GRANDES AMIGOS (MICRORRELATO)
Agustín el Puerco y yo éramos muy buenos amigos. El apodo, a él le venía heredado de su abuelo por haberse dedicado aquel buen hombre, profesionalmente, a matarlos cerdos cuando se lo encargaban sus dueños.
Agustín y yo corríamos juntos estupendas aventuras: robábamos fruta, tocábamos timbres de casas y salíamos corriendo a escondernos, pinchábamos continuamente las ruedas de la bicicleta del alguacil en venganza por haber multado, el autoridad, al padre de mi amigo, por haberse él llevado, a su casa, un banco de madera del Paseo de las Palmeras propiedad del ayuntamiento (o sea un banco que era de todos los ciudadanos, como defendió quien se había apropiado de él, y empleaba teniendo la intención de devolverlo después de haberlo disfrutado durante un corto periodo de tiempo, para que acto seguido lo disfrutase otro contribuyente), etc.
Agustín el Puerco y yo, cuando contábamos ocho años nos fabricamos una pipa cada uno. La cazoleta era un pedazo de caña gruesa cortada a corta distancia del nudo, y el caño otro pedazo de caña largo y fino. Su abuelo poseía una parcelita de terreno en la que, entre otras muchas cosas, cultivaba unas plantas de tabaco para fumarlo él y sus familiares. Las grandes hojas de esta planta las colgaba de unos hilos en el techo del pasillo de su casa para que el aire que entraba por la puerta abierta que daba al patio, las secara.
Agustín el Puerco y yo, deseosos de imitar a los mayores, una mañana en que no había nadie en su vivienda nos fumamos sendas pipas de aquel tabaco. El humo nos irritó la garganta, lleno de lágrimas nuestros ojos y nos revolvió el estómago en tal medida que los dos vomitamos hasta el alma. Con esto sufrimos un ejemplar escarmiento. Tan ejemplar que ninguno de los dos hemos vuelto a fumar en toda nuestra vida.
Y en cuanto a nuestra estrecha amistad, Agustín el Puerco y yo la rompimos de adultos porque a los dos nos gustaba la misma chica: Encarnita. Encarnita era hermosa y muy coqueta y jugaba con nosotros.
Al final Encarnita no fue para ninguno de nosotros dos porque ella prefirió a Tomás, al hijo del aguacil que multó al padre de mi amigo por el robo del banco de madera y nosotros nos divertíamos pinchándole las ruedas de su bicicleta. Y Encarnita prefirió a Tomás porque él era el chico más guapo de nuestro barrio. Por esta preferencia suya, a Encarnita, a espaldas suyas, Agustín y yo la criticamos que no había por dónde cogerla.
Encarnita eligió mal, porque su guapo Tomás le fue continuamente infiel, y ella tenía todo el tiempo las lágrimas en los ojos y el sufrimiento en el corazón.
El desengaño amoroso que mi amigo y yo tuvimos con ella nos sentó tan mal que decidimos hacernos frailes. Pero aquella vida tan inactiva, tranquila, de rezo y meditación no iba con nosotros y nos salimos del monasterio.
Ahora, Agustín el Puerco se ha hecho político y yo trabajo porque sigo siendo amigo suyo, y colaboro en esa estupidez de mantener y permitir se enriquezcan los políticos, porque si en este país no trabajamos unos cuantos, la Economía se iría al garete. Y si finalmente ocurre eso, que la Economía se va al garete, entonces sí dejaré de ser amigo de Agustín el Puerco, el resto de mi vida, pues la amistad es como un caramelo en la puerta de un colegio que, milagro sería durase eternamente allí sin que se lo llevase alguien.
(Copyright Andrés Fornells)