LA ENTRAÑABLE ABUELA TOMASA Y SU AHUYENTAMOSCAS (MICRORRELATO)

Cuando yo era muy chico, y mis huesudas y flacuchas piernecillas se amparaban todavía en pantalones cortos, un día mi madre me envió a la casa de la abuela Tomasa a pedirle media docena de hojas de laurel. Aquella venerable anciana me hizo entrar en la cocina, acarició mi siempre despeinada cabeza, me llamó niño guapo, sacó de un gran frasco de cristal un puñado de esas hojas aromáticas y me las entregó.
Reparé yo entonces en que, del techo, encima de la mesa de la cocina colgaba una botellita destapada, llena hasta su mitad de un líquido amarillento. Extrañado, y siempre despierto a la curiosidad y a restarle, aunque fuera un poquito, a la inmensa ignorancia que yo poseía, le pregunté a la encorvada anciana para qué tenía aquel envase colgado allí.
—¡Ah!, es para alejar a las moscas.
Y ciertamente dentro de la cocina, a pesar de que estábamos en mitad del verano, no había uno solo de esos molestísimos bichos.
Pasan los años y sigo arrepintiéndome, mil veces al día, de no haberle preguntado a la entrañable abuela Tomasa, qué demonios metía dentro de aquel líquido pues llevo probados mil productos diferentes y las malditas moscas se burlan todo el tiempo de mí defecando por todas partes dentro de mi casa, cuando no les da por practicar la natación dentro de mi taza de café, que una de las cosas de este mundo que más me enrabietan.
(Copyright Andrés Fornells)