JOSÉ SINPERRAS ENCONTRÓ NOVIA (RELATO)

JOSÉ SINPERRAS ENCONTRÓ NOVIA (RELATO)

A corta distancia de su chabola, sonaba un claxon insistentemente. José Sinperras estaba viendo un documental que le habían hecho a un pobre hombre que, al salir de la cárcel odiaba tanto a todo el género humano que se fue a vivir a una cueva que encontró a las afueras de una gran ciudad. Aquel ruido continuo, a José lo fue enojando hasta el punto de hacerle perder la calma.

Irritado se calzó las cochambrosas chanclas que se había quitado para procurar libertad y comodidad a sus pies. Abandonó su descansado trasero el hundido y destripado sofá y salió a la calle.

Estaba tocando la bocina de un baqueteado utilitario una mujer de unos cuarenta años. A José le gustó nada más acercarse a la ventanilla del vehículo y verla. Ella tenía unos ojos oscuros grandes, una boca roja grande y dos excitantes semiesféricas protuberancias en la parte superior de su cuerpo. Cualquiera que entendiese de mujeres, menos de lo que entendía él, habría dicho de ella que era fea, mientras que él juzgó era toda una belleza. Le dirigió la palabra con amabilidad:

—Encanto, ¿por qué nos estás jodiendo los oídos con tanto ruido desagradable?

Ella torció su boca en un mohín displicente.

—Estoy avisando a mi novio de que he llegado, para que salga y se reúna conmigo? —explicó ella sin mostrarse molesta por sus palabras.

—¿Quién es tu novio?

—Félix. Su apellido lo desconozco. A él nunca le ha interesado decírmelo ni a mí me ha dado por preguntárselo.

—Aquí en el barrio lo llamamos Félix el Puerco por su alergia a la pulcritud. Por mucho que le des a la bocina, él no saldrá. Lo vi entrar en su cuchitril hará más de una hora. Iba cargado con una caja de cervezas. La cerveza lo amodorra enseguida. Seguro que está roque y no lo despierta ni un portaviones americano haciendo funcionar todos sus cañones a la vez. —¿Para qué lo querías?

—Habíamos quedado en ir de pícnic esta tarde.

—¡Demonios qué guapa eres! Ciegas como un golpe de sol en los ojos. ¿Cómo te llamas?

—Marilyn —complacida ella con su halago.

—Oye, tienes el nombre más bonito del mundo. Yo me llamo José.

—Un nombre muy corriente.

—Ya. Mis padres sabían más de marcas de vinos que de nombres masculinos bonitos. Oye, Marilyn, estás de suerte. En este momento yo no tengo nada que hacer. Puedo acompañarte y ayudarte a lavar los platos que ensuciemos —José mirándola como mira el goloso la tarta nupcial en una boda que no es la suya—. Te garantizo que lo pasaremos muy bien. Cuento chistes verdes muy buenos.

Ella mostró una sinceridad despiadada:

—Eres muy feo.

—Solo por fuera. Poseo una belleza interior inmejorable. Te lo garantizo.

—¿Sabes hacer el pino?

—Sé hacer el pino, el roble y hasta el árbol de navidad —convincente él.

Ella movió su cabeza en clara desaprobación. Pero lo sorprendió disponiendo:

—Vale, vamos. Ir de pícnic sola sería aburrido.

Él esbozó una sonrisa más o menos feliz. Abrió la puerta. Encima del asiento del copiloto había una botella de vino. Estaba llena hasta cerca de su mitad y tapada con un corcho. José la cogió para poder sentarse. Ella puso en marcha el vehículo.

—¿Puedo echar un trago? —preguntó él.

—Prueba a ver si puedes.

Él echó un buen trago y dijo muy satisfecho:

—He podido.

—En adelante te pediré cosas más difíciles —aseguró Marilyn mientras pisaba el acelerador a fondo y adelantaba a un gran camión—. Cántame una canción de amor.

—¿De qué tipo de amor? ¿Maternal, carnal, tonto…?

—Romántico.

—No tengo muy buena voz.

—Ningún cantante actual la tiene buena —categórica, convencida--. Y sin embargo, ganan el dinero a espuertas.

José cogió una cuchara que había en el bolsillo de la puerta y golpeando con ella la botella se puso a cantar el rock de la cárcel, canción que aprendió cuando lo metieron preso al fracasar su intento de atracar un banco. Esta canción se la había enseñado un inglés, compañero suyo de celda, en su idioma materno.

Ella sonrió todo el tiempo siguiendo el ritmo con movimientos de cabeza.

—Eres culto. Hablas idiomas —elogió cuando él terminó.

—Sí, soy un tipo convencido de que el saber no ocupa lugar. Soy capaz de enhebrar una aguja al tiempo que me como una manzana.

—Qué lástima. No he traído ninguna —lamentó ella.

—Suele pasar. Uno no piensa en todo —comprensivo él.

Habían dejado la ciudad atrás y a ambos lados de la carretera campos y cortijos blancos. Marilyn no tardó en abandonar la autopista y meterse en un camino de tierra. Camino plagado de baches que zarandeaban, de mala manera, el vehículo y a sus ocupantes. Finalmente, ella detuvo el coche en el claro de una arboleda.

—Aquí disfrutaremos de paz y tranquilidad —aseguró.

—Si no aparece alguna vaca. Hace un momento hemos dejado una atrás.

—Si viene una vaca la ordeñaremos.

—¿Tú sabes ordeñar?

—Sí, y muy bien por cierto. Me crie en una granja antes de venirme a vivir a la ciudad.

—Eres una mujer polifacética.

—Sí, y además de eso soy una mujer exigente.

—¿En qué sentido eres exigente?

—Lo averiguarás cuando me conozcas mejor —enigmática.

Salieron del coche. Ella abrió el maletero. Señaló un cesta de mimbre y dijo:

—Cógela. Yo me ocuparé de llevar el mantel y los cojines.

Lo llevaron todo debajo de una tupida encina. Marilyn extendió en el suelo un mantel a cuadritos rojos y negros. José fue colocando encima de él las tarteras con todo lo cocinado por ella: arroz, muslos de pollo, salchichas pequeñas, puré de patata, macedonia de fruta y otra botella de vino sin abrir. Viendo todo aquello, a José, maravillado, se le saltaron lágrimas de felicidad.

—Tienes un auténtico, inocente buen corazón —juzgó ella conmovida con su reacción.

—Sí, lo tengo. A mi madre le traía caramelos de menta (sus favoritos) cuando la visitaba en el asilo donde la tenían acogida —con un matiz de tristeza en su voz.

Marilyn echó un trago de la botella abierta y se la pasó a José que bebió también de ella.

Empezaron a comer y a beber dando muestras de deleite, en especial José que no paraba de elogiar las extraordinarias dotes culinarias de Marilyn, que le sonreía complacida.

Lo poco que sobró lo metieron en las fiambreras y junto con la cesta lo llevaron al maletero. El mantel y los cojines los colocaron en un lugar donde crecía una alfombra de hierba. Allí tumbados el uno al lado del otro se echaron una buena siesta. Mientras ellos descansaban el cielo se fue cubriendo de nubes negras y el aire cargando de humedad.

La primera en despertarse fue Marilyn. Quedó observando a su compañero de pícnic y le inspiró agrado la sonrisa que mostraba su rostro. ¿Estaría pensando en ella? Ciertamente la había estado mirando todo el tiempo como mira un hombre a la mujer que desea con ardor. Sucumbió a la tentación de acariciar sus gruesos labios con la yema de los dedos. De sus rasgos toscos, para su gusto, la boca e José le parecía hermosa.

Él se despertó inmediatamente. Amplió su sonrisa. La cogió por los hombros, con fuerza, y la atrajo hacia él. Se besaron con pasión, con ganas. Les gustó. Se enardecieron. Cambiaron caricias cada vez más osadas. Al notar ella la rápida reacción de él, reconoció gratamente sorprendida:

—¡Ah! Aprecio bien que eres muy hombre.

—Y tú muy mujer —deslizada una mano por debajo de la floreada falda de ella.

Les entró la urgencia que espolea a los muy necesitados de cariño sexual. Tardaron poco en librarse de la ropa que los estorbaba y en quedar unidos por sus partes anatómicas, esas partes que los humanos consideran imprescindibles para poder gozar el placer supremo.  

Lograron alcanzar, fácilmente, la explosión extasiante que ambos celebraron con muy claros, audibles gemidos gozosos.

—Ha sido extraordinario.

—Lo mejor de lo mejor.

Se miraron. Chispeaba reconocimiento y ternura en sus ojos.

Se les hizo de noche. Él miró hacia lo alto y observando el cielo cubierto por densos nubarrones dijo:

—Parece como si quisiera llover —apreció.

—A mí acaba de caerme una gota en la cabeza.

Caminaron hacia donde tenían aparcado el vehículo. Iban cogidos de la cintura. La intimidad compartida les había unido. Metieron en el maletero el mantel y los cojines. Como si hubiese estado esperando a que se metieran dentro del coche, la lluvia empezó a caer con fuerza.

—Vaya suerte que hemos tenido. Nos hemos salvado de mojarnos —reconoció ella—. ¿Cómo es la cama que tienes en tu chabola?

—Individual. Una porquería. Se hunde mucho en el centro. Y quizás en este momento se esté mojando. Tengo el techo de mi vivienda enfermo.

—¿Enfermo de qué?

—De goteras.

—Yo no tengo goteras en mi casa y mi cama es de matrimonio.

—Realizarías una obra de notable y elogiable caridad si esta noche, esa cama, la compartieras conmigo.

—¿Tú crees? —en tono divertido ella.

—En nada he creído nunca tan firmemente como creo en esto—convencido él.

Y aquella noche, mientras el cielo se divertía abriendo sus compuertas y dejando caer su contenido, Marilyn y José compartieron la cama de matrimonio. Cama que no se hundía por el centro, y que crujía con gran entusiasmo.

En adelante, cuando Marilyn tocaba el claxon delante de la cochambrosa vivienda, de José, él salía y también salía su vecino Félix el Puerco. Este último, enojado, rencoroso, gritaba al que lo había sustituido en el corazón y en la cama de Marilyn:

—Eres un asqueroso ladrón, me robaste al gran amor de mi vida.

—No te lamentes, fue por tu culpa. Preferiste dedicarle tu tiempo a una caja de cervezas en vez de a la mujer más hermosa de toda esta ciudad.

—¡Cabrón! ¡Mal amigo!

—Adiós, estúpido, corre a acostarte con una caja de cervezas y declárale tu amor.

El ex amante, frustrado, rojo de rabia, se metió en su cuchitril, no porque quisiera acostarse con una caja de cervezas si no para ahorrarse ver como se basaban, apasionadamente, su expareja y su maldito vecino.

(Copyright Andrés Fornells)