LA NUEVA NOVIA DE RAMOS CULOGORDO (HISTORIAS NEGRAS AMERICANAS)

LA NUEVA NOVIA DE RAMOS CULOGORDO (HISTORIAS NEGRAS AMERICANAS)

LA NUEVA NOVIA DE RAMOS CULOGORDO

(Copyright Andrés Fornells)

La primera vez que Tim Jackson vio a Florence Alison, la nueva novia que se había echado su jefe, el orondo, ególatra y peligroso Ramos Culogordo, quedó deslumbrado y presintió que esta mujer iba a dar un giro total a su existencia.

Florence era hermosa, escultural y seductora. Poseía unos grandes, fascinantes ojos grises y una boca de labios gruesos, excitadoramente perfilados, que parecían creados para que los hombres enloquecieran de deseos de besarlos. Sus pechos eran arrogantes, su cintura muy estrecha, sus caderas poseedoras de una curvatura de lo más excitante, y sus piernas largas y bien torneadas.

Tim creyó haber descubierto en el momento justo en que las miradas de ambos se encontraron, que ella había sufrido el mismo irremediable impacto emocional que él. Y que ella deseaba se produjera un encuentro íntimo entre los dos, con igual fuerza a la deseada por él.

Dos días después de haberse visto, mientras tomaban copas en el Bar Williams celebrando por cuenta de Ramos Culogordo el cumpleaños suyo, Tim se las arregló para meter dentro del bolsillo de la chaqueta de visón de Florence una servilleta de papel con su nombre, el número de su teléfono móvil y el ruego de que lo llamase.

Durante el resto de la velada él tuvo que realizar el titánico esfuerzo de no mirarla no fueran a delatarle sus ojos. Y Florence actuó de igual modo. Esta forzada conducta, cuando anhelaban desesperadamente mirarse, contemplarse, gozarse físicamente, significó para ambos un gran suplicio.

El amor a primera vista es el más poderoso de todos ellos, por lo impulsivos, temerarios e irreflexivos que se vuelven quienes lo experimentan.

Para su exasperación, Tim sufrió el tormento de pasar varios días sin ver a Florence ni recibir llamada suya alguna. Se torturó millones de veces imaginando que ella no le correspondía, no experimentaba por él la misma pasión volcánica, desesperada suya por ella.

Una noche, después de haber cargado cajas de fruta con droga en el fondo de ellas dentro de un camión con destino a Minneapolis, Tim se hallaba en el Bar Williams tomando unas cervezas y jugando una partida de snooker con Richard el Pecas cuando sonó su móvil.

Se apartó unos metros de su compañero y abrió línea. El corazón le estalló de gozo al escuchar la aterciopelada voz de Florence preguntándole si le gustaría se viesen dentro de una hora. A él no le importó que ella percibiese la extraordinaria emoción que lo embargaba, al pedirle donde quería ella que se encontraran. Florence le propuso un discreto lugar cerca del estadio de los Yankees. Él aceptó inmediatamente. Y a continuación se despidieron.

Tim le pidió disculpas al Pecas por no poder terminar la partida y le soltó el rollo de que un familiar suyo tenía un problema y le pedía urgente ayuda. Dejó un billete de veinte dólares para que pagase las cervezas y abandonó inmediatamente el establecimiento.

Era tan grande el interés, la pasión y el ansia despertada en él por aquella mujer, que Tim aparcó en el lugar que se habían citado con media hora de adelanto. Media hora que el acuciante deseo de verla, de hablar con ella, de amarla con todas ss fuerzas, se le alargó hasta el punto de parecerle eterna.

Por fin Florence llegó en un taxi. Él salió inmediatamente de su coche para que lo viese. Ella despidió el vehículo que la había traído hasta allí. Tim, temblando de excitación avanzó hacia Florencia. La luz que sobre ellos proyectaba una farola cercana permitió al pistolero gozar de la figura elegante, sensual, de la novia de su jefe.

Se detuvieron al quedar a poco más de un metro el uno del otro. Se registraron los ojos. Mostraban los ojos de ambos la misma desenfrenada, recíproca pasión. Tim le tendió sus manos abiertas y Florence alargó inmediatamente las suyas. Las grandes y fuertes manos del joven cerraron con fuerza las bonitas y más pequeñas de ella, y a continuación realizaron un movimiento que juntó sus anhelantes cuerpos en un estrecho abrazo. Ella suspiró y el jadeo al excitante contacto de sus cuerpos. Él reaccionó de igual modo.

Permanecieron unos minutos así, sintiéndose, gozando la embriagante sensación que esta unión les producía. Luego se besaron con arrebato, con desesperación, con amor. Igual que si fueran sedientos que hubiesen estado perdidos en un desierto y privados de agua durante siglos.

El miedo a ser descubiertos por algún conocido que pudiera contar a Ramos Culogordo el hecho de haberlos visto junto y la reacción del capo mafioso que lo más seguro sería ordenar su muerte, se fueron directos al pequeño apartamento de Tim donde se amaron hasta la extenuación y se confesaron un amor profundo, verdadero, incuestionable.

A partir de esa noche, la irresistible adicción que todos los enamorados sufren, les despertó la irresistible, incontrolable necesidad de verse, de estar juntos, de amarse. Y comenzaron las argucias, las mentiras, las temeridades que les permitieran reunirse y consumirse en la hoguera inextinguible de su pasión.

—Busca, invéntate alguna nueva excusa, mi amor. Llevamos dos días sin estar juntos —exasperado Tim.

—Esta tarde, a las cuatro diré a Ramos que voy a la peluquería y tú y yo podremos pasar dos horas juntos.

Su relación había crecido hasta el punto de confesarse que no podían vivir el uno sin el otro. En uno de sus más apasionados encuentros, Tim pidió a Florence huir juntos. Y ella le requirió tiempo. Argumentó:

—Tengo miedo, mi amor. Miedo a que Ramos pueda localizarnos y encargar a alguien nuestra muerte. Esperemos un poco. Quizás ocurra algo que nos sea propicio.

—No sé… Quizás cuanto más tiempo tardemos en escaparnos peor sea para nosotros.

Los temores de Florence demostraron ser justificados, y también los de Tim. Uno de los amigos de Ramos vio una tarde a Florence entrar en una peluquería, por una puerta, y salir segundos más tarde por otra. Esta maniobra le pareció sospechosa y se la mencionó al panzudo capo mafioso.

Éste, furibundo, aumentadas por esta revelación sospechas que ya albergaba, cuando Florence llegó al lujoso apartamento que ambos compartían intentó, primero por las buenas sacarle la verdad.

Ella justificó su proceder manifestando que se había marchado de la peluquería porque estaban ocupadas todas las empleadas y había decidido volver otro día y, ya que había salido de casa, se dio una vuelta por las tiendas de ropa que solía frecuentar. No le sirvió su excusa. El capo mafioso, con los ojos encendidos de indignación le escupió:

—¡Eso es mentira, zorra! Hablé con la encargada de la peluquería y me dijo que realizas esa misma maniobra un par de veces por semana, y no lo haces porque todas las peluqueras están ocupadas. ¿Dónde vas y a quién ves esas tardes que no te quedas en la peluquería? ¡Habla o te reviento la cara a puñetazos!

Esta amenaza fue acompañada de tan violenta bofetada en la cara que la hizo saltar fuera del sofá donde se hallaba sentada y rodar al suelo. Sabedora de que como pronunciase el nombre de Tim podía darlo por muerto, Florence guardó silencio. Silencio que mantuvo, valientemente, durante el brutal castigo al que la sometió el enfurecido, salvaje Ramos Culogordo que, cuando se cansó de golpearla le advirtió con el rostro congestionado y los ojos encendidos de ira:

—¡No vas a volver a salir de casa sin mí! ¿Me oyes? Y como me desobedezcas despídete de seguir viva, porque te mataré. ¡Te mataré!

Ramos Culogordo tenía varias muertes en su haber, aunque la mayoría de ellas las habían cometidos otros en su nombre. Temiendo tanto por ella como por su amante, Florence decidió someterse a su prohibición.

Recibió varios mensajes de Tim, al móvil, y no respondió a ninguno. Caviló y caviló. La situación en la que ambos se encontraban era peligrosísima. Le daba miedo contar a su amante lo ocurrido. Contarle que tenía el rostro hinchado, amoratado; los labios partidos y muchas zonas de su cuerpo lleno de dolorosos moratones por los furibundos golpes que le había propinado Ramos Culogordo. “Si se lo digo es muy capaz de buscar a este asesino y tratar de matarlo, si no le matan antes a él ese gordo asqueroso o alguno de sus mercenarios”.

Florence aguantó su insoportable cautiverio durante dos días. Los WhatsApp de Tim no paraban de llegar a su teléfono móvil. Finalmente, después de un tercer día encerrada y sin comunicarse con Tim, la derrotó la desesperación y a pesar del pánico que sufría, decidió llamarle.

Fue la suya una decisión tomada en mal momento. Ramos Culogordo acababa de llegar con su coche al garaje interior que usaban todos los vecinos del lujoso inmueble, y Tim, junto con sus compañeros cargaba uno de los camiones con la droga camuflada.

Sonó su móvil. Él, que llevaba tres días sufriendo la tortura de no saber nada de Florence, al comprobar en la pequeña pantalla del aparato el número del teléfono de ella, se apartó un par de metros de los demás, abrió línea y escuchó:

—No podremos vernos durante algún tiempo, mi amor. El maldito Ramos descubrió mis trucos de la peluquería. No te he mencionado…

Ella cortó bruscamente la comunicación. Acababa de escuchar una llave en la cerradura de la puerta de entrada al lujoso dúplex donde vivía con el mafioso. Devolvió el móvil al interior de su bolso, y rápido encendió el enorme televisor.

Su gordo opresor sonrió complacido al verla sentada en el sofá frente al aparato de televisión.

En el gran almacén donde se encontraba junto a sus compañeros, Tim, preocupadísimo por lo que acababa de escuchar de su amada y sospechando que el repentino corte de la comunicación podía deberse a la presencia de su jefe, comenzó a reflexionar peligrosamente, mientras continuaba colaborando en la tarea de cargar el camión.

Las palabras de Florence, la angustia y el miedo que percibió a través de ellas formaban un torbellino que giraba y giraba sin parar dentro de su mente atormentándole.

“Ese cerdo seguro que intentará arrancarle mi nombre. La maltratará hasta hacerla hablar y, cuando esto suceda la matará”.

Tomó la rápida decisión que el asunto requería. Había llegado el momento de jugárselo todo a una carta. El camión, terminado de cargar, rodaba ya hacia la salida de la nave. Esperó a que bajaran la puerta metálica de la nave para anunciar, procurando mostrar naturalidad y una sonrisa socarrona:

—Chicos, yo me voy a ir ahora mismo. Tengo pendiente un asunto urgente

Sus compañeros, interpretando que el asunto por el mencionado como urente era una mujer, bromearon a su costa:

—Échale uno de mi parte.

—Si está buena, podemos llegar a un arreglo cuando te canses de ella, ¿eh? Me la traspasas. Yo también sé ser muy cariñoso cuando me lo propongo.

Tim no contestó a ninguno. Realizó un gesto cómico con la mano, que indicaba despedida. Sin volverse salió por la puerta lateral y, cuando ya no podían verle, salió corriendo hacia donde tenía aparcado su coche. Montó en él y pisó el acelerador a fondo, superando varias veces el límite de velocidad señalado, pidiendo al cielo no apareciera algún policía que detuviese la carrera que tanto necesitaba fuera rápida al máximo.

La media docena de semáforos en rojo que le quitaron tiempo, sacaron de su boca las peores maldiciones que conocía. Llegó por fin a su destino. No perdió tiempo alguno buscando aparcamiento, tarea prácticamente imposible en aquella zona. Subió más de la mitad de su vehículo en lo alto de la acera para dificultar lo mínimo posible el tráfico rodado.

Si alguno de los vecinos denunciaba este hecho y la policía enviaba una grúa a retirar su coche, lo daría por perdido. Lo realmente importante para él, en aquel momento, era llegar cuando antes a la vivienda de Ramos Culogordo y evitar la muerte de Florence, en el caso de que todavía se encontrara con vida.

La suerte consideró estaba de su lado cuando un matrimonio mayor abandonaba el edificio por la puerta principal y él pudo atravesarla antes de que se cerrara.

Un ascensor rápido, con acusado olor a detergente perfumado, le llevó a la decimotercera planta. Tim mantenía todo el tiempo su mano cerrada en torno a la culata de su revólver metido dentro del bolsillo de su gabardina. En el plan elaborado durante el camino entraba la estrategia como imprescindible para afrontar con posibilidades de éxito la misión que se había impuesto llevar a cabo.

Se situó delante de la mirilla de la puerta, mostrando una expresión risueña, y entonces pulsó el timbre. Sus oídos agudizados al máximo percibieron un movimiento de pasos acercándose y terminar detenidos. Supuso que su jefe debía estarle observando por el pequeño círculo de cristal blanco.

Transcurrieron unos segundos que se le hicieron interminables, angustiosos, y por fin se abrió la puerta llevándose Tim la desagradable sorpresa de encontrarse a Ramos Culogordo apuntándole con una pistola. Su voz sonó marcadamente sarcástica cuando le indicó retrocediendo dos pasos:

—Entra y cierra la puerta. Te estaba esperando.

Tim no intentó nada. Sabía que Ramos Culogordo, antes de conseguir la categoría de jefe, había sido muy diestro con las armas de fuego. Cerró la puerta con la mano izquierda. Tragó saliva. La angustia que sentía le estaba estrangulando la garganta. Encontrar la oportunidad favorable que necesitaba, iba a depender de su astucia. Forzó una sonrisa y mostró extrañeza.

—¿Qué pasa, jefe? ¿Está de broma hoy, o qué? ¿A qué viene que me esté apuntando con una pistola? Yo he venido a hacerle una visita amistosa.

—¡Cállate, traidor! —le escupió su interlocutor sin perderle un segundo de vista—. Levanta las manos y camina hacia el salón. Al primer movimiento sospechoso que hagas, te acribillaré —amenazador a más no poder.

Entraron en la amplia estancia. El hecho de no ver en ella a Florence, despertó en Tim el temor de que hubiese llegado tarde y el asesino que ahora tenía enfrente la hubiese asesinado ya. Esta posibilidad le desestabilizó la circulación de la sangre. La sintió incendiar su estómago, acelerar el ritmo del corazón y golpearle con fuerza las sienes. Este descontrol orgánico no le quitó capacidad a su astucia. Insistió en lo mismo:

—Jefe, por favor. Dime qué pasa. Dime si tienes algo contra mí, que yo me entere.

Realizó una actuación notable. Sembró un asomo de duda en su oponente.

—Te han visto en compañía de mi novia y voy a matarte por eso —expuso Ramos Culogordo dándole al arma que empuñaba un leve movimiento que significó apuntase un momento al pecho de Tim, y otro momento a su estómago.

Tim dedujo de estas palabras que no había conseguido arrancarle una confesión a la valerosa Florence. Continuó jugando las únicas bazas que tenía.

—¡Ja, ja, ja! Jefe, alguien intenta enemistarnos. Yo no me he visto nunca con tu novia en ninguna parte. Yo sé respetar a las novias de las personas que, como tú, merecen mi agradecimiento. Seguro que alguien que me quiere mal te ha mentido para enemistarnos. Dime quien es y lo liquidaré. Vamos, pregúntale a tu novia y ella te confirmará que nunca nos hemos visto aparte de ese día que celebramos tu cumpleaños en el Bar Williams.

Al girar levemente la cabeza hacia el sofá, el capo mafioso apreció que ella no se hallaba más allí sentada donde la dejó cuando fue a abrir la puerta. Gritó su nombre, enfurecido:

—¡Florence! ¡Ven aquí inmediatamente!

Ella acudió a su llamada. En su mano derecha empuñaba una pistola que había salido aquella tarde a comprar. Al ver su maltrecho rostro, la ira y el odio que le entraron a Tim lo abocaron a jugarse el todo por el todo.

Los acontecimientos que tuvieron lugar a continuación se desarrollaron a una velocidad de vértigo. Ramos Culogordo leyendo en los ojos de Florence su voluntad de matarle, disparó antes de que pudiera hacerlo ella. El grito de dolor que lanzó la joven y su desplome al suelo, a pesar de la inmensa pena que le causó, no paralizaron a su amante, sino todo lo contrario. Metió rápido la mano en el bolsillo de su gabardina.

Para cuando el capo mafioso quiso apuntar hacia él, Tim le había alcanzado con una bala que se alojó en su pecho. Mientras su orondo cuerpo se doblaba hacia atrás, el joven lo remató disparándole en la cabeza dos veces seguidas más

Acto seguido corrió junto a Florence. El disparo de Ramos Culogordo la había alcanzado en un costado. Tim cogió de encima del sofá un cojín y lo colocó con mucho cuidado debajo de la cabeza femenina. Florence, soportando valientemente el dolor que sufría  trató de sonreírle.

—Te salvarás, mi vida —le dijo Tim marcando el número de urgencias y, cuando le respondieron pidió la rápida ayuda de una ambulancia.

Una vez realizada esta petición, el joven se quitó la gabardina, la chaqueta y, finalmente la camisa. Hizo tiras a esta última y con ellas taponó la herida de Florence e improvisó un vendaje mientras iba asegurando a su amada que su herida no era mortal y se pondría bien muy pronto.

Tim acertó en su pronóstico. Florence se salvó, pero él murió acribillado, cuando salía del hospital después de haberla dejado en manos de los cirujanos, ametrallado por los hombres de Ramos Culogordo que no le perdonaron hubiera acabado con su jefe y dejado a todos ellos sin sus bien remunerados puestos de trabajo.

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