LA FLAUTA DE HAMELIN Y OTRA (RELATOS)
En una ciudad cuyo nombre no mencionaré, no fuera cosa que algunos de sus habitantes más violentos, extremistas y fanáticos, tuviera la tentación de venir en mi busca y perjudicarme la belleza corporal, había un anticuario que ostentaba merecida fama por poseer extraordinarias maravillas dentro de su tienda.
En esa misma ciudad vivía un joven llamado Bonifacio Pródigo, al que adornaban con suma notoriedad las virtudes de la bondad y la honradez. Este modélico hombre trabajaba gran cantidad de horas al día para poder realizar obras de beneficencia con su modesta paga, mientras descuidaba su generosa persona hasta el loable punto de pasar hambre. Muchos de los favorecidos por él, le mostraban su eterno agradecimiento apodándole “el Santo”.
Una noche con estrellas y medio queso de luna, a la salida del trabajo, Bonifacio Pródigo, alisas “el Santo”, pasó por delante de la tienda de antigüedades y dejándose tentar por la curiosidad entró, quedando de inmediato absolutamente fascinado con la atiborrada, innumerable cantidad de objetos allí reunidos.
El anticuario, cuya extravagancia principal era la de llamarse Rascoyú (por el vicio que tenía de rascarles la azotea craneal a los compradores) le preguntó a Bonifacio si podía ayudarle en algo.
—No sé si le compraré algo o no —sincero el interpelado—. De momento sólo estoy mirando.
—¡Ah, bueno! Las miradas no me perjudican el género. Tocar ya es otra cosa, por eso tengo cartelitos por todas partes prohibiéndolo —manifestó el vendedor.
Como ya he hecho notar al lector, en este local había cientos de objetos: cuadros, estatuas, figuras decorativas, muebles, libros, jarrones, armas de otras épocas, instrumentos musicales, etc. Y fue precisamente una flauta en forma de medio arco que, por su rareza, llamo la atención del joven benefactor de los pobres, quien señalándosela al anticuario le dijo:
—Es muy bonita. Me gusta. Si no es muy cara se la compraré.
—Bueno, muy cara no es teniendo en cuenta que se trata de una flauta mágica.
—¿Es mágica la flauta? —sintiendo Bonifacio que aumentaba su interés por ella.
—Sí, perteneció a un músico legendario, al Flautista de Hamelín.
—¡Qué interesante! Siendo niño me contaron su historia.
—Bien, te veo tan ilusionado que te daré la flauta por lo que quieras darme. Pero no vayas a pasarte de tacaño, ¿eh?
Bonifacio le entregó todo el dinero que llevaba en la cartera y a cambio recibió el alargado instrumento musical y el cariñoso rascado de cabeza del comerciante.
Ansioso por escuchar su sonido, nada más salir a la calle, el joven que apodaban “el Santo” comenzó a tocar con entusiasmo la flauta que acababa de adquirir. Fue prodigioso el resultado. Empezaron a salir miles de ratas, de cloacas, alcantarillas, sótanos y viejos almacenes, y todas le siguieron como hechizadas, lanzando espeluznantes chillidos que le sonaron tan amenazadores que todos los pelos de su cabeza adoptaron una escandalizada verticalidad.
Bonifacio se asustó. Se asustó muchísimo. Temió que aquella colosal multitud de roedores pudiera en cualquier momento decidir devorarlo. Impulsado por el miedo tomó una determinación muy contraria a su bienhechora forma de ser. Se dirigió a la playa, una vez allí se adentró en el mar y permaneció allí nadando hasta que todas las ratas perecieron ahogadas.
Solo entonces salió del agua, reparando en que mientras nadaba había perdido su prodigiosa flauta.
—¡Vaya, qué lástima, con lo bien que sonaba! —exclamó contrariado.
Como estaban en verano su cuerpo no experimento frío alguno. Bonifacio se quitó la ropa mojada, la escurrió y volvió a ponérsela, pensando que cuando llegase a su casa se pondría otra ropa seca.
Pero al pasar de nuevo por delante de la tienda de antigüedades tuvo una luminosa idea y entró. Al verlo, a Rascoyú se le alegró el semblante y le dijo:
—Como ya te has convertido en cliente fijo, te autorizo a que toques los objetos que despierten tu interés.
“El Santo” esbozó una maquiavélica sonrisa y dijo al anticuario:
—Le compararía una flauta que en vez de atraer a las ratas, atrajera a todos los corruptos, ladrones y explotadores de esta ciudad.
Rascoyú esbozó a su vez una sonrisa también maquiavélica y respondió complacido:
—Ven conmigo. En mi almacén secreto tengo lo que deseas.
Se están devanando los sesos, los más eminentes sabios y sagaces policías tratando de descubrir en la ciudad donde vive Bonifacio el misterio que encierra aparecieran un mismo día ahogados en el mar una enorme cantidad acaudalados e influyentes ciudadanos.