ELLA LE ENTREGÓ SU DIARIO ÍNTIMO (MICRORRELATO)

ELLA LE ENTREGÓ SU DIARIO ÍNTIMO (MICRORRELATO)

Mi tío Carmelo, hermano mayor de mi difunto padre era un abogado brillante. Nosotros le tratábamos poco porque él pertenecía a una clase social muy superior. Se codeaba con las personas más ricas e influyentes de nuestra ciudad. Poseía un magnífico chalé y un afamado despacho en la parte más céntrica de la urbe, mientras mi buena madre y yo vivíamos en el suburbio en un piso viejo y deteriorado, cuyo alquiler se llevaba una buena parte del modesto salario que ganaba mi buena madre en una fábrica textil, y yo repartiendo pizzas subido en un motocicleta, el tiempo que me dejaban libre mis estudios en la universidad.

Las diferencias económicas y sociales existentes entre nuestras familia motivaba que nosotros apenas nos tratásemos con él.

Cuando murió mi tía Concha, una hermana de mi madre, ella me encargó se lo comunicase a mi tío Carmelo por si quería asistir a su sepelio.  

Llegado yo allí, al despacho de mi tío Carmelo, su secretaria me dijo que mi tío estaba siempre extremadamente ocupado y tendría que consultarle si podía recibirme o no. Por el teléfono interior ella le dijo mi nombre, apellidos y mi deseo de verlo. Él consintió enseguida en verme y ella me llevó a su amplio, lujoso despacho.

A mí me impresionó aquel hombre que me pareció algo mayor que mi madre, elegantemente vestido, con un rostro muy bien rasurado, con una cabeza donde cada pelo ocupaba su importante sitio y cuyos ojos inteligentes me examinaban como si fuese un tasador que fuera a determinar si comprarme o no.

Con mi voz que yo deseaba fuera firme, y que en contra de mi deseo me salió temblorosa, le comuniqué la luctuosa noticia que le traía. Él me agradeció le comunicase en persona aquel triste hecho, me aseguró que acudiría al sepelio y mostrándose amable todo el tiempo me dijo:

—Un día que nos encontramos en la calle, tu madre y yo, me dijo que tú estás estudiando Derecho.

—Así es.

—¿Estás sacando buenas notas?

—Sí, estos sacando buenas notas —respondí con modestia pues estaba sacando matrículas de honor.

—Cuando tengas el título ven a verme y si llegamos a un acuerdo te ofreceré un empleo.

—Muchísimas gracias. Vendré a verlo.

Él tenía un daguerrotipo encima de su magnífica mesa-escritorio. Me llamó la atención pues encerraba la fotografía de una mujer de armoniosas facciones y dulce mirada. Él se dio cuenta de mi interés y con una espontaneidad que me conquistó dijo:

—Es Águeda, mi mujer.

—Su rostro irradia bondad —reconocí impresionado.

—Es una mujer maravillosa —aseguró sorprendiéndome con esta franca información.
—Debe serlo —acepté sonriéndole a mi vez, agradecido por aquella muestra de confianza y sinceridad conmigo.

—Yo tenía pocas ganas de casarme, ¿sabes, sobrino? Me encontraba muy cómodo en mi soltería. Era libre para ir y hacer lo que me venía en gana. Empecé a salir con ella, que era la secretaria de un colega, como había salido con otras mujeres, para pasar un buen rato. Pero me di cuenta muy pronto de que Águeda es una persona muy especial. Y me lo demostró un día, cuando habíamos comenzado a enamorarnos, entregándome su diario íntimo y diciéndome: “Léelo y así podrás conocer como soy también por dentro y decidir nuestro futuro”. Leí su diario, de un tirón, y con su lectura descubrí la persona tan maravillosa que ella es.

—Ha tenido mucha suerte, tío Carmelo —reconocí yo, que a pesar de lo muy joven que era ya había sumado un par de desengaños amorosos—. Con la primera chica que me dé a leer su diario íntimo, me casaré —dije poniéndome en pie y despidiéndome de mi encumbrado pariente con un fuerte apretón de manos.

Ninguna de las mujeres que iba conociendo, si poseía un diario íntimo quiso dármelo a leer, privándome con ello de poder conocerlas "por dentro y por fuera".

El año en que terminé mi carrera, como mi tío y yo no habíamos vuelto a vernos, entré a trabajar en el bufete de una firma de abogados cuyo director vino a la universidad a por mí valorando mis excelentes notas.

Pocos meses más tarde un camión chocó con el coche de mi tío Carmelo matándolo en el acto. Una voz joven llamó a mi teléfono móvil y en tono afligido me comunicó este terrible suceso.

Le pregunté, anonadado, si estaba hablando con Águeda, su mujer.

—No, soy Gina, la hermana pequeña de Águeda.

—Gracias por avisarme. Estoy profundamente apenado. Dile a la señora Águeda que la acompaño en su dolor. Nos veremos en el entierro.

Fue un sepelio multitudinario. Eran muchos los clientes y conocidos que el fallecido tenía. Reconocí inmediatamente a su desconsolada mujer por el daguerrotipo que había visto en su despacho. Le dije quién era yo y, conmovida por el sentimiento de dolor que yo mostraba me presentó a Gina, su hermana menor que debía tener más o menos mi edad y que totalmente vestida de negro como iba, me pareció extraordinariamente hermosa. Después del sepelio estuvimos ella y yo un rato charlando y Gina me gustó tanto que temiendo no poder verla nunca más cuando nos separásemos le propuse para vernos un día y hablar de poesía una afición que los dos habíamos descubierto compartíamos.

Tuvimos un encuentro y nos gustamos tanto que empezamos a salir juntos frecuentemente. A las dos semanas nos amábamos ya, pero no nos lo habíamos declarado todavía. Una noche que nos encontrábamos cenando en un restaurante romántico le dije:

—Si me dieras tu diario íntimo, como hizo tu hermana Águeda con mi difunto tío Carmelo, me demostrarías que compartes el inmenso amor que yo te tengo.

Ella se quedó pensativa, dándome la impresión de que yo le estaba pidiendo algo que a ella la molestaba profundamente. Pero al final dijo:

—Te lo entregaré mañana. Dime donde.

—¿Te parece bien en tu apartamento? —yo seguía viviendo con mi madre y prefería tuviésemos un encuentro en su vivienda.

—Me parece perfecto —concedió.

Se me hizo muy larga la espera. ¿Puede un hombre disfrutar de una experiencia mayor a la de poder ver lo que realmente piensa la mujer que lo ha enamorado?

Ella me recibió vestida, expresamente para mí, muy sexi. Mientras la contemplaba embelesado cerré la puerta con el pie, la cogí por los hombros y comencé a besarla. Nos excitamos mucho, pues ella me devolvió los besos y las caricias.

Demostrando que poseía mayor control que yo dijo separándose de mí:

—¿No quieres ver mi diario íntimo?

—El diario puede esperar, él no te ama tanto como te amo yo.

—Cálmate, mi amor, primero el diario y después decides si me sigues queriendo.

Entramos ya en su dormitorio. Su perfume lo impregnaba todo. Lo aspiré con deleite, ardía de pasión. Ella me entregó un precioso libro que tenía encima de la mesita de noche. Luego tomó asiento en el lecho y con toda intención permitió que la falda se le quedase subida hasta casi las ingles dejando expuestas la totalidad de sus magníficas piernas de mujer que practica varios deportes.

Con una sonrisa burlona me preguntó:

—¿Qué esperas? Ya tienes el diario íntimo mío que me pediste.

Procuré ser todo lo paciente que ella me pedía. Me temblaban las manos al abrir el libro. Sorprendido a medida que iba pasando hojas le dije:

—Pero si no tienes nada escrito en él.

—Claro que no. Si me amas tanto como dices los dos escribiremos en él nuestra historia de amor.

Y eso fue lo que hicimos y seguimos haciendo desde hace ya un montón de felices años.

(Copyright Andrés Fornells)

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