EL PRECIO DE UN BESO (RELATO)
Rosendo Constancia se enamoró, perdidamente, de Alfonsina Melenas. Los dos eran adolescentes, asistían al mismo instituto y también a la misma clase. Y durante el tiempo que ambos permanecían en esa clase, él la contemplaba a ella, embelesada, y ella fingía no darse cuenta, aunque estaba todo el tiempo pendiente de él, vigilándolo por el rabillo del ojo. Cuando todos los alumnos abandonaban el aula, Alfonsina se reunía con su padre que venía a buscarla allí todos los días, circunstancia que impedía a Rosendo declararle a Alfonsina que sentía por ella un apasionado amor.
Debido a estas circunstancias, Rosendo tuvo que aprovechar un recreo y un momento en que ella se hallaba sola para acercarse a Alfonsina y con voz temblorosa, trabucándose, decirle que estaba loco de amor por ella.
La muchacha se hizo la sorprendida, como si no hubiese escuchado nunca cosa tan asombrosa como aquella. Se mordió una uña para poner en valor el color rosado de ella y también de los gordezuelos y sensuales labios que poseía y, después, con entonación indiferentemente cruel respondió:
—No te creo en absoluto. Te estás burlando de mí.
—Te hablo muy en serio, Alfonsina. Evidentemente, tendré que hacer algo para convencerte —decidió él sin rendirse.
—Pues haz algo que me convenza de lo que acabas de decirme —y burlona, ondulando voluptuosamente su esbelto y bien curvado cuerpo se alejó de él para ir al encuentro de su mejor amiga que regresaba del cuarto de baño.
Rosendo, recordando sus tiempos de castigos escolares se compró una gruesa libreta de anillas y con un bolígrafo estuvo escribiendo en ella hasta llegar a la última página, tarea que le costó más de una semana realizar y en la empleó un montón de horas.
Cuando tuvo la libreta totalmente llena, aprovechó un momento en el recreo del colegio para entregársela a Alfonsina, acompañándose de una pregunta, mientas la miraba ansioso, con ojos golosos, como si de la respuesta suya dependiese la continuidad de su vida.
—¿A ver qué te parece esto, tía buena?
Alfonsina comenzó a pasar páginas y más páginas. Al principio riendo, para irse poniendo cada vez más seria y, al final, preguntar mirándole con intensa fijeza:
—¿Es de verdad lo que has escrito aquí?
—Tan de verdad como que el sol que tenemos sobre nuestras cabezas parece una tortilla. He escrito, con toda mi alma y un bolígrafo baratucho, 18.913 veces: te quiero.
—Bueno, esto demuestra que tienes buena letra —bromeó ella, después de mirar al astro rey y parecerle más el faro de un coche encendido de noche, que no una tortilla.
—¿No merezco un beso por todo el esfuerzo realizado? —manifestó en un tono humildemente pedigüeño él.
—Escribe otra libreta entera con la frase: quiero un beso tuyo, y cuando me la entregues no sé cómo voy a reaccionar yo. Eso está por ver. Así que no te hagas ilusiones.
—Joder, Alfonsina, eso es una crueldad muy cruel.
—Como te escuche otra acusación tan injusta como esa, ni con dos libretas que llenes me conformaré yo —seriamente amenazadora.
Demostrándole que él estaba realmente colado por ella, Rosendo escribió una libreta entera con la frase que ella le había ordenado. Debido a la mayor práctica adquirida escribiendo a mano con la libreta anterior, consiguió terminar esta otra en cinco días.
La libreta que me exigiste te la entregaré yo cuando salgamos al recreo.
Rosendo le hizo llegar a Alfonsina esta notita empleando por correo a varios compañeros de clase que se la fueron pasando hasta alcanzar las manos de ella que, esa mañana, llevaba las uñas pintadas de color violeta.
Empleando el mismo sistema de correo que él, Alfonsina le hizo llegar una nota que ponía: No me la entregues durante el recreo. Puedes entregarme la liberta esta tarde a las seis en la heladería Golosinas.
Él le hizo llegar otra nota poética y trágica: Aunque me parta un rayo por la mitad, esta tarde estaré a las seis en la heladería Golosinas.
Fueron puntuales los dos. Se miraron sonrientes. La sonrisa de Rosendo más amplia que la de Alfonsina. Ella estaba guapísima, para comérsela, con una blusa que ponía en valor el abultamiento de sus senos helénicos ya, y una falda por debajo de la que asomaban unas piernas largas y bien toreadas. Él llevaba puesta una camiseta con agresivos tiburones impresos, unos vaqueros artísticamente rotos y la cabeza despeinada al estilo Gladiador.
Por tener gustos parecidos, pidieron dos helados de turrón de almendras, y nata. Mientras los degustaban, ella le dio un repaso a la libreta que él le había entregado. Al terminar, buena conocedora, a pesar de su juventud, del arte de la tortura que las féminas conocen tan bien por haberla ejercido durante siglos, dijo:
—Tu caligrafía ha empeorado. ¿Tienes ganas todavía de darme un beso?
—Mas ganas que nunca. Tantas ganas tengo de darte un beso, que muero de las ganas que tengo.
—Si permito que me des un beso mi boca sabrá al helado que estamos tomando.
—No me importa, mi boca sabrá a lo mismo que la tuya.
—Eres obstinado y persistente —haciéndolo pasar por el tormento de fruncir caprichosamente los labios que Rosendo moría de ganas de besar.
—Si para cuando hayamos terminado se te han pasado las ganas de besarme, me lo dices y te ahorras realizar ese sacrificio.
—No será jamás un sacrificio besarte, el sacrificio será no pasarme la vida entera besándote —apasionado él.
Ella no lo demostró, pero estas palabras suyas le encantaron. La tortura de Rosendo se prolongó un poco más. Ella se limpió la boca con una servilleta. La soltó, muy arruada, dentro de la copa vacía. Se puso de pie. Él se puso de pie al doble de velocidad. Ella caminó hacia la puerta. Él se adelantó abriéndosela. Caminaron unos metros. Alfonsina se detuvo delante de un portal.
—En este edificio vive mi amiga Nuria. Vamos a entrar.
—¿Por qué? —preguntó él creyendo que ella no pensaba cumplir su palabra.
—Porque lo digo yo —contundente ella.
—Si tú lo dices: perfecto —empezando a enojarse él.
Entraron. Alfonsina cerró la puerta. No había nadie en el pequeño vestíbulo donde se encontraba el ascensor. Ella risueña dijo:
—Ahora puedes besarme. No nos verá nadie.
Él esbozó una sonrisa de lobo feroz. La cogió de los hombros, la atrajo hacia él y pegó la boca a la boca de ella tan unida como si tuviese pegamento en los labios. Fue un beso largo, apasionado, casi violento por ambas partes.
—¡Qué bien besas! —reconoció ella, encantada.
—Y eso que tengo poquísima práctica —explicó él, ufano.
—Vamos a darnos otro beso —dijo ella deseosa, acalorada.
—Tus deseos son órdenes para mí —recobrada él la confianza en sí mismo,
A Alfonsina le gustaron tanto los besos de Rosendo que, en el futuro, no le hizo escribir más páginas en ninguna libreta.
Un hombre que era sabio, aunque no se llamaba Salomón, dijo: <<Las cosas solo se sabe si gustan, cuando se prueban>>.
(Copyright Andrés Fornells)