EL PUENTE DE LAS MENTIRAS (RELATO)
“EL PUENTE DE LAS MENTIRAS”
En un país cuyo nombre no mencionaré para evitarme posibles problemas de índole internacional, existían antiguamente tres partidos políticos cuyos líderes morían de ansias de gobernarlo, más espoleados por la pretensión de aprovechar el poder adquirido en las urnas para enriquecerse ellos, sus familiares y sus amigos, que para procurarles cualquier tipo de bienestar o mejora de vida a los gobernados.
Como viene siendo habitual en casi todas partes de este maltratado planeta nuestro, estos tres partidos proclamaban, buscando votos favorables, que eran de izquierdas, de derechas, o de centro. Los discursos de todos ellos eran ampulosos, engañosos y elocuentes. Amaban sobre todas las cosas de este mundo sacrificarse por los demás; eran altruistas vocacionales y trabajarían gratuitamente para el beneficio, la prosperidad y el progreso de todos sus compatriotas.
Este país al que me refiero, según decisión popular, el discurso con el que los candidatos a la presidencia debían cerrar su campaña electoral, tenían que darlo en un lugar situado en pleno centro de la capital, que terminarían, debido a los sucesos que acontece-rían en el mismo, llamando “El Puente de las Mentiras”.
Por debajo de este puente pasaba un río manso y profundo que, muchos años atrás los aficionados a la pesca podían encontrar abundancia de peces. Luego, con el paso del tiempo, los industriales codiciosos y desalmados vertieron dentro de este inocente, limpio e indefenso río los residuos contaminantes, venenosos de sus puercas industrias y acabaron con cuanta vida existía en él.
“El Puente de las Mentiras” comenzó a adquirir tal nombre cuando el primer gobernante que tuvo este modesto país realizó un discurso tan plagado de mentiras, que esta poderosa obra construida para pasar de un lado al otro de la corriente fluvial, comenzó a temblar. La primera vez que se produjo tan inesperado fenómeno, los ciudadanos creyeron, erróneamente, que su temblor lo había provocado un pequeño terremoto.
Pero cuando fue elegido otro presidente nuevo, debido a que el pueblo harto de las promesas electorales incumplidas, no votó más al anterior, “El Puente de las Mentiras” tembló de nuevo. A continuación, cuando descubrió que el nuevo presidente era tan falsario como el anterior, la gente cayó en la cuenta de que no había tales terremotos, sino que el puente reaccionaba de aquel agitado modo con los embusteros.
Y los políticos comenzaron a temer al susodicho puente, tanto como las huertas temen a las tormentas de granizo. Sin embargo, todos los aspirantes a gobernar el país estaban convencidos de que para ganar unas elecciones les era por completo imprescindible convencer y embaucar al pueblo con grandes promesas, aunque la mayoría de ellas fuesen irrealizables.
En las terceras elecciones que tuvieron en este país, los candidatos de los tres partidos mayoritarios, con el miedo metido en el cuerpo, dieron sus discursos de cierre de campaña en lo alto del comprometedor puente, obteniendo resultados diferentes y ninguno de ellos bueno.
El primer candidato a presidente, mostrando admirable facilidad de palabra, aplomo y entusiasmo contagioso, se esforzó al máximo en resultar convincente a la muchedumbre que le escuchaba. Le lanzó un apasionado discurso sobre todas las apremiantes y muy necesarias reformas urbanísticas y las imprescindibles obras sociales que él realizaría a favor de todas las personas de la comunidad, y entre estas obras sociales contaría muy especialmente procurar un buen empleo a todos los parados. Un hombre, un empleo. No existía verdadera justicia social sin trabajo para todos. Iba por la mitad de su ilusionante, halagüeño discurso cuando el puente comenzó a temblar peligrosamente y la gran mayo-ría de sus escuchantes reaccionó abucheándole con animadversión y, él, asustado, decidió retirarse sin decir nada más.
El segundo aspirante a la presidencia, en su exaltada oratoria prometió a la gente mejoras todavía más importantes: bajaría los impuestos, bajaría el precio del agua, de la luz, de la gasolina, y les aumentaría muy considerablemente la paga a los parados, si alguno, por casualidad hubiera, algo que él de todo corazón creía imposible sucediera bajo su mandato.
La reacción del “Puente de las Mentiras” fue mucho más violenta que la tenida para el candidato anterior, pues tembló con tanta fuerza que se produjeron varias grietas en su estructura. La gente le abucheó y silbó escandalosamente y el aspirante a presidente se retiró tambaleante primero para, a continuación, como en su más tierna infancia, hacerlo a gatas pues terminó con el equilibrio completamente perdido.
El tercer candidato a la presidencia, que era el más astuto y mendaz de los tres, alegando que el puente había sufrido serios daños y corría peligro de derrumbe, mandó a un equipo de expertos albañiles de su plena confianza lo repararan y reforzaran con nuevas vigas metálicas dejándolo con una capacidad de resistencia tal que ni una bomba atómica pudiera destruirlo. Como no tenía para hacer esta prueba ninguna de estas bombas a su alcance, hizo pasar por lo alto una veintena de enormes tráiler cargados hasta arriba de traviesas de hormigón armado, y el puente, prácticamente blindado, no mostró ni el más leve estremecimiento.
Esta reparación le costó una fortuna a este ladino político, inversión que no le preocupó lo más mínimo pues confiaba en recuperarla, exageradamente aumentada, cuando obtenido el poder crujiera y arruinara a impuestos a todo ciudadano que tuviera algo más para comer que un pobre mendrugo de pan.
Convencido de que la extraordinaria reparación realizada mantendría al “Puente de las Mentiras” inamovible, el tercer candidato a presidente realizó el brillantísimo discurso que un magnífico escritor le preparó con todo lo ordenado por él. Este pérfido político estuvo genial, insuperable. Los aplausos y las aclamaciones de los presentes le interrumpieron varias veces. Su éxito resultó tan evidente y clamoroso, que ya todos sus escuchantes, incluidos sus rivales, le dieron por ganador indiscutible de las elecciones.
Debido a todo lo anterior este desvergonzado embaucador se creció convencido de que “El Puente de las Mentiras” había quedado tan sólido que ni tan siquiera un bombardeo podría hacerlo temblar. Secó su frente bañada en sudor por el acaloramiento y el entusiasmo que había empleado en su discurso. Bebió un gran vaso de agua. Sonrió, recorrió con una mirada tan bondadosa a la entusiasmada multitud, que ni el buen Jesucristo en sus momentos culminantes de lucidez habría sido capaz de mejorar, y culminó su inmejorable perorata con sus más increíbles promesas: Para evitar accidentes y muertes de sus queridos conciudadanos, les quitaría todas las curvas a las carreteras, crearía un mar artificial para que ninguno de sus súbditos tuviera que gastarse el dinero, que tantos sudores cuesta ganar, viajando al extranjero para bañarse en las aguas de otras playas; plantaría arboles del pan por todas partes para que a nadie le faltase este alimento imprescindible y ni siquiera los perros abandonados pasasen hambre.
Estas asombrosas, espectaculares medidas embelesaron a todos los futuros votantes que las premiaron con una ensordecedora salva de aplausos por encima de la cual se pudo oír, no obstante, el terrible estruendo que hizo el puente al derrumbarse por completo.
El candidato a presidente cayó al río. El buen Dios, demostrando que tenía uno de sus días más generosos y benevolentes, no permitió que le dañase ninguna de las pesadas piedras y vigas de hierro que le acompañaron en la caída y, además, le prestó dos ranas de buen tamaño para que le llevaran indemne hasta la orilla, pues el mayor mentiroso del reino no sabía nadar porque había empleado todo el tiempo de su vida aprendiendo a mentir a la perfección y no le había quedado ni un minuto libre para aprender a nadar.
Los escarmentados ciudadanos de este pequeño reino, en vista de que todos los candidatos a gobernarles eran unos repugnantes mentirosos, regresaron al ancestral sistema de gobierno que consistía en darles el poder de gobernarles al consejo de los más viejos y más sabios de su comunidad. Y desde entonces viven tan felices y tan prósperos que no les afectan esas crisis mundiales que crean, para seguir mangoneando a toda la humanidad, esos terribles, despiadados, secretos “genios del mal” a los que nadie ha votado.
Todos los pueblos de la tierra deberían tener un “Puente de las Mentiras” para que sus falaces políticos cayesen a las aguas del río que estas imprescindibles construcciones tienen debajo, preferentemente en invierno cuando estas aguas se hallan más heladas y libres de ranas salvadoras.