LA ESTACIÓN DEL AMOR (MICRORRELATO)

Julieta Pérez había alimentado, desde muy niña la ilusión de que encontraría, cuando ella lo buscase, el gran amor de su vida. Pero cuando llegada a la pubertad lo buscó, no fue capaz de encontrarlo. Tampoco lo encontró al llegar a la adolescencia. Entonces, desesperándose, le escribió una carta al influyente Cupido pidiéndole ayuda. Cupido, que se encontraba muy atareado con las numerosísimas demandas que recibía a diario se limitó a enviarle un mensaje que rezaba así:
—Muchacha, coge el tren Destino, bájate en la estación Noviazgo y allí encontrarás al amor de tu vida.
Muy ilusionada, Julieta Pérez se subió en el tren que le había aconsejado el ocupadísimo diosecito desnudo, alado y armado con arco y flechas, y cuando el convoy llamado Destino llegó a la estación Noviazgo, tras apearse tomó asiento en un banco y se quedó allí esperando.
Semanas más tarde estuvo toda ella cubierta de telarañas, manteniéndose sentada en el mismo banco y con una sonrisa tierna, dulce, ingenua en sus labios rosaditos.
Yo llegué a esa estación muy contento a comprar un billete para mi suegra que tras permanecer un mes interminable con mi mujer y conmigo iba a regresar a su casa. Una vez adquirido el billete liberador me fijé en Julieta Pérez toda cubierta de telarañas, despertó mi interés, me acerqué a ella y le pregunté si precisaba ayuda. Unas chispas de esperanza aparecieron en sus bonitos, mansos ojos al tiempo que me preguntaba:
—¿Eres Romeo?
—No; no soy Romeo. Me llamo Andrés. Lo siento —mostrándole mi habitual amabilidad.
—¡Qué pena! Estoy esperando a Romeo, el gran amor de mi vida.
Escuchar esto y brotar en mi preclara cabeza una extraordinaria idea fue instantáneo.
—¿Has escapado de tu casa? —quise averiguar.
—No, me gusta mucho mi casa. La heredé de mis padres —me aclaró ella.
--¿Y vives sola en tu casa?
--Sí, vivo solita en ella.
Yo siempre he creído en la buena suerte y lo acabado de escuchar me confirmó que motivos los tenía sobrados para mantener viva esta creencia mía.
—No te muevas de aquí, preciosa —le dije—. Iré ahora mismo a buscar a Romeo y te lo traeré dentro de unos pocos minutos. Y mira, si te quitas las telarañas que te envuelven, le causarás una mejor impresión a Romeo.
La dejé muy animada haciendo lo que yo le había sugerido.
Corrí hacia mi casa, cogí del brazo a Romeo, mi hermano pequeño, que estaba sentado delante del televisor satisfaciendo su apetito insaciable con unas nueces. El primordial anhelo de mi hermano pequeño era encontrar el gran amor de su vida.
—Ya has comido bastantes nueces por hoy. Vamos —la dije, apremiante—. Julieta te está esperando en la estación Noviazgo.
Llegamos a la estación corriendo, jadeantes los dos. Julieta se había librado de las telarañas y en cuanto vio a mi hermano se extendió por su agraciado rostro la sonrisa más seductora del mundo.
Ellos dos, ilusionadísimos, se abrazaron y luego, sentado uno al lado del otro, empezaron a decirse esas palabras que, para los enamorados son las más hermosas del mundo.
Yo me alejé riendo. Riendo feliz. Acababa de realizar una meritoria acción: unir a Julieta y Romeo y, a las cinco de la tarde, el billete de tren que había adquirido se llevaría a la adorable mamá de mi esposa varios cientos de kilómetros lejos de nosotros.
(Copyright Andrés Fornells)