ENVENENAMIENTO (LOS CASOS DEL DETECTIVE DIEGO EGARA)
Luisa Carmona, la mujer que me contrató, me había entregado dos fotografías. En una de esas fotografías estaban Yolanda, su hija, una joven muy atractiva, con su novio, sentados ambos en la terraza de un bar. En la otra fotografía, acompañaba a su hija un hombre bien parecido, al igual que su novio, pero posiblemente unos cinco años mayor que aquel; los dos se encontraban sonrientes dándole la espalda al gran surtidor existente en el Parque Central. Este segundo hombre acompañaba a Yolanda la tarde en que ambos tomaban café en la terraza de otro bar y ella cayó al suelo convulsionándose. Varias personas acudieron junto a ella, circunstancia que aprovechó su acompañante para desaparecer. Cuando la ambulancia se la llevó, Yolanda estaba ya muerta.
La autopsia que le hicieron demostró que había muerto por una ingestión de cianuro que había tomado con el café. Y también descubrió que estaba embarazada de pocas semanas. El hombre que estaba con Yolanda, y que huyó cuando la joven cayó al suelo era el principal sospechoso de su muerte, pero fueron pasando los días y la policía no conseguía dar con él.
Interrogados por el inspector al que había sido asignado aquel caso, el personal de la cafetería Redondo, donde había ocurrido aquel deceso, sacó en claro que el veneno encontrado en el café consumido por la víctima, solo pudo ponerlo en la taza de ella, su acompañante, y apoyaba este supuesto la huida de él mientras la atendían. Ninguno de los interrogados conocía al sospechoso, pues era la primera vez que los veían en su establecimiento.
Las dos fotos habían sido hechas con una Polaroid por un fotógrafo callejero y no llevaban nombre ni señas que pudiesen servir para localizarlo y averiguar si podía aportar alguna luz sobre la autoría de aquel crimen.
Inicié mi investigación a la mañana siguiente de haber sido contratado por la señora Luisa Carmona. Estábamos en invierno, cubría el cielo un ejército de nubes negras que, según los que estudian el tiempo y luego lo divulgan por todos los medios de comunicación, no llevaban agua. Mis pulmones, acostumbrados a la humedad y a la contaminación que flotan en el aire de las ciudades grandes y dinámicas ni lo notaban.
Tardé, desde la parada del autobús que me había llevado cerca de allí, solo un par de minutos. Debido a la imposibilidad de encontrar aparcamiento gratis, y los de pago son muy caros, utilizo siempre que puedo los servicios de transporte público.
Me detuve a esperar al novio de la occisa Yolanda delante de la puerta por la que salía el personal del supermercado en que él trabajaba.
Lo reconocí enseguida. Era barbilampiño, su pelo muy tupido lo llevaba peinado con raya en el lado izquierdo de su cara delgada y de pómulos muy altos. Era algo más bajo que yo y también más delgado de cuerpo. Me fui para él de frente, obligándole a detenerse.
—Hola. Tú eres Antonio Alonso, ¿verdad?
—¿Policía? —mostrando él expresión de fastidio.
—Investigador privado.
—Joder, ¿por qué no me dejáis todos en paz de una puta vez? —se quejó.
—La señora Luisa Carmona (que tú conoces bien) me ha encargado investigar la muerte de su hija. Ha transcurrido un mes desde que la asesinaron, y esa buena mujer ha perdido la paciencia y la esperanza de que la policía atrape a su asesino. Por eso ha venido a mí con la esperanza de que yo pueda ayudarle. Y porque quiero ayudarle estoy aquí. No sé si tú te haces cargo de que lo peor que puede sucederle a una madre es perder a una hija en plena juventud porque te la han matado —dureza en mi actitud.
—También yo quiero que se descubra a su asesino, pero nada puedo hacer —ablandándose él—. Ojalá pudiera. Porque yo amaba a Yolanda —se le llenaron de humedad los ojos.
Me pareció sincero.
—¿Te habló ella de haber tenido una relación con otro antes de empezar a salir contigo?
—No. Me dijo que nunca había salido con nadie más allá de una sola vez. Evidentemente me mintió.
—Yolanda estaba embarazada de varias semanas.
Palideció ostensiblemente. Apretó los puños en un gesto de exasperación.
—Quedó demostrado que no la había embarazado yo.
—Ciertamente. Eso podía significar que mantenía una relación con otra persona, posiblemente con su asesino, a la vez que contigo. ¿Tienes alguna idea, por remota que sea de quién puede ser esa persona?
—A esa pregunta he contestado mil veces que no —se le estaban llenando de humedad los ojos—. No entiendo que Yolanda me estuviese traicionando. Yo creía que me amaba tanto como yo a ella —desesperación en su expresión y en su voz.
—Su madre me ha contado que vosotros dos llevabais peleados algún tiempo.
—Tres semanas llevábamos sin vernos cuando ocurrió esa terrible desgracia. Yolanda y yo nos peleamos por una chuminada. Los dos éramos muy cabezotas y nunca dábamos nuestro brazo a torcer. Pero, después de lo que he sabido, pienso que ella buscó romper conmigo para quedarse con el tipo que la había preñado.
—Tú sabes que en la autopsia encontraron cianuro, veneno que le causó la muerte, ¿verdad?
—Claro que lo sé. Y he sabido también que en las farmacias no se puede obtener el cianuro porque no lo venden a la gente.
Yo escrutaba su rostro todo el tiempo. Nada en él delató que no me estuviese diciendo la verdad todo el tiempo. Le entregué, para que la viese, la foto en la que Yolanda estaba con el principal sospechoso de su muerte, los dos junto al surtidor del Parque Central, sonrientes.
—Este es el individuo que estaba con Yolanda en la terraza de la cafetería cuando ella cayó muerta, y que se quitó de en medio mientras varias personas acudían junto a ella. ¿Lo has visto alguna vez? ¿Sabes quién es?
—¡Nunca lo he visto! Y como descubráis que él asesinó a Yolanda, lo maldeciré toda mi vida.
Ahogó un sollozo. Pensé de él que, a pesar de lo ocurrido, posiblemente siguiese amando a Yolanda. Le concedí un par de minutos para que se superara de aquel momento de evidente congoja.
—¿Quién os hizo esta foto en la que estáis la pobre Yolanda y tú? —volviendo yo al asunto que me interesaba.
—Un fotógrafo callejero. Con una polaroid. No tiene mucha calidad la foto, pero él cobraba tan baratas las fotos que hacía que le dimos permiso para que nos fotografiase y le compramos la foto. Foto que se quedó Yolanda.
Pasó la manga de su chaqueta por los ojos mojados. Aspiró la nariz hacia dentro
—La foto que me entregó la madre de Yolanda con ese hombre que la acompañaba cuando ella murió, también se la hicieron con una polaroid, por lo que quizás la hizo el mismo individuo. ¿Conoces su nombre? ¿Dónde puedo encontrarlo?
—No. Supongo que es uno de tantos buscavidas que con esto de la crisis buscan sobrevivir como pueden. Por eso nos la quedamos, la foto, quisimos ayudarle.
Comenzaba a recobrarse de su momento de sentimental debilidad.
—¿Cómo era él?
—Pues poco más o menos de tu estatura. Llevaba el pelo largo. Casi le llegaba a los hombros. Veinticinco o más años. Tenía acento sudamericano. Sonreía todo el tiempo y mostraba, al hacerlo, buena parte de sus encías superiores. Más no recuerdo.
Le di una tarjeta mía y le dije:
—Si recuerdas algún detalle, cualquier cosa que pueda servirme para esclarecer la muerte de Yolanda, por favor, llámame.
—Lo haré.
Una chica se detuvo a dos metros de nosotros. Él le dirigió una mirada cariñosa y me dijo:
—Tengo que irme. Espero que tengas suerte.
—¿Tu nueva novia? —dije señalando a la chica que nos observaba expectante.
—No. Es mi hermana.
—De acuerdo, no olvides lo que te he pedido.
Ellos dos se alejaron y yo me quedé un momento reflexionando, repasando la conversación que acabábamos de tener. Tal como él había comentado, a un ciudadano cualquiera no le sería fácil obtener cianuro de una farmacia. Pero había muchas maneras de obtenerla. El cianuro, algunas joyerías lo empleaban en la elaboración de ciertas joyas, y en la industria cosmética lo usaban para fabricar esmaltes y quitaesmaltes. Me vino mente la asesina tailandesa que había asesinado a un montón de personas con cianuro que conseguía de una hermana suya que era farmacéutica.
A continuación, me dirigí caminando a la cafetería Redondo en la que Yolanda había muerto y su acompañante desaparecido rápidamente. Tuve la convicción de que la policía ya había estado allí y no le había servido de nada. Quizás yo tuviese más suerte.
Me presentí como detective. No me pidieron que lo demostrase. Seguramente creyeron que yo pertenecía a la policía, pues aceptaron mis preguntas sin ofrecerme resistencia ninguna. Reconocieron, en la foto, al individuo pulcro, con traje y corbata que había estado allí con la chica que murió, pero nunca lo habían visto antes ni sabían nada sobre él. Y tampoco había vuelto más al local. Un hombre mayor que vendía lotería, al que también pregunté me dijo:
—A él, estoy seguro, le vendí un décimo un día que paseaba con esa pobre chica por el Parque Central. Parecían muy enamorados. Iban cogidos de la mano y mirándose a los ojos.
—Un fotógrafo que hace fotos con una polaroid les hizo una foto precisamente ahí en ese parque. Usted que se mueve por tantos sitios, ¿ha visto a ese fotógrafo de nuevo en el parque o en alguna otra parte?
—No. No he vuelto a verlo más.
—¿Recuerda si salió premiado el número que le vendió a este hombre de la foto?
—No salió premiado. Llevo casi dos meses sin vender la suerte, pero seguro que estoy a punto de dar un premio gordo. ¿Me compras un décimo?
—No, soy un tipo raro, me encanta ser pobre.
No conseguí arrancarles ni tan siquiera una sonrisa a quienes me oyeron. Posiblemente, no les había despertado simpatía mi gracieta.
Mi próximo objetivo fue el bar Amberes, donde habían sido fotografiados Yolanda y su novio. Les enseñé las dos fotografías. Fracaso total: no recordaron a ninguno de los fotografiados.
—No andan por aquí muy bien de memoria —les reproché.
—Esta cafetería es muy céntrica —justificó el camarero que servía las mesas—. Aquí vienen más de cien personas diarias. Aparte de los asiduos, no tenemos tiempo de fijarnos mucho en los clientes de paso.
—Al que les hizo la foto, ¿sabes dónde podría encontrarlo yo?
—No. Lleva algunos días sin aparecer por aquí. Hacía fotos porque no encontraba trabajo. Quizás lo ha encontrado ya. Por el habla, creo que es argentino.
—¿Alguna idea sobre dónde vive?
—No.
—¿Conoces su nombre por lo menos?
—Sí, se lo pregunté un día. Me dijo que se llamaba Ramón.
—¿Su apellido lo sabes?
—No. Al policía que vino por aquí, haciéndome como tú un montón de preguntas, le di la misma respuesta que te he dado a ti.
Le entregué una tarjeta mía y le pedí me avisara inmediatamente si ese individuo argentino aparecía por el bar.
Recorrí más bares de aquella zona y tuve la suerte de encontrar uno cuyo dueño me dijo:
—Anteayer estuvo aquí ese fotógrafo. Le dejo hacer fotos a los clientes porque es un tío muy educado y discreto. Y todos tenemos derecho a ganarnos la vida como podemos. ¿No te parece?
—Por supuesto.
Le dejé una tarjeta mía y les pedí que si el tal Ramón aparecía por allí me llamase o le dijera que me llamase él a mí:
—Dígale que una pareja a la que él sacó una foto me dio una propina para él y quiero entregársela personalmente.
Pasaba de la dos y cuarto de la tarde. Mi estómago me recordó con sus clásicos ruidos malsonantes lo vacío que se encontraba. Un autobús urbano me dejó cerca del bar Canuto muy frecuentado por mí. Los habituales que comen allí, lo habían hecho ya.
—Hemos hecho paella y algo ha sobrado. Le diré a mi mujer que caliente bastante arroz para llenar un buen plato —me dijo Sebas, el dueño de ese bar.
—Adelante, sin problemas, dijo el inventor del preservativo.
—Los que inventaron la gomita esa y el chupachups se deben haber forrado —supuso él.
—Sí, lo mismo que el que inventó la fregona.
—O el que inventó los bancos.
Cinco minutos más tarde su consorte apareció por la puerta de la cocina. Traía encima de una bandeja un plato humeante, un bollo de pan, los cubiertos y una servilleta de papel.
—Menuda suerte has tenido, Diego —me anunció risueña—. Te ha tocado nada menos que una gamba, una rodaja de calamar y tres coquinas.
—Joder, no había vuelto a tener tanta suerte desde el día en que me bautizaron —bromeé.
—¿Por qué tuviste suerte el día que te bautizaron, Diego?
—Porque debido a la terrible sequía que sufrían por esas fechas, el cura me bautizó en seco.
De los presentes que me escucharon, aquellos que tenían la risa fácil, lo demostraron.
Estaba comiéndome el plátano del postre, cuando sonó mi móvil. El número aparecido en la pantallita era desconocido para mí.
—Sí, ¿diga? —abriendo línea.
—Me llamo Ramón. Hago fotos. En el bar Redondo me han dicho que tiene usted treinta euros para mí —sonó tímida su voz—. Que se los ha dado una clienta para que me los entregue.
—Así es. ¿Dónde podemos vernos?
—Ahora no dispongo de tiempo. Estoy haciendo cosas. A eso de las ocho iré a la Casa de Comidas Almansa. ¿Puede pasarse por allí? Yo no tengo vehículo.
—¿Por dónde está la Casa de Comidas Almansa?
—En la calle Murillo.
—De acuerdo. Procuraré estar allí alrededor de las ocho.
Una mala combinación de autobuses me hizo llegar al lugar de la cita a las ocho y cuarto. Entré en el local. Se hallaba abarrotado. Olía a comida y flotaban en el aire un intenso rumor de voces y sonido de cubiertos. Busqué a alguien que tuviera el pelo largo, detalle que me había descrito el novio de la difunta Yolanda. Vi que un tipo joven que acababa de salir de los servicios tenía el pelo lacio, negro, y casi le llegaba a los hombros. Me fui directo hacia él y le pregunté en tono amistoso:
—¿Eres Ramón, el fotógrafo?
—Sí; ¿eres Diego?
—Soy Diego. ¿Has terminado de comer?
—Hace ya algunos minutos.
—¿Sirven cafés aquí?
—No. No los sirven.
—Te invito a café. En esta misma calle hay una cafetería —le propuse.
Asintió con la cabeza y sonrió. Tal como me lo habían descrito enseñaba él todas sus encías al sonreír.
Una vez sentados en el bar propuesto por mí, mientras esperábamos ser servidos, le enseñé la foto que me había entregado la madre de la joven envenenada, en donde estaban su hija y su novio.
—Esta foto la hiciste tú, ¿verdad?
—Sí. Semanas atrás.
—¿Les hiciste a ellos dos alguna foto más?
—No. A ella sí le saqué una foto con otro hombre joven.
Le enseñé La foto en la que Yolanda estaba con el individuo que huyó mientras la atendían a ella tumbada en el suelo.
—Sí, con este tío. Ahí en el surtidor del Parque Central.
—¿Qué actitud mostraba ella con él?
—Se mostraba muy cariñosa con los dos hombres. Pensé de ella si sería una prostituta. El tío de esta foto no quería que los fotografiase. Pero ella dijo que sí. Les hice la foto. Ella me la pagó y la guardó en su bolso. Él se enfadó mucho. Les dejé discutiendo, aunque lo hacían sin levantar mucho la voz para no llamar la atención, supongo.
—¿Les hiciste más fotos, juntos o separados?
—No ninguna foto más. ¿Por qué me haces tantas preguntas? —empezó a mostrarse molestos—. En el bar Redondo me dijeron que una pareja a la que yo había hecho una foto te había dado dinero para mí.
—Te lo daré enseguida que me contestes a un par de preguntas más —lo tranquilicé a este respecto—. ¿Has vuelto a ver a alguna de estas tres personas? —golpeándome una mano con la fotografías que mantenía sujetas de la otra mano.
—Lo he visto dos veces a él, al que no quería que lo fotografiase.
—¿Dónde lo has visto?
—Dame el dinero que tienes para mí si quieres que te conteste.
—Que pesado eres —lo acusé sacándome 30 euros de la cartera y entregándoselo—. Ahora que ya tienes el dinero dime donde lo viste.
—Lo vi en el lugar donde trabaja.
Cuando me dijo el sitio donde trabajaba el sospechoso lo vi todo muy claro. Le pedí me dijera donde vivía él, pero desconfiando de mí se negó a decírmelo. Dejó su café a medio consumir y marchó rápido hacia la calle. No me vi capaz de retenerlo a la fuerza y averiguar, también a la fuerza, el sitio donde se alojaba. En el fondo estaba muy contento, pues debido a él creía yo tener resuelto, por mi parte, la muerte de la desdichada Yolanda que había querido relacionarse con dos hombres a la vez y lo había pagado con la vida.
Mi tío, el comisario Alvarado, debía estar ya en su casa. Si le pasaba la información de todo lo averiguado por mí, le iba a amargar la noche. Lo dejé para la mañana del día siguiente.
Me acerqué al lugar donde Ramón el fotógrafo, me había dicho trabajaba el sospechoso número uno de la muerte de Yolanda. Me quedé un momento mirando dentro del establecimiento. Visible había solo una mujer bajita y rechoncha con uniforme blanco.
* * *
Desde mi pequeña, deslucida e insignificante oficina, a la mañana siguiente marqué el número del móvil del comisario Alvarado.
—¿Qué ocurre, Diego? —me preguntó enseguida su voz ronca y afable.
Acto seguido le comuniqué lo que había averiguado sobre la asesinada Yolanda Simón y su posible asesino. Cuando terminé de hablar, él se quejó con toda la razón del mundo:
—Joder, sobrino. Como no estoy bastante asfixiado de trabajo, vienes tú y me sumas otro más.
—Vale, pues ignore este asunto. Yo, no poseo medios para que ese tipo me confiese que es culpable. Ustedes, que sí los tienen, averiguarán si esa pobre chica, Yolanda Simón fue, como todo parece indicar, envenenada por ese tipo que yo he localizado.
—Siempre especulando, ¿eh, Capricornio?
Debía procurarle cierto placer mencionar mi signo del Zodiaco, porque lo hacía con cierta frecuencia.
—Mejor Capricornio que ser Piscis, como usted, y no saber nadar.
—Me están entrando unas ganas de meterte en el trullo por desacato a la autoridad, que no te lo puedes ni imaginar.
—Hágalo y tendrá que enfrentarse a paraguas de mi madre.
Nos despedimos con una risa medio ahogada. En lo del paraguas habíamos recordado ambos el hecho de que un maleante había intentado quitarle, por el método del tironazo, el bolso a mi madre y ella lo había evitado rompiéndole un paraguas en la cabeza.
No llamé ese día a Luisa Cardona, la mujer que me había contratado. Lo hice tres días más tarde cuando el comisario me comunicó que el hombre que había asesinado a su hija había reconocido su crimen. El hecho de ser farmacéutico le permitió conseguir cianuro sin problemas. Había matado a la joven Aurora porque ella, a pesar de estar embarazada de él no quiso casarse con él porque, aunque de momento estaban peleados, ella, a quien amaba de verdad era a Antonio Alonso, el joven empleado de supermercado. El comisario después de procurarme esta información me pidió un imposible teniendo en cuenta la profesión que yo ejercía:
—Por favor, Diego, no me des más trabajo, hombre. Dedícate a las infidelidades, a la busca de familiares perdidos, a encontrar padres biológicos de personas adoptadas. Ya me bastan con los delitos que a diario se cometen en todas partes de esta ciudad.
—De cuerdo. De ahora en adelante dejaré que todos los asesinos que descubra sigan matando.
—Eso tampoco —rechazó él.
—Señor Juan, perdone que se lo diga, pero es usted una persona contradictoria.
—Adiós, sobrino. No quiero escucharte más. No quiero terminar aborreciéndote.
Colgó él tan rápido que no tuvo tiempo de escuchar mi carcajada divertida.
(Copyright Andrés Fornells)