolso y se hizo con la pistola que llevaba dentro. Sabía que estaba cargada. Le quitó el seguro y a continuación le dirigió una larga mirada al durmiente. Él tenía el negro y abundante pelo revuelto y estaba destapado de cintura para arriba dejando expuesto la mitad de su bien musculado cuerpo. Ágata sintió una repentina, dolorosa punzada de lástima.

<<Odio lo que tengo que hacer, pensó. Pero soy una buena profesional y mi obligación ha de prevalecer sobre mis sentimientos. Los sentimientos son un estorbo>>.

Avanzó despacio hacia la cama. Cogió la almohada que ella había usado, para que le sirviera de silenciador. Acercó la misma a su arma, la colocó a poca distancia de la sien de Remigio y disparó dos veces. Todo lo que él pudo emitir fue un gemido agónico, mientras todo su cuerpo se agitaba con los estertores de la muerte. Del boquete abierto en su cabeza comenzó a manar abundante sangre.

—Lo siento —le dijo ella al que ya era un cadáver, y su voz estuvo a punto de quebrarse—. Me estoy ablandando —se acusó, con disgusto.

Aunque sabía que no estaba fichada, antes de abandonar el apartamento borró todas las huellas que pudo. Colocó la almohada dentro de una gran bolsa que encontró, abandonando acto seguido la habitación. Nadie parecía haber oído los disparos. El ascensor la llevó al garaje. Se colocó unas gafas negras que llevaba dentro de su bolso y se subió al Porsche cuyas llaves le había quitado a su víctima.

Condujo el potente vehículo hasta el centro de la ciudad y lo abandonó en zona autorizada para carga y descarga. Aprovechó que no había nadie cerca para borrar sus huellas del volante, del pomo del cambio de marchas y de la manivela que había tocado al abrirlo. Caminó dos manzanas, paró un taxi y la grisácea claridad del amanecer se los tragó.

La asesina profesional había cumplido su compromiso, aunque en esta ocasión a punto había estado de faltar al mismo por haber cometido el error de descuidar el férreo control que siempre ejercía sobre sus sentimientos. <<Tal vez debiera comenzar a pensar en retirarme. Mi conciencia me está molestando, musitó mientras se daba una ducha, entre grandes bostezos>>. Tengo dinero suficiente para vivir ociosa el resto de mi vida y sin pasar apuros.

Lo pensaría muy despacio. La profesión que ejercía, no la ejercía solo por el mucho dinero que ganaba sino también porque encontraba placer matando. Sobre todo matando a hombres que se creían más poderosos que ella.

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