ELLA DORMÍA SIN PIJAMA (RELATO)

ELLA DORMÍA SIN PIJAMA (RELATO)

Hace algunos meses me hallaba en el aeropuerto de Barajas esperando pasara el tiempo que faltaba para embarcarme en un vuelo que me llevaría a Roma. Unos buenos amigos míos que viven allí me habían invitado a pasar las entrañables fiestas navideñas en su compañía.

De pronto alguien pronunció mi nombre. Sorprendido me giré en la dirección que había sonado aquella voz y, a pesar de los muchos años transcurridos desde la última vez que nos habíamos visto, reconocí al que me había llamado y venía a paso ligero hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja.
—Vaya, Abelardo, llevábamos por lo menos un siglo sin vernos —le saludé mostrando parecida alegría a la que expresaba él.
Nos dimos un recio abrazo acompañado de afectuosas palmaditas en la espalda. Una eternidad atrás Abelardo y yo habíamos mantenido una estrecha y sincera amistad. Luego él se vino a Madrid y perdimos todo contacto.
Abelardo me preguntó inmediatamente qué hacía yo en este afamado, enorme aeropuerto madrileño. Los dos nos mirábamos a los ojos con afectuosa atención, buscando ese brillo tierno, fraternal que una vez compartimos.
Le expliqué a dónde iba y que seguía trabajando de traductor y además, a ratos perdidos, escribía alguna que otra novela cumpliendo con ello esa poderosa pasión por la literatura que arrastro desde mi niñez.
—¿Y tienes éxito? —con un interés en su mirada en la que se mezclaban, a partes iguales, la ilusión y la admiración.
—Bueno, no puedo quejarme; para comprar estas fiestas una caja de polvorones y dos barras de turrón me llegará —respondí entre modesto y sincero.
Él me contó entonces que llevaba ocho años trabajando en Barajas, en la sección de control de equipajes y justo acababa de terminar su turno.
—No puedo quejarme, amigo mío. Otros se las ven canutas para poder llegar a final de mes, y yo también —demostrando forzado buen humor y heroica resignación—. ¿Tienes tiempo para que nos tomemos un café?
—Lo tengo, mi avión no saldrá hasta dentro de hora y media —le informé tras consultar mi reloj de pulsera.
Nos dirigimos ambos al bar, hermanando los pasos y rozándonos amistosamente los codos. Adquirimos dos cafés con leche y ocupamos una mesa vacía. El hecho de dedicarme parcialmente a escribir me ha convertido en una persona curiosa y bastante indiscreta. Sin embargo, él se me adelantó preguntando:
—¿Te casaste, Jaime?
Mi condición de modesto escritor me inclina siempre a obtener de los demás la máxima información y procurarles la mínima sobre mi persona.
—Yo sigo soltero como mi padre —repliqué con vaguedad—. Y tú ¿te casaste?
—Sí —empleando él un tono que interpreté como mohíno.
—Recuerdo que siempre decías que no ibas a casarte nunca —dije sacando esta frase del archivo de la memoria—. Que como se vivía bien era estando soltero.
—Ya, pero uno dice tantas cosas cuando es muy joven. Luego, la vida manda —lúgubre ahora.
—¿Tienes hijos?
—Tres, y menuda ruina llevo encima —exasperándose abiertamente.
—Recuerdo que solías decirme que no ibas a traer hijos a este contaminado, podrido, inmoral mundo —le recordé.
—Ciertamente lo decía —admitió manifiestamente amargado—. Pero verás, la culpa de que tenga ya tres hijos es de mi mujer —pasándose, nervioso, una mano por el pelo, ya más gris que negro en las sienes.
—¿Por qué tiene la culpa tu mujer de que tengáis tres hijos? —despertado al máximo mi interés
—Porque ella duerme sin pijama —trató de justificar él.
—Pues dile que se ponga uno.
—No quiere. Le molesta llevar ropa en la cama, dice.
—Pues si no quieres tener más hijos dile a tu señora que tome la famosa píldora.
—Tampoco quiere porque la engorda —cada vez más abatido.
—Pues usa tú profilácticos.
—Ella no me deja. Dice que la hacen daño.
—Pues hazte una vasectomía —empeñado yo en ayudarle.
—No quiero yo, porque sé de alguno que se la ha hecho y ha quedado impotente. Dame un buen consejo, Jaime, tú siempre has sido muy inteligente, sensato y bien predispuesto a ayudar a los amigos.
Me lo quedé mirando apurado, sintiendo hacia él sincera lástima y, finalmente le dije lo único práctico que se me ocurrió:
—Pues la verdad es que, Alberto, el problema que tenéis tu mujer y tú es gordísimo y a mí, lo único que se me ocurre en este momento es aconsejarte que si ella sigue empeñada en dormir sin pijama, te busques otro empleo además del que ya tienes, porque volverás a ser padre más veces y necesitaréis ingresos extra para, a esos hijos, cuidarlos y educarlos.
En el avión a Roma no me abandonó la sonrisa divertida que me había procurado la conversación sostenida con mi antiguo amigo, sonrisa que debió ser tan maliciosa y divertida que una de las bonitas azafatas que me atendió, me entregó, risueña, prometedora la mirada, su tarjeta personal para que la llamara si me aburría durante mi estancia en Roma. Mirándola seductoramente le pregunté:

—¿Sueles dormir sin pijama o con él puesto?

—Con él puesto. Pero no soy alérgica a quitármelo si merece la pena hacerlo.

—Estupendo. Seguro que lo pasaremos maravillosamente juntos.

—Eso mismo pienso yo.

Cuando pasaron las azafatas con los productos de venta compré una caja de bombones y se los regalé a la belleza que me había dicho se llamaba Benedetta.

—Eres un gentleman –me dijo, agradecida—. Nos entenderemos muy bien porque yo soy una dama.

—Soy un gentleman en todo menos en una cosa: duermo sin pijama.

—Me encantan los gentlemen sin pijama.

Nos reímos los dos guiñando un ojo y mordiéndonos el labio inferior.

Mi estancia en Roma, con Benedetta, cuando ella disponía de tiempo, fue la más maravillosa de todas las vividas por mí en la Ciudad Santa.

Al despedirnos pasados quince días, ella me regaló un pijama precioso, y yo a ella dos piezas de ropa interior muy sexi. Y para sellar como merecían los días tan felices vividos juntos, en los ojos de los dos apareció un brillo de lágrimas.

Arrivederci, amore!

(Copyright Andrés Fornells)