HA CANTADO LA ALONDRA DIJO ROMEO A JULIETA (RELATO)
La alondra se posó en la rama de un árbol situado muy cerca de la pequeña caseta de maderas muy deterioradas por el despiadado paso del tiempo, pequeño habitáculo en donde Fray Lorenzo, que los había casado en secreto tenía una pequeña huerta. En su interior, en aquellos momentos, se encontraban los dos jóvenes amantes. Romeo abrió la puerta para averiguar si estaba amaneciendo, y al verlo la alondra le canto:
—*Marchaos pitando de aquí, tortolitos, u os darán más palos que a una estera*.
Alarmado, reuniéndose con Julieta, Romeo le dijo a ella que estaba tiritando de frío igual que él, lo que acababa de escuchar salido del pico del ave madrugadora.
—Vistámonos rápido —apremió Julieta, temblando, además, de miedo, y recogió sus ropas que había dejado colgadas de una gran alcayata oxidada.
Romeo cogió las ropas suyas de otra gran alcayata oxidada también. Acababa de ponerse los pantalones cuando sonó su teléfono móvil. Leyó el mensaje enviado por su amigo Mercucio y, aterrado, le comunicó a su idolatrada amante:
—¡Qué Dios se apiade de nosotros, Julieta! Tus padres y los míos se han unido, subido en un taxi y vienen hacia aquí, y nos van a matar por la locura nuestra de amarnos a pesar de habérnoslo ellos prohibido infinidad de veces.
—¡Aprisa, aprisa! —gritó ella aterrada, ajustándose el corsé—. Si nos encuentran juntos no tendrán piedad de nosotros.
Se vistieron en un tiempo récord. Salieron del pequeño cobertizo. La alondra les cantó, premiosa:
—“Aligerad, u os van a zurrar de lo lindo la badana, parejita de enamorados”.
Los dos adolescentes corrieron hacia donde habían dejado aparcado el ciclomotor. Romeo le dio repetidamente al pedal, pero el pequeño vehículo se negaba a ponerse en marcha. La desesperación se fue apoderando de los dos jóvenes. Romeo tuvo que decidirse por la única posibilidad que les quedaba de poder escapar:
—Tendremos que ir hasta esa cuesta abajo que tenemos cerca de aquí, tú empujar la moto por la parte de atrás y seguramente cuando coja un poco de velocidad conseguiremos que funcione.
Lo hicieron así. Juliette empujó con todas sus fuerzas la máquina rebelde y ésta se puso en marcha, pero a costa de que ella se cayera y se hiriese ambas rodillas. Se puso en pie y, valientemente se quitó el polvo de la falda mordiéndose los labios para no gemir de dolor.
Romeo había realizado medio giro y estaba de nuevo junto a ella. Julieta ocupó el asiento de atrás, y Romeo salió disparado por aquella pronunciada bajada.
—¿Estás bien, Julieta? He visto que te levantaban del suelo —se interesó el muchacho.
—Me caí y me he hecho sangre en una de mis rodillas —se lamentó ella, sufriente
—Ay, amor, en cuanto yo pueda, esa dulce sangre tuya te la quitaré a besos.
—Oh, Romeo, te quiero tanto, tanto, que moriría por ti.
—Oh, Julieta, te quiero tanto, tanto, que también yo moriría por ti.
La sombra agorera de la segadora de vidas mostró su siniestra mano tapando en aquel momento el sol que acababa de aparecer en lontananza.
Los padres de los huidos llegaron a la caseta que Fray Lorenzo tenía en su huerta.
—Como le dé por llover, mi mujer y yo no hemos traído paraguas —lamentó el señor Montesco al apreciar aquella repentina acumulación de nubes.
—Tampoco nosotros hemos traído uno —reconoció la señora Capuleto mientras su marido se sacaba de su barrigón cervecero el grueso cinturón deseoso de darle a Romeo correazos hasta dejarlo sin piel.
El primero en abrir la puerta del pequeño cobertizo fue el señor Capuleto y al verlo vacío comenzó a lanzar maldiciones. Cuando el señor Mostenco llegó a su lado y vio lo mismo que estaba viendo su ex máximo enemigo, maldijo con la misma furia.
La alondra que seguía posada en la misma rama del árbol se burló de todos ellos cantando:
—“Se fueron los enamorados en busca de otro nido en el que poder continuar amándose igual de locamente”.
El señor Mostenco que había entendido su canto, le dijo al señor Copuleto, señalando al ave:
—Ese pajarraco se está burlando de nosotros.
—Conque burlando, ¿eh? Pues vamos a apedrearlo.
Mientras ellos recogían piedras, la alondra, que había escuchado sus intenciones salió volando mientras cantaba, choteándose de ellos:
—“Adiós con el corazón, que con el alma no puedo…”
Horas más tarde el sol le hizo un buen agujero a las nubes y apareció de nuevo esplendorosamente sonriente. Los Montenco y los Copuleto rabiosos y frustrados bebían juntos una botella de vino Resignación.
Romeo y Julieta había encontrado una caseta mucho más espaciosa que la de Fray Lorenzo, y además tenía instalado un excelente aparato de calefacción.
Cumpliendo su compromiso, Romeo limpio con sus besos la rodilla lastimada de Julieta. Y tenía tantos besos almacenados que pudo prodigárselos toda la noche y todavía le sobraron algunos para la mañana siguiente.
Por si a algunos le alcanza la curiosidad para preguntarme qué fue de la alondra, no se preocupen por ella que yo la tengo conmigo y, cuando está inspirada, me cuenta cuentos.
Y colorín colorado...
(Copyright Andrés Fornells)