LA MUJER DE LOS GATOS (RELATO)

Isidro Regueiro ha obtenido el que será último triunfo en su dilatada carrera tenística. Cuando sale de los vestuarios, cargado con su raquetero, recibe multitud de agobiantes felicitaciones de parte de sus multitudinarios admiradores, que lo estaban esperando. Él trata de sonreír amablemente, ocultando su cansancio y su hastío. Contesta como puede a la lluvia de halagos y preguntas que recibe. A la mayoritaria pregunta de lo que hará, después de haber decidido retirarse del tenis profesional, responde que no lo sabe.
Tarda varios minutos en conseguir llegar donde tiene aparcado su automóvil. Se ve forzado a firmar autógrafos sobre todo cuando ponen a su alcance: una foto suya, una camiseta, un bloc, una zapatilla, etc. Con forzada amabilidad soporta la agotadora procesión de caras con sonrisas acompañadas de la frase: por favor...
Por fin logra meterse en su vehículo y, poniendo mucho cuidado de no atropellar al grupo que lo rodea, escapar de los habituales, pegajosos, perseguidores de los famosos.
Posee un coche rápido cuyo motor protesta por la lentitud de marcha a la que obligan las normas vigentes dentro de las ciudades. Cuando llega con él a la autopista pisa un poco el acelerador, adelanta a varios vehículos y, un cuarto de hora más tarde llega a la urbanización de lujo donde tiene su bonito apartamento.
Deja su automóvil en el garaje y entra en la vivienda. Percibe inmediatamente el fuerte olor del detergente que emplea la empleada que se ocupa de limpiarla todos los días. Abre algunos centímetros uno de los ventanales. El crepúsculo está incendiando la cadena de montañas visible desde allí.
Se desplaza a la cocina, saca del frigorífico un frasco de zumo de naranja y llena medio vaso con él. Lo bebe y deja el vaso vacío sobre la encimera. Pasa al salón y se deja caer sobre el sofá. Como si su agotamiento hubiese estado esperando aquel momento se le viene encima aplastándolo. Apoya la cabeza en el respaldo. Cierra repetidas veces las manos, con varios de sus dedos deformados por roturas sufridas. Las siente extraordinariamente doloridas. Y también le duelen las muñecas, la espalda y las piernas. Las numerosas lesiones sufridas a lo largo de su carrera le están pasando factura todos los días.
Se terminó para él jugar a nivel competitivo. Le invade una conocida sensación de pánico. ¿Qué hará con su vida ahora que ha dejado definitivamente la profesión que ha sido para él, durante muchos años, lo más importante del mundo? ¿Qué hará ahora que no existe para él razón alguna para seguir entrenando, para seguir viajando, para continuar yendo de un torneo a otro torneo? ¿Cómo llenará esa enorme cantidad de tiempo libre que va tener? Tiene pensadas algunas actividades, pero ninguna le ilusiona. La lectura, que mucho tiempo atrás le apasionó, seguro que ahora lo aburrirá. En los libros leídos a ratos en las esperas de los aeropuertos y los viajes en avión poco placer encontró. Alguna relación amorosa de breve duración encontrará. Pero también en el sexo, el disfrute se le niega a menudo. La gran tragedia del ser humano es que se cansa de todo, hasta de lo más sublime, le aseguró, en cierta ocasión, un famoso poeta tan hastiado como sincero.
Quizás porque está al borde de la temible depresión que le ha atacado otras veces, a lo largo de mucho tiempo, vienen a la memoria de Isidro algunos suicidas famosos. Especialmente escritores. Durante una cena tenida con unos admiradores suyos, italianos, después de haber jugado él un torneo en Milán, que ganó con un heroico esfuerzo y las secuelas de ese esfuerzo fue una severa lesión en su pie izquierdo, hablaron de suicidios. Era un tema que, evidentemente, les obsesionaba. Ellos le contaron las muertes del escritor Emilio Salgari, haciéndose cortes con una hoja de afeitar en el estómago, en el cuello y en la muñeca. Luego un hijo suyo se pegó un tiro en la cabeza y otro hijo se suicidó tirándose por un balcón. Seguramente padecían todos ellos una enfermedad mental. Quizás la sufría también Virginia Wolf que llenó con piedras los bolsillos de su abrigo, se metió en el río y se ahogó. El suicida que podía parecerse algo a él, por su condición de triunfador, era Ernest Hemingway, que se quitó la vida cuando no pudo seguir haciendo lo que más quería: cazar, beber y seducir mujeres. Él nunca se decantó por la caza, menos aún por la bebida, pero sí le habían gustado mucho las mujeres. Demasiado. Le habían gustado tanto que terminó hastiado de ellas, especialmente de las ambiciosas que más que entregar su cuerpo a un hombre, se lo venden.
Isidro Regueiro piensa en la solución que algunas personas buscan, en momentos de depresión: los más intentan escapar de ella emborrachándose, pero tantos años de abstinencia por su parte le han creado repulsión a las bebidas alcohólicas. Ni siquiera acepta beber vino durante suculentos almuerzos y cenas con personas que lo han agasajado.
Cuando se encuentra necesitado, como en estos momentos, de una calidez humana, él no la tiene. No ha empleado tiempo alguno creando estrechas e íntimas amistades. En parte porque durante años el tenis absorbió todo su tiempo, y en parte porque a la mayoría de la gente él la encuentra insulsa, aburrida, anodina. Conoce a muchas personas. Importantes algunas de ellas. Cuenta con multitudinarias peñas de admiradores, pero amigos íntimos a los que poder acudir en caso de apuro, ninguno tiene.
Tampoco a ninguna de las mujeres que amó y le amaron podría llamar en caso de necesitarlo. Por un motivo o por otro habían quedado enemistados. Incluida en el lote su exmujer, una universitaria mediocre que empezó varias carreras y no terminó ninguna, a la que había obsequiado como nunca lo habría hecho nadie, y con la que tuvo continuas discusiones porque ella deseaba tener hijos, y él no. Cuando se dio cuenta de que ella no tomaba más la píldora, la fastidió haciéndose una vasectomía. La trampa de Dora no terminó en embarazo, tal como ella había planeado. Una decisión tan seria como la de tener hijos, debe ser convenida por las dos partes, y no unilateralmente.
Al final se divorciaron. Enfrentamientos y discusiones diarias habían convertido su unión en un infierno. Él había llegado hasta el punto de que odiaba verla, odiaba escuchar su voz, no podía soportar más su presencia y de ella lo asqueaba hasta el perfume que usaba.
Dora, que después de casarse con él no había trabajado en nada, se llevó un buen bocado de lo mucho que él había ganado matándose físicamente en las pistas de tenis. De eso no hablan las feministas: de lo bien que muchas mujeres aprovechan sus encantos físicos para medrar a costa del talento y las ganancias que con extraordinarios esfuerzos han conseguido sus cónyuges.
Por aquella mala, amarga y ruinosa experiencia se hizo él una promesa: no volvería a casarse ni tampoco a mantener relaciones largas con mujeres. Ha hecho como dice ese cínico periodista que siempre habla muy bien de él y, él ha invitado más de una vez a comer:
—Los hombres inteligentes no permanecen con una mujer más tiempo del que emplean haciéndole el amor.
Intenta distraerse viendo algo de televisión, pero se cansa de zapear y no encontrar programa alguno que le despierte interés. Ha caído la noche. Se levanta para cerrar el ventanal, en buena parte mantenido abierto. Corre las cortinas para que nadie pueda observarle desde alguna de las viviendas cercanas.
Vive en una zona residencial, bien vigilada, lo cual permite a sus residentes pasear por ella a cualquier hora teniendo la total seguridad de no correr el más mínimo peligro. Le apetece dar un paseo. Coge el llavero que contiene únicamente la llave de su puerta y de la puerta acristalada de la calle.
El silencioso y rápido ascensor, en dos segundos lo lleva al vestíbulo. Sale a la calle. Aspira con fruición al aire limpio, algo húmedo, placentero a su olfato. Un rumor de insectos altera ligeramente el silencio. Hace una temperatura agradable. Empieza a sentirse mejor que en su vivienda. Da algunos pasos y se detiene. Alza la cabeza para contemplar el cielo profusamente estrellado. Un universo de indescriptible belleza y misterio le hace guiños. Se siente humilde, insignificante. Es infinitamente menos que una diminuta partícula dentro de aquella colosal inmensidad. Y en el planeta que vive, dentro de un par de años, lejos él de torneos y de pistas de tenis será olvidado y solo existirán referencias suyas en algunos clubs de tenis y en las enciclopedias. ¿Echará de menos los aplausos y los agasajos? En estos momentos, él cree que no. La fama significa agobio, el anonimato tranquilidad, paz.
Una luna creciente supera la barrera que forman los edificios pintados de color ocre. Este color motivó que estuviese a punto de no comprar el apartamento donde vive ahora. Lo sigue encontrando horrible. Pero cuando lo vio por dentro, tan espacioso, con grandes ventanales y una magnífica vista, decidió adquirirlo.
Se ha propuesto llegar a la plaza iluminada con farolas y bancos de madera de estilo antiguo. Le apetece sentarse un rato y gozar, en soledad, de la noche, de sus sonidos y de sus olores. Llega a la plaza y ocupa un banco. Abre sus brazos y los reposa sobre el alargado respaldo del asiento. En un primer momento nota en sus nalgas y muslos el frío de las tablas impregnadas de relente. Esta incomodidad inicial se le pasa enseguida.
Se adueña de él una nostalgia entre dulce y amarga. Invaden su mente recuerdos que le producen bienestar unos y, otros, angustia. Tuvo una infancia feliz. Sus padres eran cariñosos y consentidores. Se esforzaron al máximo en que fuera dichoso. En los estudios nunca empleó esfuerzos agotadores. Pasaba de un curso a otro con facilidad y obteniendo buenas notas. Tuvo los primeros amores. Ninguno le causó dolor. Nunca cayó en esa estúpida debilidad del enamoramiento. Las chicas las quería para el placer. Afrontó tres o cuatro problemas con embarazos que terminaron en abortos pagados por sus comprensivos padres. Y practicó mucho deporte. En él sí empleó sacrificios de alimentación, de limitar el desgaste del sexo, de acostarse temprano.
La recompensa de todos aquellos sacrificios, más exhaustivos entrenamientos durante horas y horas todos los días fue: la fama, el dinero, el respeto y la admiración. Los principales medios de comunicación lo convirtieron en una celebridad. Durante casi dos décadas se mantuvo en lo más alto. Luego el tiempo, ese despiadado monstruo que lo destruye todo, lo llevó al agotamiento, a un buen número de lesiones y al hastío. Todos los días lo mismo. Todos los días los paparazzi acosándolo en cuanto salía a la calle, sus admiradores acosándolo, el mundo entero queriendo aprovecharse de él en algún sentido u otro. Traiciones de sus supuestos mejores amigos, traiciones de las mujeres que aseguraban amarlo con locura, etc.
De pronto Isidro ve alterada su calma, molestado el gozo de su soledad, por la presencia de una mujer que camina hacia donde él se encuentra. La rodean cinco gatos de diferentes colores. Los felinos caminan al mismo cadencioso ritmo que ella. Cuando avanzan en partes donde reina la oscuridad sus ojos brillan intensamente. Resultan inquietantes, piensa Isidro.
No tiene ganas de conversar con nadie. Por su mente cruza la idea de abandonar su sitio e irse. Pero se resiste a que una persona desconocida le obligue, con su presencia, a ello. Quita sus brazos del respaldo, coloca las manos sobre sus rodillas y queda expectante, algo tenso.
La mujer, aunque camina bastante erguida, es una anciana. Cuando ella llega a corta distancia de él se detiene y lo saluda empleando un tono que Isidro interpreta como irónico:
—Buenas noches, caballero. Creo debió ser una noche tan bella como ésta la noche en que Romeo y Julieta se enamoraron. ¿Qué opina usted?
Isidro supera inmediatamente la sorpresa que el inesperado, considera que absurdo comentario de ella, le ha causado. Queda estudiando el rostro de la desconocida. Lo lleva discretamente maquillado. La armonía de sus arrugadas facciones permite suponer que debió ser muy bella en su juventud. Le calcula unos setenta años. El porte que mantiene, sus ropas elegantes y su aparente seguridad demuestran se trata de una mujer con clase y, por vivir donde vive él, también en buena situación económica. El ex tenista considera puede resultar interesante mantener una corta conversación con ella.
—Entra dentro de lo muy posible que, en una noche tan bella como ésta, se enamoraran Romeo y Julieta y muchos otros millones de parejas —empleando un tono humorístico—. ¿Todos esos gatos que le acompañan son suyos?
—Más bien yo soy de ellos. El gato es un animal tan independiente que nunca ha conseguido domarlo nadie. ¿Usted no tiene ninguno?
—No. Nunca se me despertó ese deseo.
—Para sobrellevar medio bien la vida, necesitamos tener algún tipo de obligación. Ellos son la obligación mía. ¿Le parece bien que ocupe una pequeña parte del banco en el que está sentado usted? —amistosa, señalándolo con el brazo estirado.
Isidro está a punto de decirle que él debe marcharse enseguida. No le apetece conversar con una desconocida. Busca una excusa que le permita alejarse de ella. Pero comete el error de mirarla a los ojos. Lo captura un brillo especial que le revela, en tiempos pasados, esta mujer fue una persona importante. Reacciona desplazando su cuerpo algunos centímetros para dejarle a ella más espacio en el asiento. La mujer se acomoda.
—No estaré mucho tiempo aquí. Tengo cosas que hacer —es la forma que Isidro emplea para poder marcharse en cualquier momento que lo decida.
Los felinos se desperdigan por la alfombra de césped situada detrás de ellos. La mujer vuelve el rostro hacia el ex tenista, se permite una suave risa sardónica y lo sorprende de nuevo con sus palabras:
—De habernos conocido cuando yo era joven, en vez de alejarse el máximo, usted habría procurado acercarse a mí lo más posible. Fui una mujer muy hermosa. Tuve a mis pies a los hombres más poderosos, bellos y ricos de mi época…
Lo ha dicho con absoluta naturalidad, sin vanagloriarse. Isidro la cree. Acepta lo expuesto por ella.
—Posiblemente hubiera sido como usted dice, y yo me había acercado a usted —más amable que irónico—. Siempre me gustaron las mujeres jóvenes y hermosas.
—Habla usted como si hubiesen dejado de gustarle las mujeres jóvenes y hermosas —burlona, cruzando ella las piernas debajo del juvenil, holgado, elegante vestido que le llega hasta los tobillos. Luce unas bonitas sandalias doradas.
—Me siguen gustando las mujeres, pero ya no pierdo la cabeza por ninguna. Muchas mujeres, según mi experiencia, poseen una codicia bastante mayor que sus encantos.
—Es una opinión injusta la suya, y lo sabe. Está hastiado y decepcionado, ¿verdad? Creyó merecer mucho más de lo recibido por parte de las mujeres que pasaron por su vida. Hubo un tiempo en que yo creí eso mismo, pero, en mi caso, de los hombres. Y se me hizo insoportable. Llegué a estar tan decepcionada, tan amargada, tan desesperada, que llegué a pensar en suicidarme —lo expresó con tanta naturalidad que resultó creíble esta afirmación suya—. Quería encontrar fuera de la vida, que se me había convertido en aborrecible, la paz, el sosiego y el olvido que necesitaba. Tenía el corazón mortalmente herido. ¿Ha pensado usted alguna vez en suicidarse?
La expresión de ella era tan abiertamente sincera que, impresionado, Isidro se sinceró:
—Seriamente, nunca lo he pensado; pero hace algunos minutos me he acordado de una cena con amigos, en Milán, en la que hablamos de la familia Salgari, escritores. El padre y dos de sus hijos se suicidaron. Terrible, ¿verdad?
—Sí, conozco esa historia. Muchos años atrás pasé una larga temporada en Milán. Entonces no era todavía la meca de la moda, que es ahora. Los hijos de Salgari que se suicidaron se llamaban: Romero y Omar. También sus otros dos hijos murieron jóvenes. Nadir en un accidente y Fátima de tuberculosis. Un tipo muy interesante ese Emilio Salgari. Muy inteligente también. Los viajes de sus obras los sacaba de los libros, pues él apenas viajó. Era demasiado comodón. Se le dio muy bien la esgrima. Retó a duelo a un periodista, por ofensas recibidas de él. Y lo hirió de cierta gravedad. Eran otros tiempos. El honor era el mayor de los méritos que poseían bastantes personas. En especial los hombres. Hasta tal punto era así que exponían su vida por conservarlo. ¿Le gusta navegar? Está usted muy moreno —cambiando bruscamente de tema.
Su pregunta muestra tan desapasionado interés, que Isidro lo interpreta más como amabilidad que como molesta curiosidad.
—Me he bronceado en las pistas de tenis. El tenis es un deporte que siempre me ha gustado mucho practicar.
Isidro siente alivio al comprobar que ella no lo reconoce. Se librará de posibles elogios o quizás críticas.
—Nunca me ha interesado ningún deporte —esta afirmación justifica no sepa ella nada sobre él—. Se ha comercializado todo. Las grandes figuras de algunos deportes de masas se hacen exageradamente millonarias. Es ridículo, vergonzoso, demencial que ganen fortunas por dar patadas a un balón, porrazos a una bola y otras estupideces parecidas —ha juzgado mostrando firme rechazo—. De joven caminaba y corría algunas mañanas, para mantenerme en forma. Lo encontraba aburridísimo—. De pronto uno de sus gatos, de pelaje inmaculadamente blanco, salta sobre su regazo y ella comienza a acariciarlo. El animal ronronea complacido.
Isidro, que ha escuchado, benevolente, la condena de ella sobre la élite de los deportistas, que sin ella saberlo le incluye, comenta:
—Resulta evidente que a usted le gustan mucho los gatos.
—Los amo. Existe una maravillosa conexión entre ellos y yo. ¿Cree usted en la reencarnación?
—Mas bien no.
—Creo que, en otra vida, yo fui un gato —afirmación hecha con desconcertante seriedad—. Me siento maravillosamente bien en su compañía. Hace años, cuando mi belleza me había abandonado y también todos los hombres que habían gozado de ella, me sentí tan sola y descorazonada que decidí suicidarme. Nada que me importase ya, me ofrecía la vida. Tenía en mis manos un vaso de agua y un frasquito de barbitúricos, cuando un gato que entonces tenía comenzó a maullar de dolor. Interpreté se había puesto repentinamente muy enfermo. Salvar su vida dependía de mí. Me di cuenta de que por lo menos, para él, yo era muy importante. Lo llevé, todo lo rápido que pude, a un veterinario. Mi gato se salvó, y yo también.
—Muy interesante lo que acaba de contarme. Tendré que hacerme con un gato —irónico el excampeón de tenis.
—Hágalo si empiezan a invadir su mente malos pensamientos. Un gato es la mejor de las compañías. Son limpios, bellos y extraordinariamente independientes. También muy intuitivos y cuando detectan nos hallamos al borde del abismo acuden en nuestra ayuda. Como me ocurrió a mí, esa vez que pretendía suicidarme. Perdone, me voy a marchar ahora. Tengo que suministrar medicamentos a dos de mis gatos que tienen problemas de salud. Son muy mayores ya —decide ella súbitamente.
—Entiendo. Ha sido un placer conocerla —Isidro es sincero al decirlo.
—Antes de irme, le daré un consejo. Ponga un gato en su vida. Todos necesitamos ser imprescindibles para alguien. Y un gato puede ser un importante alguien para su dueño. Buenas noches.
—Buenas noches.
Isidro, algo sorprendido por el consejo que ella le ha dado, la ve alejarse, erguido y sinuoso su cuerpo delgado, acompañada de los cinco felinos a los que no ha necesitado decirles nada para que la sigan, y piensa en lo que ella le ha dicho. Los gatos son limpios, intuitivos, bellos. Se ha quedado con ganas de saber más cosas sobre esta extraña, misteriosa mujer. Le ha parecido muy inteligente y poseedora de un profundo conocimiento sobre la vida y la gente. Debe haber viajado mucho, y por lo que le ha dicho, conocido a hombres influyente, poderosos, ricos; conocido sus miserias y sus grandezas. Quizás vuelvan a verse. Si sucede así, le pedirá consejo sobre qué clase de gato necesita un hombre que desengañado de la gente que puebla el mundo le agradará, para llenar su soledad, la compañía de un felino. Considera peligrosa para él la soledad total.
(Copyright Andrés Fornells)