JOSE RECOGIÓ UN PERRO Y LO LLAMÓ VAGABUNDO (RELATO)

JOSE RECOGIÓ UN PERRO Y LO LLAMÓ VAGABUNDO (RELATO)

José fue al contenedor de basura a tirar la bolsa con toda la porquería que había encontrado debajo de la cama. Este acto suyo de limpieza él había tardado cinco años en realizarlo. El tiempo que el espíritu de su difunta madre tardó en decirle en sueños: <<Como no limpies debajo de la cama en cuanto despiertes, te enviaré el fantasma de un municipal para que te multe>>.

Atemorizado por esta amenaza, José limpió finalmente debajo de la cama y allí encontró excrementos de rata y también de gato (de ninguno de estos bichos tenía el conocimiento de que hubiesen entrado en su cuarto). También encontró allí dos apestosos calcetines con agujeros, una bufanda con agujeros también, dos cartas de una tal Alfonsina que él no recordaba quien era. No las leyó no fuera a llevarme un disgusto con ellas. Se acordó, en aquel momento, de una prima suya con la que pilló, en cierta Nochebuena, una borrachera de campeonato y con la que no recordado haber hecho nada especial y, sin embargo, ella lo había acusado de haberla dejado grávida. Meses después ella confesó la verdad: que le había echado a José la culpa de su gravidez porque él le gustaba más que Ernesto, su novio, el verdadero culpable de su preñez. Este asunto terminó en boda y todos contentos y silenciadas las malas lenguas.

Junto a los contenedores de basura había un perro. Estaba acurrucado, sucísimo y con una mirada tan triste que José se compadeció de él.

—Es dura la vida, ¿eh, amigo? —dijo mostrándole lástima.

La reacción del pobre animal fue mover su rabo con desmayo. José le sonrió y echó a andar con las manos metidas en los bolsillos para que no se le cansaran. Y de pronto la gente que pasaba por su lado comenzó a gritarle si no le daba vergüenza cuidar tan mal de su perro, que lo tenía más sucio que el palo de un gallinero.

Solo entonces José se dio cuenta de que el perro abandonado lo seguía, tan cerca y manteniendo el mismo ritmo suyo, que todo el que se fijaba en ellos creía que iban juntos.  José se detuvo desorientado. Cayeron sobre él más críticas de los viandantes:

—Lava a tu pobre perro, guarro, que los perros no encogen como algunas telas de prendas chinas.

—Muerto de hambre tienes a tu desdichado animal, desalmado. Dale de comer y lávalo, que va a coger una infección.

—Mereces que alguien te denuncie a la sociedad protectora de animales, ¡asesino!

José llegó a su casa abochornado por todo cuanto le habían gritado, injustamente. Miró al perro detenido a su lado y sin dejar de mirarlo sus ojos melancólicos, y le dijo:

—Voy a lavarte, aunque pasaré asco, y luego te devolveré a la calle. Yo nunca he tenido un perro, ni he querido tenerlo, ni quiero tenerlo ahora. ¿Te enteras?

Lo metió dentro de la bañera y con agua tibia y gel lo lavó hasta dejarlo tan limpio que el can mejoró ostensiblemente.

—Vaya, pues si hasta eres bonito —reconoció el humano—. Y ahora que ya te he hecho el favor más grande que yo he hecho a un animal en toda mi vida, te voy a devolver a la calle.

Como si hubiese entendido al pie de la letra sus palabras, el chucho comenzó a gimotear tan patéticamente que a José le conmovió el corazón.

—No puedes quedarte conmigo. Estoy cobrando el paro y lo que me dan apenas me llega para evitar morirme de hambre. Y tú seguro que no sabes vivir sin comer, por lo que me significarás un gasto que no puedo asumir.

El perro, que había guardado silencio mientras él hablaba, en cuanto calló, reanudó sus lastimeros gimoteos.

José no fue capaz de echarlo a la calle, le puso de nombre Vagabundo y, demostrando gran paciencia y constancia le enseñó algunos trucos, el más llamativo de ellos a bailar sevillanas. Y cuando se le terminó la paguita del paro, José se puso en sus orejas de soplillo las patillas de unas gafas negras se sentó en un lugar céntrico, puso a su lado un cartelito que ponía: Quienes tenéis la inmensa suerte de ver, apiadaros de la desdicha de un pobre ciego que no ve ni torta.  

De vez en cuando José se ponía a cantar y Vagabundo, al que había vestido de flamenca, bailaba con las patitas de atrás en el suelo y las patitas delanteras en el aire.

“A bailar, a bailar y a bailar
Alegres sevillanas, todo el mundo a bailar, a bailar, a bailar y a bailar
Ven conmigo a bailar”.

Durante un par de horas, la generosidad de la gente le permitía sumar en monedas que dentro de una estropeada cestita le echaban personas de buen corazón más de lo que cobraba por el subsidio de paro.

Cuando José daba por terminada lo que él consideraba jornada de trabajo, le quitaba el vestido a su perro, lo guardaba dentro de una pequeña mochila, junto con sus gafas y el cartelito que lo señalaba como ciego, y los dos se daban un buen paseo.

—Vámonos al parque, Vagabundo. Si vas listo puede que encuentres algún hueso que alguien haya tirado por allí.

Vagabundo, igual si entendía lo dicho por él, como si no, respondía con entusiastas meneos de cola.

Una de aquella tarde de paseo por el parque cayó en festivo y, por ello, encontraron allí una gran cantidad de gente. José tenía adquirida la costumbre de mirar siempre dentro de las papeleras. A menudo encontraba restos de comida y se la daba a Vagabundo. En una de ellas encontró medio bollo con un pedazo de hamburguesa dentro.

Estaban muy cerca de un banco. En el banco había sentada una chica. La chica era muy bonita. Estaba leyendo una novelita romántica, a juzgar por su portada, la ilustración de una pareja de enamorados fundidos en un estrecho abrazo.

La desconocida mantenía una postura muy decentita, pues el borde de su falda le cubría las rodillas. José empezó a darme de comer a su mascota lo que había sacado de la papelera. Vagabundo exteriorizaba sonidos de contento mientras su rabo giraba al ritmo de un ventilador cansado.

Llamó la atención de la muchacha el notable contento del can. Dejó de leer para poner toda su atención en él y en su dueño. Se terminó la comida encontrada. Vagabundo se quedó mirando a la chica.

—Le gustas mucho a mi perro —le dije José dedicándole una sonrisa ligona.

—¿De veras? —encantada ella.

—Sí. Dile algo y verás que contento se pone.

Ella no fue nada original.

—Hola, perrito.

Vagabundo reaccionó dedicándole un par de alegres ladridos y movimientos entusiastas de su rabo.

—Sí, se ha puesto muy contento —ella, cándida, ilusionada.

—Te lo dije.

—¿Cómo se llama?

Vagabundo.

—Yo le habría puesto un nombre más bonito —desaprobó ella.

—Es que me lo encontré abandonado junto a unos contenedores de basura.

—Ha bostezado —observó ella—. ¿Significa que tiene sueño?

—No. Significa que tiene hambre. Y yo también la tengo. Se me terminó el subsidio de paro, ¿sabes?, y me he convertido en un pobre sin presente ni futuro.

—Pobrecitos. Me parte el alma ver gente que sufre —se compadeció ella, añadiendo como si lo lamentase—. Tengo que irme ahora —metió la mano dentro de su bolso, sacó del monedero un billete de veinte euros y entregándoselo le dijo a José—: Esto es para que tu perro y tú comáis algo hoy.

José cogió el dinero, le dio efusivas gracias a la joven samaritana y quiso saber:

—¿Qué días sueles venir por el parte? A Vagabundo y a mí nos gustaría muchísimo volver a verte.

—Todos los domingos por la mañana vengo a este parque. Hasta la vista.

Y se alejó sin mover apenas el trasero, todo lo contrario a como lo mueven las chicas provocadoras.

El domingo de la semana siguiente José y Vagabundo enamoraron a Julieta, que así se llamaba aquella romántica muchacha. La enamoraron hasta el punto de que la joven les invitó a vivir con ella y de ella.

Este bienestar les duró al can y su dueño hasta que ella aprobó sus estudios, un mes más tarde, y tuvo que volverse a su pueblo con sus padres.

Los tres se despidieron en la estación del tren, José cantando unas sevillanas, Vagabundo bailando y la muchacha romántica llorando.

(Copyright Andrés Fornells)

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