FATÍDICA INTERVENCIÓN DEL DESTINO (RELATO NEGRO)

FATÍDICA INTERVENCIÓN DEL DESTINO (RELATO NEGRO)

FATÍDICA INTERVENCIÓN DEL DESTINO

(Copyright Andrés Fornells)

       Brenda Owen tenía 35 años. Era una mujer atractiva y se conservaba en buena forma; buena forma que debía en buena medida a las tres veces por semana que asistía a un gimnasio. Asistencia que había abandonado temporalmente por culpa de la repentina mala salud de David Owen, su esposo, al que había cuidado durante su convalecencia.

      Esta desgraciada circunstancia motivó que Brenda Owen se planteara, cuando su marido se sintiera algo mejor, separarse de él y dejar su trabajo de taxista, del que se quejaba todos los días.

       ─No lo soporto más. Especialmente cuando me toca el turno de noche en que, además de la angustia que significa trabajar a horas tan peligrosas, tengo que aguantar a los borrachos que intentan propasarse conmigo. Y lo de anoche fue ya el colmo. Un tío asqueroso tomó asiento a mi lado y, antes de que yo tuviese tiempo de pedirle que ocupara uno de los asientos de atrás, el muy cerdo metió su sucia mano entre mis muslos y me dijo que le llevara a su casa que me daría doscientos dólares por acostarme con él. Recibí varios golpes suyos antes de conseguir, empleando todas mis fuerzas echarlo fuera de mi coche. Voy a dejar el taxi, voy a dejarte a ti y voy a emprender una nueva vida. Estoy harta. ¡Harta!

        Culminó ella este desahogo con una serie de sollozos. David, estrechándola entre sus brazos, le pidió, desesperado, sintiendo una fuerte taquicardia que le hizo temer fuera a sufrir un nuevo infarto:

       ─No me dejes, Brenda. Te lo suplico. Me mataría la tristeza. Nuestra suerte va a cambiar. Te juro que va a cambiar.

       ─Eso dices siempre que me ves abatida y desesperada. Y ya me cansé de esperar que algo cambie en nuestra vida, como no sea para peor.

       ─Dame dos semanas de tiempo. Si en dos semanas no consigo que nuestra vida cambie para mejor, entonces márchate y déjame.

       ─No te he dejado ya por lo de tu enfermedad —le recordó ella.

       ─Lo sé, lo sé, mi vida… No merezco que seas tan buena conmigo. Espera dos semanas y verás cómo mejora nuestra vida.

       ─Voy a refrescarme la cara. Debo estar feísima con los ojos enrojecidos.

       David la siguió con la mirada. Con ese cuerpo tan hermoso, esa elegancia de movimientos y esos abundantes cabellos rubios naturales, su mujer encontraría multitud de hombres dispuestos a ofrecerle lo que no era capaz de procurarle él. Los celos le dieron un fuerte mordisco en las entrañas. Y se afianzó en lo que ya sabía: debía mejorar rápido, en lo económico, para conservarla a su lado

      Le habían dado el alta para el día siguiente, lunes. Y ese lunes regresó a la empresa donde llevaba trabajando más de quince años. Sus compañeros le saludaron, afables, y se interesaron por su salud. Él, forzando un optimismo que estaba muy lejos de sentir, bromeó:

      ─Mi corazón y yo hemos hecho un buen trato, sobre todo para mí. El latirá durante cuarenta y cinco años más y yo lo trataré con muchísimo mimo. Dejaré de fumar y de beber vino durante las comidas e intentaré de nuevo rezarle a Dios.

       Bradley Jones, el director, lo recibió con la deferencia que siempre empleaba con él. Llevaban muchos años junto y mantenían entre ambos un trato exquisito.

       ─¿Estás bien del todo, David? ─se interesó su superior ─. Te veo muy pálido.

       ─Es lógico que esté pálido —quitándole importancia el aludido—. Han sido tres semanas de reclusión en el hospital sin que me diera un minuto el sol.

       ─Bien. Tu secretaría te pondrá al corriente y, si en algún momento encuentras que te sientes mal, te vas para casa, que la salud es lo primero.

       David le agradeció su interés, sintiendo vergüenza por lo que él pensaba hacerle.

        Al terminar su jornada, en vez de regresar directamente a su casa, como tenía por costumbre, David se fue a ver a Alexander, un antiguo amigo que le debía algunos favores, entre ellos que él, años atrás, antes de casarse con Brenda, le prestase el dinero que necesitaba para pagar la fianza que le libró de ir a la cárcel por una malversación de fondos que había realizado.

       Una vez dentro del confortable apartamento del hombre que él había favorecido, mientras tomaban unos refrescos conversaron sobre temas de actualidad durante algunos minutos y luego David le reveló el motivo principal de su visita:

       ─Alexander, tienes que conseguirme una pistola. Sé que tienes amistad con personas poco recomendables que pueden procurártela.

       El otro se lo quedó mirando sorprendido y finalmente trató de sonsacarle:

       ─Pero, ¿para qué quieres tú una pistola, David?

       ─No hagas preguntas y consíguemela. Es urgente. Por favor.

       Su actitud totalmente suplicante era algo nuevo en él.

       ─Pareces desesperado —apreció su interlocutor—. No será para suicidarte que quieres una pistola, ¿eh, David?

       ─Las posibilidades de que me suicide serán muchas si no me la consigues.

        ─¡Vaya! La cosa parece grave. Bueno haré todo lo que pueda. Te llamaré si la consigo.

        ─Por favor, Alexander, consígueme un arma. Me urge muchísimo.

        —De acuerdo. Haré lo que pueda. Te lo debo —queriendo tranquilizarle.

        Se despidieron con un fuerte apretón de manos. Alexander recurrió a una persona perteneciente al lumpen neoyorquino y, dos días más tarde llamó a David por teléfono y le anunció:

       —Ven a mi casa esta noche, cuando salgas de tu trabajo, Tengo para ti lo que me pediste

       David, conmovido, le dio las gracias:

       ─Alexander, estaré en deuda contigo el resto de mi vida.

       ─No digas tonterías. Un favor, con otro favor se paga. Espero que no estés pensando cometer alguna acción de la que te arrepientas el resto de tu vida, y de la que yo me sienta culpable también ─zanjó el otro.

       En la empresa donde David prestaba sus servicios desde hacía década y media, el personal directivo trabajaba cuatro horas por la mañana y cuatro por la tarde. De diez a catorce horas, y de dieciséis a veinte.

       A las dos de la tarde, terminado el primer turno, David subió a su coche y condujo hasta su casa a la que llegó antes de transcurrida media hora. Su mujer, esa semana trabajaba por la tarde y, como acostumbraba cuando tenía este horario, le había dejado el almuerzo preparado dentro del horno puesto al mínimo para que se mantuviera caliente para él. Ella había preparado gulash y dejado un plato lleno para él. David lo cogió con los guantes de cocina para no quemarse y lo llevó hasta la mesa. A Brenda, que era una excelente cocinera, le había quedado muy rico el gulash en el que ella sustituía la carne de caballo que lleva esta especialidad húngara, por carne de ternera.

David no llegó a comerse ni un tercio de la comida que su mujer le había preparado. La angustia y el miedo que sufría le habían quitado el apetito. Metió lo que le había sobrado dentro de una bolsa de plástico, y lo colocó en el fondo del cubo de la basura para que su mujer no se disgustara viendo lo poco que había comido. Trató, el tiempo que todavía le quedaba para incorporarse de nuevo a su trabajo, de distraerse viendo la televisión, pero el hervidero de atormentadores pensamientos que poblaban su cabeza no le permitieron enterarse de lo que sus ojos estaban viendo.

        A las tres y media colocó en el bolsillo interior de su abrigo la pistola que le había conseguido Alexander y consideró, entregándose al pesimismo: “Al final puede que te utilice, tal como él parece temer, para volarme los sesos”.

         En la empresa, cuando faltaban dos días para que terminara el mes, comenzaban a preparar las nóminas de todos los empleados. Los muchos años de realizar esta misma tarea la habían convertido en rutinaria, pero no por ello desprovista de concentración y esfuerzo.

        A las ocho de la noche David se sentía completamente agotado. Le había cundido el trabajo y cuando a las ocho y cinco, habiéndose marchado ya la totalidad de los empleados, el director vino a preguntarle cómo iba todo, respondió:

        ─Voy a quedarme un ratito más. Quiero dejarlo todo terminado, y así el lunes podríamos comenzar con el inventario general.

        ─No abuses ─afectuoso su superior─. Piensa en tu salud. Estás todavía convaleciente. 

        ─Sólo estaré unos pocos minutos más y me iré ─procurando disimular el desasosiego que le circulaba por dentro.

       ─Bien, buenas noches y hasta mañana, David.

       ─Sí, hasta mañana, Bradley.

       David esperó diez minutos, en los que no hizo nada aparte de repasar mentalmente, por enésima vez, el plan que creía tener muy bien elaborado. Finalmente, descolgó de la percha su abrigo y se lo puso. Con ambas manos se tentó el contenido de los bolsillos exteriores. Dentro del izquierdo llevaba la pistola conseguida y, en el derecho una linterna. En el bolsillo interior izquierdo llevaba el revólver y, en el derecho, la linterna. Pensó en su mujer. Le quedaban una hora y cuarenta y cinco minutos de servicio. Confiaba en que todo le saliera bien y poder llegar a su casa algún tiempo antes que ella.

       Abandonó el despacho y se dirigió a la salida principal. El vigilante de noche, que llevaba uniforme e iba armado con una pistola colgada del cinturón, lo saludó, deferente, al pasar por delante de la garita donde él se encontraba. Y para demostrarle lo eficiente que era, añadió al saludo, que él era el último que quedaba en el edificio.

       ─Gracias. Siempre tan competente usted, Thomas —elogió David eludiendo su mirada temiendo que este sagaz vigilante pudiera leer en sus ojos las intenciones que albergaba.

       David salió a la calle. Se subió el cuello del gabán al sentir en el rostro una bofetada de aire frío. Un aire frío y contaminado que entró en sus pulmones despertándole malestar. “Últimamente todo me afecta. Siento ahora mismo que me cuesta respirar. Pero mi corazón parece mantenerse tranquilo. Para mí esto es lo más importante”.

El edificio de la empresa hacía esquina. David la dobló y dados media docena de pasos se detuvo delante de la puerta de hierro que daba a la parte trasera de la gran nave industrial. Él tenía la llave de esta puerta. Engrasada por él recientemente la cerradura, pudo abrirla con facilidad. Entró y volvió a cerrarla tras él. Había encendido la linterna y con mano ostensiblemente temblorosa fue iluminando su camino procurando no chocar con la maquinaria y otros muchos objetos guardados allí. Llegó delante de la puerta del ascensor. Dudó. Éste tenía sus años y por ello algún ruido hacía. Pensó en el vigilante, en la posibilidad de que lo oyese. El vigilante iba armado y todos le tenía por un hombre con agallas. También él iba armado y se sabía capaz de, en caso de creerlo necesario, de usar su arma.

        Lo más conveniente para él habría sido subir por las escaleras, pero su corazón respondía fatal al esfuerzo físico. Correría el riesgo de subir en el ascensor. Las puertas hicieron un poco de ruido al cerrarse con él dentro. Un ruido que, por lo tenso y nervioso que estaba lo encontró atronador. Pulsó el botón de la segunda planta. De pronto se dio cuenta de que estaba traspirando y el sudor que cubría su cara era frío. Ahora si comenzó a sentir alterado su corazón. Justifico: “Es normal. Estoy a un paso de pasar de persona honrada a persona delincuente”.

       Se detuvo el ascensor, salió y dirigió sus pasos a la oficina que había abandonado diez minutos antes. Jadeaba muy fuerte, notaba flojedad en sus piernas y opresión en su pecho. Abrió la puerta del despacho del director. Al fondo de él se hallaba la sólida caja fuerte, dentro de la que se encontraban en aquel momento ciento ochenta y tres mil dólares y sesenta centavos, la cantidad que sumaba la totalidad de las nóminas. Lo sabía a la perfección pues él la había contado dos veces.

Solo dos hombres tenían acceso a esa caja fuerte: el director y él. Ambos poseían una parte de la combinación que el otro debía ignorar. Pero eran muchos los años que trabajaban juntos, su confianza había ido creciendo y en un par de veces él había tenido ocasión de averiguar la parte de la combinación que, según las normas establecidas por la dirección general, debería ignorar.

        Aprovechando el puente laboral que comenzaba el día siguiente, él y Brenda tenían tiempo sobrado para dejar el apartamento que tenían en alquiler, irse a Brasil con el dinero que él iba a robar, cambiar de identidad y, si por cualquier casualidad eran descubiertos, con este país no existía ningún convenio de extradición, así que estarían a salvo.

        Colocó su linterna encima del escritorio de forma que diera directamente sobre la puerta de la caja de caudales. Le temblaban ostensiblemente las manos mientras haciendo girar el dial marcaba las dos combinaciones. Sudaba cada vez más. Escuchó uno tras otro los suaves chasquidos de cada parada que hacía. Finalmente, tiró de la palanca y, sin dificultad, la gruesa puerta de acero se abrió.

       David soltó un hondo suspiro. El pequeño esfuerzo realizado lo había dejado agotado. Fue metiendo el dinero en una bolsa que llevaba bien doblada en otro bolsillo interior de su abrigo. Era fina, pero fuerte. Acalló los continuos ataques de su conciencia diciéndole que una firma tan importante como aquella no se arruinaría con la pérdida de aquella cantidad que iba a llevarse, mientras que él salvaría su matrimonio y le procurará a Brenda la buena vida que ella deseaba y merecía.

        Jadeaba ostensiblemente cuando todo el dinero estuve dentro de la bolsa. El malestar que había comenzado a sentir a medida que se aceraba la hora de cometer su delito, era muy acusado ahora. Su corazón, dentro del pecho sonaba sordo como el golpear de un martillo contra un neumático.

        Había llegado el momento de largarse. Cometió la torpeza de golpear la linterna con el codo y se le cayó al suelo. Soltó una maldición, angustiado por el ruido que había hecho. La recogió con su mano izquierda y cerró la caja fuerte con su mano derecha.

         De pronto se abrió la puerta del despacho y apareció el vigilante. Llevaba su arma en la mano. El hombre quedó paralizado por la sorpresa que le causó verle. Esta momentánea parálisis le perdió, pues dio tiempo a que el desesperado contable reaccionara y sacando su pistola del interior del abrigo dispararle.

         Dos días más tarde, al entrar el director por la mañana en su despacho encontró al vigilante muerto de un disparo y a David Owen muerto también. Los dos con armas cerca de sus manos. Al contable no lo había matado el encargado de la vigilancia, sino su propio corazón. Y por una ironía del destino, al haber quedado la bolsa con el dinero entre los dos, quiso la suerte que triunfara la teoría de que el vigilante había intentado cometer el robo y el fiel contable lo evitó matando al ladrón antes de que el ladrón pudiera matarle a él cuando fue descubierto. Por lo tanto, Brenda Owen recibió además de las condolencias, felicitaciones por haber tenido un marido tan valiente y honrado. Y también una substanciosa recompensa de parte de la empresa para la que su marido había trabajado, fiel y honradamente, durante tantos años.

      

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