EL STRADIVARIUS MISTERIOSO (RELATO)

EL STRADIVARIUS MISTERIOSO (RELATO)

Pedro Albión perdió a sus padres a la temprana edad de ocho años y fue recogido por su tío paterno, Jeremías Albión, un acaudalado solterón y empedernido mujeriego que defendía su soltería alegando que gracias a esta libertad suya podía hacer felices a mil mujeres, en vez de, casándose, hacer desgraciada a una esposa con sus continuas infidelidades. Jeremías crio a su sobrino Pedro, con despreocupación, generosidad extrema y nula disciplina.

Pedro creció siendo testigo, al principio con sorpresa y curiosidad, del continuo desfile de prostitutas que, tras pasar la noche en la alcoba de su tío desaparecían por la mañana. Con el tiempo se acostumbró a este trasiego femenino y lo vivió con naturalidad hasta llegar a una edad en que, con el consentimiento del hombre que le hacía de padre, también él llevó visitantes femeninas a su propio dormitorio para disfrutar de sus encantos y artes amatorias.

Al hedonista Jeremías Albión, aparte de su afán de gozar una mujer distinta cada día, le apasionaba coleccionar instrumentos musicales procedentes de todos los rincones del planeta y, para cuando su sobrino Pedro cumplió los veinte años, la cifra de piezas reunidas por él sobrepasaba las cuatrocientas. Había invertido en las mismas una pequeña fortuna pues todas ellas eran muy antiguos y valiosas. Las guardaba bien protegidas en el interior de vitrinas acristaladas, repartidas por varias estancias de la enorme mansión donde vivía.

Por estos extraordinarios instrumentos sonoros, Pedro compartía la admiración de su tutor, y a menudo, los dos juntos, realizaban un recorrido recreando su vista en la belleza, la originalidad y el exotismo de algunos de ellos por deberse su construcción a pequeñas tribus desaparecidas ya. Los más raros eran: una calavera con huesos vacíos clavados en la parte superior del cráneo que lo convertían en una flauta macabra que emitía unos pitidos extraños e inquietantes, y una serpiente momificada a la que habían dado forma de herradura con siete cuerdas hechas con tripas de mono que al pulsarlas soltaba sonidos muy primarios, y que algunos etnólogos de prestigio aseguraban se trataba de una primigenia arpa prehistórica.

Influido por esta colección de su tío Jeremías, Pedro estudió música y se convirtió, con el tiempo, en un notable violinista.

Deseoso de que su sobrino tuviera el mejor de los instrumentos posibles para sus recitales por todo el mundo, el millonario Jeremías Albión se propuso adquirir el violín que le habían informado era el mejor de cuantos Stradivarius existían. Pertenecía a la familia de un famoso violinista ruso, Olaf Promov, que había muerto en extrañas circunstancias, en un hotel suizo. Le había encontrado encima de su cama, en pijama, estrangulado con una cuerda de su propio violín. Su dormitorio se encontraba cerrado por dentro y con la llave puesta en la cerradura. La policía no encontró indicio alguno de que pudiera haber sido asesinado y, aunque resultaba a todas luces inverosímil, tuvieron que conformarse con el supuesto de que el famoso artista se había quitado la vida él mismo, sin que se pudiera aclarar por qué, ya que era dueño de una saneada fortuna y llevaba tres años casado con una mujer muy hermosa que, además, estaba locamente enamorada de él como ella demostró con su extraordinaria aflicción durante el sepelio, actitud suya que conmovió a familiares, amigos y conocidos.

Jeremías Albión encargó a su secretario Hugo Aldecoa la misión de adquirir el Stradivarius del malogrado Olaf Promov, todavía en poder de la señora Olga Promov, su viuda.

—Salga inmediatamente para Moscú no se nos adelante alguien y esa dama lo haya vendido —urgió el potentado.

El señor Hugo Aldecoa, tras averiguar donde vivía la señora Promov cogió el primer avión que pudo encontrar con destino a la capital rusa. El largo viaje lo realizó en primera, con comodidad, recibiendo en todo momento las especiales atenciones que, por parte del personal a bordo, reciben las personas VIP.

Nada más bajarse del aparato en el aeropuerto de Moscu-Sheremétievo, el señor Aldecoa cogió un taxi y le pidió a su conductor, que chapurreaba el suficiente inglés para entenderle, lo llevase a la dirección donde vivía la viuda Promov.

La dama ocupaba una lujosa vivienda en la zona residencial Kropotkinskaya. El señor Aldecoa, que tenía ciertos conocimientos sobre arquitectura, quedó admirado de la belleza que posee este privilegiado lugar y pensó en lo afortunados que eran quienes podían disfrutarlo.

Cuando llamó a la artística puerta del impresionante inmueble donde moraba la señora Promov, le atendió un criado uniformado al que tuvo que exponer el motivo de su visita. El sirviente, un hombre de media edad, muy serio y educado, le pidió tuviera la amabilidad de esperar un momento en la puerta, que él iría inmediatamente a averiguar si la señora tenía posibilidad de atenderle. El sirviente regreso pasados tres minutos para comunicarle que la dueña de la casa le recibiría. Y le condujo hasta un amplio salón donde ella se hallaba de pie junto a un gran ventanal. La mujer llevaba puesto un elegante vestido negro que se ceñía a su figura de mujer alta, de cuerpo bien proporcionado, de algo menos de cuarenta años. Ella, advirtiendo su presencia se volvió hacia él, esbozó una cálida sonrisa de bienvenida y le invitó a que tomaran asiento en un tresillo, donde ella ocupó el sofá y le señaló un sillón que dejó al visitante frente a ella.

La dama, cuyos bellos ojos claros mostraban todavía profunda tristeza por la pérdida de su amado marido le dijo, tras la breve exposición por parte del señor Aldecoa de la razón de su visita, que ella llevaba una vida muy retirada recibiendo únicamente la visita de amigos y familiares y solo podría dedicarle unos pocos minutos.

El secretario del señor Jeremías Albión, impresionado por la extraordinaria belleza que la viuda Promov conservaba todavía en su madurez, tragó saliva y con cierta torpeza le repitió con mayor extensión y énfasis la misión que le había traído hasta ella.

—Vengo de parte de un acaudalado coleccionista de instrumentos musicales que se llama Jeremías Albión, y es una persona de reconocido prestigio dentro de la selecta sociedad de la ciudad de Barcelona. El señor Albión está interesado en adquirir el Stradivarius que perteneció a su difunto esposo, para regalárselo a un joven sobrino suyo que lleva camino de convertirse en uno de los mejores violinistas de la historia de la música, por detrás, naturalmente de su genial marido, el incomparable Olaf Promov.

La dama, antes de contestarle escrutó el rostro del señor Aldecoa y creyó reconocer pertenecía a un hombre honrado.

—Señor Aldecoa el violín que perteneció a mi marido tiene para mí un incalculable valor. De él salieron melodías sublimes que embelesaron a millones de personas y, a mí, más que a ninguna de ellas porque estaba profundamente enamorada de mi esposo.

—Lo comprendo. Y si usted no está dispuesta a venderlo regresaré a Barcelona y así se lo comunicaré el caballero que me ha hecho el encargo —el señor Aldecoa que, después de conocerla, no pensaba hacer nada que la disgustara aun a costa de faltar a la confianza que había sido depositada en él.

—De todas formas, me gustaría, por curiosidad, saber qué cantidad estaría dispuesto el señor Albión a pagar por ese prodigioso instrumento.

—El señor Albión me encargó decirle que pagará cualquier cantidad que usted le pida.

La señora Promov se sumió en honda reflexión. Recordó por enésima vez la misteriosa muerte de su amado marido, estrangulado por una cuerda del instrumento que tanto amaba.

Instrumento al que ella había cogido un supersticioso miedo. Tanto era así que lo tenía guardado y jamás se había atrevido a abrir su funda y mirarlo. Desprenderse de él significaría para ella tanta tristeza como alivio. Decidida abrió un precioso cofrecito laqueado, de Pálej, que tenía encima de la artística mesa baja, que los separaba, sacó una tarjetita y se la entregó diciendo:

—Es la dirección del bufete de mis abogados. Ellos se ocuparán de la negociación con usted. Vaya a visitarles. Yo solo intervendré, en el caso de que lleguemos a un acuerdo, a la hora de firmar la venta. Y ahora disculpe usted, señor Aldecoa, pero me es imposible dedicarle más tiempo. Ha sido un placer conocerle —abandonado ella su asiento.

—El placer ha sido mío, señora Promov —respondió su visitante besando esta vez la mano de la dama en vez de estrecharla como hizo a su llegada, pues esta mujer le había fascinado hasta el punto de desear permanecer más tiempo recreando su vista en ella que, en ese momento debido a los tristes recuerdos acudidos a su mente, se habían llenado de humedad sus bellos ojos celestes.

Ella pulsó un timbre que tenía encima de la mesa e inmediatamente apareció el criado de antes, quien se encargó de acompañar al señor Aldecoa hasta la salida.

Los abogados de la señora Promov negociaron con los abogados del señor Jeremías Albión. Precisaron dos días de arduas negociaciones para poder llegar a un mutuo acuerdo. El señor Aldecoa aprovechó ese tiempo para conocer las más notables bellezas arquitectónicas de la capital rusa. El Kremlin, el Hermitage, La Galería Tretiakov; y dio largos paseos por la Plaza Roja, el Mausoleo de Lenin y el Parque Gorki. Le fascinó todo cuanto estuvo viendo y se propuso visitar de nuevo Moscú, en sus próximas vacaciones.

Cuando le llamaron del bufete Vasiliev, se presentó allí y cerraron finalmente la operación. El señor Aldecoa con los plenos poderes que el señor Jeremías Albión le había otorgado para aquel asunto, firmó el documento de compra-venta que también firmó la señora Promov de la que el subyugado secretario apenas pudo apartar la vista.

Abrieron el violín delante de él, e inmediatamente la señora Promov que estaba presente se cubrió con ambas manos los ojos para no ver el instrumento.

Quien sí lo miró con cierta incredulidad, considerando la fortuna que se había pagado por él fue el señor Aldecoa quien advirtió al instante:

—Tiene la cinta del arco suelta, no una cuerda como dijeron los medios de comunicación en su día.

—Fue un error que se propagó y nadie se ocupó de rectificarlo. Antes de enviarlo a su destino nos encargaremos de que un experto coloque esa cuerda en su sitio o la cambie si considera que se halla en mal estado —interpretando el señor Vasiliev, director del bufete de abogados, se trataba de una queja por su parte.

Cuando salieron juntos del despacho, el señor Aldecoa le propuso a la señora Promov fueran a almorzar juntos. Ella denegó la invitación, con amabilidad no exenta de contundencia. Se estrecharon la mano y la dama entró en el automóvil que un chofer uniformado había abierto para ella. Convencido de que nunca más volvería a verla, el señor Aldecoa soltó un suspiro que, advirtió le dolía dentro del pecho. El violín sería enviado con las máximas medidas de seguridad al domicilio del señor Jeremías Albión.

Al señor Aldecoa le quedó una sensación de disgusto, que tardaría mucho tiempo en superar, debido a que por el famoso instrumento musical se había pagado una suma tan elevada que con esa enorme cantidad de dinero varias familias podrían haber vivido espléndidamente durante un buen número de años. En su juventud, el señor Aldecoa había simpatizado con un partido comunista y todavía guardaba ciertas convicciones que asimiló entonces. Sobre la bellísima señora Promov, que era quien había recibido aquella colosal suma, no tuvo ni un solo pensamiento negativo. La consideraba una persona adorable.

Tres días más tarde de su regreso a Barcelona, el señor Aldecoa recibió la felicitación del señor Jeremías Albión y una recompensa económica en agradecimiento a la eficaz gestión realizada.

Ese mismo día, el opulento coleccionista de instrumentos musicales comunicó por teléfono a su sobrino la buena nueva. Pedro, que se encontraba de gira por Montreal, le dijo a su tío que no podría reunirse con él hasta la semana siguiente, y que moría de impaciencia por tener el Stradivarius en sus manos, tocar con él y, sobre todo, escuchar los celestiales sonidos que le arrancaría al corazón de tan extraordinario instrumento. Le manifestó sus mayores muestras de agradecimiento, pues, aunque en ningún momento mencionaron la astronómica cifra pagada por él, estaba por completo seguro de que habría sido altísima.

Y por fin Pedro, a la fecha por él anunciada, llegó a la mansión de su tío. El chofer llevó el equipaje suyo directamente a su dormitorio. Tío y sobrino se dieron un fuerte abrazo. Les unía un sincero, enorme, mutuo afecto.

—¿Quieres que toemos un té ahora? —propuso el primero—. Debe apetecerte. No es muy bueno el que sirven las compañías aéreas.

—Te lo agradezco muchísimo, tío. Pero muero de ganas de tocar ese prodigioso violín —su sobrino incapaz de controlar la impaciencia.

Tras celebrar su explicación con una comprensiva carcajada, el hermano de su padre reconoció:

—Entiendo muy bien lo que te pasa —Abandonó la silla, cruzó la estancia, llegó junto a un magnifico armario de estilo rococó que perteneció a Luis XV, abrió una de sus puertas y sacó del interior del mismo el estuche que contenía el Stradivarius.

Su sobrino, que le había seguido hasta allí, lo recibió con manos temblorosas de emoción.

—Voy a morir de felicidad —manifestó.

Caminaron los dos hacia el tresillo. Deseando lo mismo que su sobrino, Jeremías Albión le pidió:

—Toca algo, Pedro, por favor.

—Tendré que afinarlo antes.

—¿Usas un afinador electrónico?

—No —contundente su sobrino—. Poseo un oído perfecto—. Una vez sentado colocó el violín sobre su regazo. Sus manos, como por arte de magia habían dejado de temblar.  Con el dedo pulgar de su mano derecha golpeó la cuerda La dos veces escuchando con la máxima concentración. En su rostro apareció un principio de perplejidad que se fue convirtiendo en asombro cuando procedió del mismo modo con las cuerdas Mi, Re y Sol exclamando al final—: ¡Es increíble! A saber el tiempo que habrá permanecido encerrado en el estuche sin que lo tacase nadie y, sin embargo, está maravillosamente afinado.

—Pues toca algo —ya le apremió su tío contagiado de su mismo entusiasmo.

Pedro adoptando una expresión solemne, como si él fuese un hombre santo que se dispusiera a realizar una acción litúrgica, sagrada; colocó el instrumento sobre su hombro izquierdo, realizó una pinza entre la cabeza y el hombro hasta que encontró una posición cómoda para él. Luego sostuvo el arco entre el dedo corazón y el pulgar, para a continuación unir a los anteriores el anular y el meñique sobre el lápiz formando una pequeña curva, para a continuación deslizar el arco sobre las cuerdas. El sonido que surgió del violín le arrancó un suspiro de embeleso. Jamás había escuchado algo tan sublime. E inmediatamente Pedro se transformó, se convirtió en un mago. La pieza que escogió tocar fue una que requiere un dominio absoluto, excepcional de aquel instrumento, pues se trata de una obra completa, exclusivamente creada por Joan Sebastián Bach para virtuosos. Obra tan difícil de realizar que pocos son los violinistas que se atreven a incluirla en su repertorio: La partita Nº2 BWV 1004, que está dividida en cinco movimientos: Allemanda, corrente, sarabanda, giga y giaccona.  

Su tío lo escuchó maravillado, transportado por la música a un momento mágico, insuperable. Un momento que le compensaba sobradamente del gasto realizado en la obtención de aquel fabuloso Stradivarius que había pasado a ser propiedad del hombre que más lo merecía, del hombre capaz de sacarle los prodigiosos sonidos que llevaba en las entrañas y en el alma: su querido sobrino.

Pedro terminó la ejecución de aquella pieza musical dificilísima, exhausto por el enorme esfuerzo realizado durante alrededor de quince minutos sin interrupción. Su rostro estaba bañado en sudor y mostraba una expresión de felicidad absoluta, imposible de describir.

Tanto el interprete como su melómano oyente tuvieron la impresión de haber penetrado ambos en un mundo mágico, que compartían y les separaba del mundo cotidiano, real. Fue tan extraordinaria, tan excelsa su interpretación que el tío rompió a llorar de la inmensa emoción experimentada mientras la escuchaba, emoción que no fue menor en su sobrino mientras la realizaba magistralmente. Jeremías Albión, cuando superó algunos minutos de éxtasis total aplaudió entusiasmado y manifestó, convencido:

—Si Joan Sebastián Bach hubiese podido escucharte interpretar esta obra suya, estaría llorando de emoción, igual como estoy llorando yo.

Su sobrino guardó silencio. Estaba acariciando el violín con una ternura infinitamente superior a la empleada nunca con una mujer amada por él.

—Pedro, viendo este prodigioso violín en tus manos saco la conclusión de que fuisteis creados para estar juntos, como dos amantes nacidos el uno para el otro —manifestó, convencido, su tío—. Jamás escuché interpretación más perfecta, más lograda, más sublime. Sobrino, me has emocionado como nunca lo estuve antes. Tú y este violín haréis historia. Seréis aclamados por todas partes donde vayáis. El mundo entero os idolatrará. Nadie podrá superaros. Sois la perfección musical.

—Sin falsas modestia, tío Jeremías, coincido contigo. Yo tengo esa misma impresión tuya —Pedro aceptando como merecidos todos aquellos elogios—. Jamás me separaré de este violín. Estaremos unidos para siempre. Para siempre jamás —solemne—. ¿Sabes una cosa? Este increíble violín me transmite la extraña sensación de que está vivo y no inanimado como debería por el material con que fue construido.

—Tu eres el que le da esa vida —convencido Jeremías Albión—. Déjame tocarlo, que lo sientan mis manos —pidió ilusionado.

Cuando tuvo el violín en su poder creyó sentir que le transmitía la sensación de que producía dentro de él sonidos similares a los latidos de un corazón. Esto le causó una repentina, inexplicable angustia, y se lo devolvió a su sobrino sin decirle lo que acababa de experimentar porque le pareció imaginado, ridículo por su parte.

A la mañana siguiente, Pedro se produjo una pequeña herida en la mano, cuando a media mañana fue hasta la cocina impulsado por un súbito capricho de comer algo de queso y se hizo un corte pequeño con el cuchillo que uso. Le disgustó sobremanera este molesto accidente que le imposibilitaría durante dos o tres días el tocar su amado violín. Afortunadamente, en lo profesional, no tenía compromiso ninguno hasta la semana siguiente.

La noche de ese mismo día, al quedarse solo en su habitación después de haber pagado y despedido a una joven y hermosa estudiante que vendía su cuerpo por dinero, Jeremías Albión estaba a punto de conciliar el sueño cuando escuchó sonar un violín. Despabiló al instante y escuchó con la máxima atención. La pieza que estaba deleitando sus oídos era el famoso “Vuelo del moscardón” magistralmente realizada.

Esperó a que terminase, para levantarse de la cama y acercarse al salón que era el lugar donde le pareció había provenido la música, supuso que interpretada por su sobrino, a pesar de la herida que sufría en su mano. 

Al llegar al salón quedó sorprendido. La espaciosa estancia se hallaba a oscuras. Pulsó el interruptor de las luces y la estancia quedó totalmente iluminada por la magnífica araña del techo. Su perplejidad fue en aumento al comprobar que el salón estaba vacío. Se acercó al mueble donde había hecho instalar un compartimento climatizado a la temperatura que convenía al violín, y éste se hallaba allí. Considerando posible que solo estuviera allí el estuche y el instrumento se lo hubiese llevado su sobrino al dormitorio, lo abrió y sufrió un sobresalto. El violín no solo estaba allí, sino que al tocarlo lo sintió helado como el hielo y latiendo más fuertemente que la vez anterior. Muy asustado ante tan inexplicable fenómeno, lo devolvió rápido a su sitio. Aquel instrumento no solo le había transmitido la sensación de estar vivo sino también la impresión de que le odiaba.

—¡Dios mío! ¿Me estaré volviendo loco? Todo esto solo puede ser fruto de mi imaginación.

Cerró el compartimento y regresó casi corriendo a su dormitorio. No quiso contarle a su sobrino el hecho incomprensible que le había sucedido. Sin duda, Pedro pensaría que desvariaba, temería que él padecía trastornos mentales, le aconsejaría visitar a un psiquiatra, lo último que él deseaba. Le costó mucho tiempo serenarse. Hacerse a la idea de que aquella aterradora experiencia aparentemente vivida por él, había sido en realidad fruto de su imaginación. No podía ser otra cosa. Desde luego en absoluto aceptaría la posibilidad de un súbito estado demencial por su parte.

A pesar de todo lo anterior durmió bien durante toda la noche y a la mañana siguiente se encontró tranquilo y animado, convenciéndose de que no había ocurrido, allí en el salón, lo que había creído, entre el violín y él. Y desde luego, decidió no volver a acercarse a aquel instrumento. No se arriesgaría a pasar por la misma desestabilizadora experiencia.

Tío y sobrino desayunaron juntos en el gabinete, servidos por el camarero. Cordialidad y naturalidad por ambas partes, como era habitual entre ellos. Lógicamente Jeremías Albión se interesó por el dedo herido de su sobrino.

—Creo que se me ha infectado —temió éste—. Me duele mucho más que ayer.

—En cuanto terminemos de comer llamaré al doctor Hurtado.

—Tal vez podríamos solucionarlo nosotros con algún desinfectante de los que tenemos en el botiquín.

—No, no —contundente oposición por parte de su tío—. De ninguna manera. Tus manos son demasiado valiosas para correr ningún riesgo con ellas.

 El doctor Hurtado vivía a dos manzanas del palacete del señor Albión, al que llegó en menos de diez minutos, llevando de la mano su maletín médico. Cuando le sacó la tirita al dedo dañado, afirmó lo que tío y sobrino habían reconocido ya:

—Una pequeña herida infectada. Nada importante. La desinfectaré, dentro de dos o tres días estará casi cicatrizada y, teniendo cuidado de que no se te abra, podrás seguir tocando ese fantástico violín que recientemente habéis adquirido y que perteneció al célebre Olaf Promov. ¿Es tan extraordinario su sonido como han dicho?

—Más. Es único, inigualable.

—Lo mismo que su creador, entonces. He escuchado decir que algunos constructores de instrumentos de cuerda han intentado desmontar un Stradivarius, pieza a pieza, fabricar otras piezas iguales, incluso con el mismo tipo de madrera, y no han conseguido ninguno que sonase tan bien como los violines que creaba ese genial violero italiano de Cerdona.

Se marchó el facultativo. Tío y sobrino comieron en casa. Los dos mostraron un elevado estado anímico. Airearon anécdotas divertidas, chistosas, especialmente cuando relajados, en el salón, tomaron café y coñac francés.

A la tarde asistieron ambos a una interesante subasta y no compraron nada porque ninguna de los numerosos objetos que fueron ofrecidos al selecto público despertó su interés. Había un organillo del siglo XVIII que salió en subasta. Jeremías Albión no llegó a pujar por él cuando supo la fecha en que había sido fabricado. Era bastante menos antiguo que el instrumento que él poseía ya, y se hallaba en mucho peor estado de conservación.

Cenaron ambos en un afamado restaurante y, animado por su tío el sobrino también bebió más alcohol del acostumbrado. Se acordó de su novia austriaca, Gerda Fritz, que después de dos años de noviazgo le había dejado para casarse con un rico financiero suizo. Justificó ella su preferencia en el hecho, evidentemente cierto, de que con Pedro quedaría condenada a acompañarle por todo el mundo en sus continuas giras, o la otra alternativa que consideraba también negativa: quedarse continuas, largas temporadas en casa esperando a que él regresara de sus conciertos. Su millonario helvético tendría más tiempo para ella y ninguna oportunidad de serle infiel con alguna admiradora, como podría sucederle con Pedro Albión, reforzando este argumento con la mención de un par de deslices sexuales cometidos por él y descubiertos por ella.

Regresados a casa, tío y sobrino decidieron retirarse de inmediato a sus respectivos dormitorios. Pasaban algunos minutos de las once de la noche. Se despidieron, como tenían por costumbre, con un afectuoso abrazo.

Transcurrida una media hora Pedro despertó sobresaltado como consecuencia de unos gritos de espanto y de dolor que creyó provenían del cuarto de su tío. Saltó fuera de su lecho, calzó las zapatillas que dejaba siempre colocadas al pie del mismo y salió corriendo hacía su dormitorio. Abrió la puerta y como el cuarto se hallaba a oscuras buscó a tientas el interruptor, dio con él, lo pulsó y la habitación quedó profusamente iluminada. Miró entonces hacia la cama y vio a su tío luchando desesperadamente por quitarse la cinta de un arco de violín que tenía cerrada alrededor de su cuello. Tras unos segundos, que lo paralizó la perplejidad, acudió en su ayuda. Empleó todas sus fuerzas en el intento de liberarlo de este estrechísimo cerco, sin conseguirlo; presenciando, impotente y horrorizado, como su tío moría estrangulado por una cinta de cola de caballo que parecía sujetar desde lo invisible un ser bastante más fuerte que él.

Finalmente se dio por vencido, bañado en sudor, respirando fatigosamente, doliéndole muchísimo las manos. En aquel momento llegó el mayordomo, al que también había despertado el grito, aterrado, del señor Albión.

—¿Qué ocurre? —quiso saber al llegar junto al sobrino.

Como pudo, el jadeante Pedro Albión balbuceó:

—No sé… Esto es algo incomprensible… Mi tío está muerto. Ha sido estrangulado por la cinta de este arco —soltándolo con horror.

La explicación en absoluto convenció al recién llegado.

—Lo ha matado usted. ¿Por qué ha hecho algo tan terrible? Su tío le amaba, su tío sentía locura por usted. Lo favoreció a todo lo largo de su vida. Fue igual que un padre…

—Yo no le he matado —se defendió tartamudeante, abrumado por la injusta acusación—. Cuando yo entre aquí él se estaba muriendo. Traté de librarle de la cinta que lo ha estrangulado… Y no lo conseguí —dejó caer, sin aliento, los brazos.

Se interrumpió. Lo que acababa de explicar, aunque era auténticamente verdad, reconoció lo increíble que resultaba. Increíble lo consideró asimismo el mayordomo, que llamó primero al médico y, acto seguido, a la policía.

El aturdido, abatido, trastornado Pedro solo sabía repetir, entre amargos sollozos, que él no había matado a su tío. Se dejó caer exhausto en una silla, mirando con fijeza hipnótica el rostro cerúleo del fallecido en el que había quedado impresa una expresión de pánico total.

El primero en llegar fue el médico quién, tras un breve examen informó:

—Ha muerto hace poquísimo tiempo. Su cuerpo está todavía muy caliente.

El mayordomo, sin la menor duda, le dijo a él, y muy poco tiempo después lo mismo al inspector de policía:

—Yo no tengo dudas. Lamentándolo muchísimo creo que el señor Pedro Albión asesinó a su bondadoso tío. No me lo explico. El señor Jeremías lo quería con toda su alma. Yo llegué cuando el señor Pedro todavía mantenía la cinta del arco del violín en sus manos y alrededor del cuello de su tío.

—Estaba intentando quitársela, para que respirase —se defendió el acusado, exasperado por la terrible acusación que estaba recibiendo—. Pero ya estaba muerto.

Para desesperación suya contó más, la acusación del sirviente, que sus argumentos de inocencia. El juicio del médico también le perjudicó al decir:

—Cuando le hagan la autopsia sin duda confirmarán que fue estrangulado con esa cinta.

Realizaron un registro por toda la casa. El cocinero, el camarero, la doncella y la limpiadora, que había estado reunidos todo el tiempo en la cocina, ayudaron a los agentes. No encontraron a nadie

El oficial de policía creyó la versión del mayordomo y se llevó detenido al sobrino del difunto. Este contactó con el excelente abogado que siempre había velado por los intereses del señor Jeremías Albión. Lo que el abogado señor Ernesto Planas comunicó al comisario, señor Lorenzo Díaz, no fue precisamente para ayudar a Pedro:

—Hace unas pocas semanas realizamos todos los trámites legales, el señor Jeremías Albión para dejarle en herencia todos sus bienes a su sobrino Pedro Albión.

—¿Cómo estaba de salud el señor Jeremías Albión? —pidió el policía al médico de cabecera.

—Poseía una salud excelente. Le hicimos un concienzudo chequeo recientemente y le vaticiné que tenía cuerda para rato. Que podría vivir treinta años más, por lo menos.

—Una espera demasiado larga para usted, ¿verdad, señor Pedro Albión? Y planeó heredarle antes —con ironía el comisario.

Éste, enrojeciendo de indignación, proclamó su inocencia. Afirmó con absoluta pasión cuando quería a su tío y su ignorancia sobre el testamento que había hecho a su favor. Hubo un juicio que despertó un enorme interés mediático. La mayoría de los medios de comunicación consiguieron con facilidad que la opinión pública condenase a Pedro Albión. Era la víctima propiciatoria. Un hombre joven, rico, famoso violinista, que poseía todo lo que la gente corriente no tendría nunca. La policía interrogó, exhaustivamente, a todos los miembros que habían estado al servicio de la casa del difunto Jeremías Albión. Todos se hallaban en la cocina en el momento de la muerte de su patrón, jugando a las cartas. Tenían una coartada unánime entre ellos, menos el mayordomo que se hallaba, según él, en la biblioteca leyendo uno de los muchos libros que allí había, por autorización obtenida de parte del señor Jeremías Albión, hacía años, y que le permitió escuchar su grito de agonía y llegar lo suficientemente rápido para poder ver todavía el estrangulamiento realizado por su sobrino. 

Pedro defendió que había estado todo el tiempo en el gabinete estudiando unas partituras. El violín y el arco estaba en el compartimento climatizado del salón, de donde alguien debió coger el arco del violín y estrangular con él a su tío. Nadie podía atestiguar esto, lo cual junto a las declaraciones del mayordomo le convertían en el mayor sospechoso.

Durante varios días Pedro sufrió el acoso de los medios de comunicación y de los abogados de otros familiares del difunto, unidos en la pretensión conseguir parte de la fortuna que Jeremías Albión había dejado a su sobrino.

Dos de los mejores abogados del país defendieron a Pedro Albión logrando quedase absuelto por falta de pruebas, pues lo que creía haber visto el mayordomo no significaba lo que él sostenía, sino que su sobrino trataba de averiguar si se encontraba vivo o no. 

Al final Pedro Albión fue absuelto de los cargos que pesaban sobre él, y enfadado con la conducta tenida para con él de todos los miembros al servicio de su tío, les pagó el finiquito y se deshizo de todos ellos porque durante la larga investigación, sobornados por los familiares que le disputaban la herencia, habían mentido en su intento de inculparle de la muerte de su tío.

Pedro decidió reparar el arco del Stradivarius colocándole una cinta nueva, hecha con cerdas de caballo lo mismo que la anterior, y que no tendría más huellas del cuello de su infortunado tío, y para elevar su ánimo, tocó con el valiosísimo instrumento una pieza alegre. Escogió el Rondeau des Galantes, de Romeau.

Quedó alucinado por la inconmensurable belleza de sonidos que le arrancó a aquel instrumento inigualable.

Aunque la temperatura de la habitación y la de su respirar era perjudicial para el sensible instrumento, decidió por una vez, llevárselo a su dormitorio, colocarlo allí sobre un sillón y gozar contemplándolo. Y lo contemplo, fascinado, hasta que le entró el sueño y se durmió profundamente, No supo si fue un sueño o una realidad, pero escuchó incluso más genialmente interpretada que si la hubiese ejecutado él mismo “La marcha fúnebre de Chopin”.

Una semana más tarde el empresario que le tenía contratado para actuar en el Teatro Real, ante la imposibilidad de contactar con él, pues aunque sonaba su teléfono no contestaba, le dirigió a la policía su temor de que hubiera sufrido algún contratiempo en su casa todavía sin servicio,

Los representantes de la ley forzaron la cerradura de la puerta principal, registraron la vivienda y encontraron a Pedro Albión en su dormitorio. Encima del sillón donde lo dejó, hallaron su famoso violín y a él tumbado en la cama estrangulado con la cinta del arco, igual que le había ocurrido a su tío Jeremías Albión.

La policía encargó a sus mejores agentes la investigación de esta nueva muerte tan misteriosa, o más que la anterior, y ambas causadas por el estrangulamiento de una cinta de arco de violín. Esta cinta era nueva, y las únicas huellas que encontraron en ella pertenecían al fallecido Pedro Albión.

El comisario Lorenzo Díaz juzgó, al no encontrarle otra posibilidad:

—Es el primer caso, creo, en los anales de la policía, en el que un hombre consigue estrangularse a sí mismo con una cinta de violín. Seguramente, los remordimientos por haber matado a su tío, no pudo soportarlos. Eso es lo que yo pienso. Caso cerrado.

A nadie se le ocurrió imaginar que aquel extraordinario instrumento musical, un violín Stradivarius, poseía una vida propia que se alimentaba con las vidas que les quitaba a quienes más lo amaban.

(Copyright Andrés Fornells)

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