LA IRRESISTIBLE FUERZA DE LA PASIÓN (RELATO)

LA IRRESISTIBLE FUERZA DE LA PASIÓN (RELATO)

LA IRRESISTIBLE FUERZA DE LA PASIÓN

(Copyright Andrés Fornells)

  Berta y Gloria venían manteniendo una estrecha amistad desde sus años de instituto. Alberto y Ramón, sus dos compañeros sentimentales, en la actualidad, eran también amigos y jugadores de golf profesionales.

Berta y Gloria decidieron aprovechar que ellos se habían marchado juntos aquel fin de semana a competir en un torneo, para salir solas y, si se terciaba, correr una aventura.

Berta dio un repaso visual a las uñas de sus manos. Acababa de pintarlas de color negro. Sonrió al pensar lo que su amiga Gloria, cuando se reuniese con ella, le diría a este respecto. Le diría que este color traía mala suerte.

Ellas dos, discrepaban en casi todo, algo que para nada influía con respecto a su inquebrantable amistad. En materia de hombres discrepaban más que en ninguna otra cosa. A Berta le habían gustado siempre los hombres morenos, mientras la preferencia de Gloria eran los hombres rubios.

Berta vivía con Alfonso por conveniencia; no lo amaba. Su gran amor había sido Celso un hombre de color, atlético, poderoso, bello. A Celso, ella lo había perdido por jactanciosa, por engreída, por narcisista.

Celso la había seducido y mentido. Tuvo él bastante fácil lo de engañarla, pues era un amante tan extraordinario que a partir de su primer encuentro de cama, Berta enloqueció de amor por él.

Celso era un hombre de negocios y se veía obligado a viajar mucho. Cuando no lo tenía con ella, Berta lo echaba tanto de menos que dormía con su pijama y una foto suya debajo de la almohada.

Ella nunca le había sido fiel a ningún hombre hasta enamorarse perdidamente de Celso y entregarle no solo su cuerpo sino todos sus pensamientos y su alma entera.

Celso y ella se conocieron en un vuelo que iba desde Palma de Mallorca a Madrid. Sus butacas se tocaban y, en un momento dado, también lo hicieron sus codos. Sonrisas y disculpas por parte de ambos. Iniciaron una conversación fluida, fácil. Algo de política, arte, música. Descubrieron una sorprendente afinidad en la mayoría de sus gustos y de sus opiniones sobre temas muy serios.

Berta iba a Madrid a incorporarse a un laboratorio de biología que acababa de contratarla. Celso venía de revisar una urbanización que la empresa para la que trabajaba estaba construyendo en la isla principal de las Baleares.

Intercambiaron teléfonos. Él prometió llamarla para salir una noche a cenar juntos.

La llamó y ella aceptó encantada. Y así empezó el apasionado, devastador idilio que los dos mantuvieron durante tres años.

Por cuidadoso que sea un hombre, y asimismo una mujer, siempre puede delatarle algún detalle en el que no ha pensado. Un cabello largo, la débil presencia de un perfume femenino, mancha de un pintalabios. Delatarse con algún detalle, mentira, fecha, etc.

Ella tardó semanas en reunir el valor para afrontar el hecho que la atormentaba continuamente de una posible infidelidad por parte de Celso. Y una noche mientras cenaban en el apartamento de ella, donde vivían los dos cuando él no se hallaba de viaje, Berta le acusó de serle infiel, de estarse viendo, a sus espaldas, con otra mujer, de posiblemente estar con esa mujer el tiempo que no estaba con ella.

Celso no se mostró sorprendido. No lo negó. Afrontó la indignada acusación de Berta con exasperante, insultante naturalidad, sin mostrarse en absoluto avergonzado.

—Bueno, te he mentido durante todo este tiempo porque no quiero perderte —justificó—. Me importas mucho.

—Si de veras te importo, supongo que a ella no volverás a verla nunca más —exigente.

Él movió levemente la cabeza en sentido negativo. Su aplomo (interpretado por Berta como cinismo y desvergüenza) no perdió un ápice al responderle sin importarle ofenderla:

—La seguiré viendo porque la quiero.

—¿La quieres y la traicionas conmigo? —le gritó ella exasperada, perdida la compostura.

—Soy un hombre muy ardiente, Berta. No me basta una sola mujer. Os necesito a las dos.

A Berta la dominaron el amor propio, el orgullo, los celos. Y cometió el error, que no apreció en aquel momento, de exigirle furibunda:

—¡Déjala a ella si quieres continuar conmigo!

Estaba convencida de que la respuesta sería que él abandonaría a la otra. Ella se hallaba en su máximo esplendor. Por la calle, los hombres convertidos en lobos la devoraban con sus lascivas miradas, le dedicaban encendidos requiebros y, aparte de todo esto el espejo la halagaba también.

El rostro de Celso se cubrió de tristeza. Apretó los labios. Cerró con fuerza sus manos. Suspiró hondo. La miró intensamente, como si la estuviera fotografiando en su memoria para poder guardar su imagen el resto de su vida. Luego parpadeó molesto por la humedad que se estaba formando en sus ojos. Finalmente, habló y su voz sonó ronca, quebradiza:

—Lo siento, Berta. Recoge mis cosas. Enviaré mañana a un empleado mío a recogerlas. Adiós…

A continuación, se dirigió hacia la puerta, despacio, como si cada paso que daba lo estuviese dejando sin fuerzas, o esperase que ella cambiara su decisión por otra.

A Berta la silenció su orgullo, su amor propio herido, su fatalismo. Él cerró la puerta con suavidad. En el silencio absoluto que reinó después, ella pudo escuchar el ruido que hacían sus pasos en dirección al ascensor.

Por un momento cruzó su mente el pensamiento de correr en su busca y decirle que soportaría mil tormentos por encima del tormento de perderlo para siempre.

Pero no lo hizo. Fue como si se lo impidiese algo más fuerte que su deseo y que cualquier otro sentimiento suyo. Y permaneció inmóvil, sin fuerzas, paralizada por el dolor, por la desdicha.

De esta desdichada separación había transcurrido algo más de un año. Berta viví desde hacía siete meses con Alberto, un divorciado sin hijos y con una buena situación económica. Alberto la trataba con afecto y generosidad. Cumplía en la cama, como si fuese un deber impuesto, una o dos veces por semana. Allí actuaba de un modo metódico y funcional. A menudo ella tenía que fingir un orgasmo que le era imposible alcanzar con él, tan rutinario y desapasionado.

La sobresaltó el zumbido de su teléfono móvil. Supuso que sería Gloria metiéndole prisa. Abrió línea sin mirar la pantallita del aparato.

—Dime —habló tratando de atusarse el pelo con la mano que le quedaba libre.

—¿Cómo estás, Berta?

El corazón le dio un salto mortal. Sus poderosos latidos la golpearon el pecho. La voz varonil que acababa de escuchar Berta la habría reconocido entre millones de ellas.

—Hola, Celso —logró responder con voz entrecortada.

—Te vengo echando tanto de menos que mi vida es un potro de tortura —confesó Celso con extraordinaria calidez.

—A mí me está ocurriendo lo mismo —no menos cálida y sincera que él.

—¿Dónde estás ahora?

—En una casa que no es la que tenía antes —para que él entendiera que, con respecto a ella, algunas cosas habían cambiado desde su separación.

—¿Estás ahora mismo con alguien?

—Ahora mismo estoy sola?

—¿Te gustaría reunirte conmigo? Estoy alojado en el hotel Ramblas.

—¿Qué habitación tienes? —ella sin andarse con argucias, sin permitirse una pausa que le hiciese a él padecer de incertidumbre.

—La 139.

—Vengo inmediatamente. ¿Me sigues amado?

—Más que nunca. No puedo vivir sin ti.

Los dos se expresaban con absoluta, apasionada sinceridad.

—Tampoco yo puedo vivir sin ti.

—¡Vuela!

—¡Vuelo!

Cortaron la comunicación a la vez. Con la máxima premura, desbordante de felicidad, Berta cambió las pantuflas que llevaba puestas por un par de zapatos de altos tacones. Poniéndose la gabardina, camino de la puerta, marcó el número del teléfono de Gloria, y cuando su amiga le respondió, llorando de júbilo le contó que ese día prometía ser uno de los más felices de su vida, si no el que más de todos.

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