EL NIÑO QUE TENIÉNDOLO TODO LE FALTABA ALGO (RELATO)

EL NIÑO QUE TENIÉNDOLO TODO LE FALTABA ALGO (RELATO)

EL NIÑO QUE TENIÉNDOLO TODO LE FALTABA ALGO

(Copyright Andrés Fornells)

El niño vivía en una enorme mansión. Para proteger a sus moradores de cualquier peligro que pudiese venirles de fuera había un sofisticado, extraordinario sistema de alarma, numerosas cámaras de televisión, un equipo de vigilancia y perros entrenados para despedazar a cualquiera que fuese capaz de superar todo esto más las barreras electrificadas de los muros.

Este niño tenía reunida en un gran cuarto una enorme cantidad de juguetes. Cada juguete nuevo que salía, sus padres se lo compraban. Sin embargo, este niño, para sorpresa de sus familiares manifestaba continuamente que le faltaba algo para ser feliz.

—Dinos que es y te lo compraremos —le decían.

—Es que no sé qué es —respondía el niño exasperándose por su incapacidad de explicarlo o explicárselo.

Un día decidió cometer una travesura. Se escondió en el maletero de la lujosa limusina de sus padres. Ellos habían sido invitados a una fiesta que daban unos amigos suyos. La fiesta se celebraba de noche, que fue cuando ellos llegaron a esa lujosa villa. Cuando el coche se detuvo en los aparcamientos, el niño rico esperó a escuchar las voces de sus padres alejándose para salir del maletero. Sabedor de que si le descubrían lo iban a enviar inmediatamente a su casa, el pequeño fue ocultándose todo el tiempo.

De pronto, escuchó que alguien le decía:

—Niño, ven aquí —la voz que le hizo esta petición tenía una entonación de súplica que él nunca había escuchado antes.

Se acercó a donde había sonado aquella voz y entonces salió, para que lo viese, un hombre mayor barbudo, andrajoso. Llevaba este anciano un palo en la mano y tenía un perro que estaba muy sucio, pero era muy alegre. El animal se fue para el niño y comenzó a darle muestras de un contento que no tenía nada que ver con los perros fieros de su casa. Y le salió de un modo natural acariciarlo. Su dueño, un vagabundo, le hizo de pronto una petición:

—Escucha, niño, si yo me acerco me echarán a patadas, pero a ti no lo van a hacer. Acércate a una mesa muy larga donde hay fruta y pastas. Frutas como a menudo, pero pastas ni pasteles nunca y muero de ganas de comerlos. Acércate, coge tres dulces, vuelve aquí con ellos y nos los comeremos mi perro, tú yo. ¿Quieres hacerlo?

Al niño le entusiasmó su propuesta. Nunca le había ocurrido nada parecido. Conocer a una persona que no era ni familiar ni pertenecía al servicio de su casa, un perro que no era fiero y compartir con alguien que no era de su familia comida que nadie le daba, sino que tenía que cogerla él por su cuenta.

Con astucia, procurando que no le viesen, pues si le descubrían lo enviarían a sus padres, el pequeño se las arregló para coger una bandeja llena de dulces y pasar tan sigilosamente entre la gente que nadie le vio. Llegó con esa bandeja junto al vagabundo que lo felicito entusiasmado y le dijo que era el chico más listo y valiente que había conocido nunca.

Estos elogios le gustaron mucho al niño rico. Se comieron los dulces los tres. Y viendo la ilusión con que lo comían el vagabundo y el perro, el niño disfrutó de aquellos dulces como jamás lo había hecho antes.

—Bueno, Pulgas, mi perro, y yo vamos ahora a seguir nuestro camino.

—¿Puedo acompañarlos, señor? —pidió el niño rico.

—Bueno, si quieres. A mi perro le has caído muy bien, y a mí también.

Y el niño rico se fue con el vagabundo y su perro y tuvo con ambos lo que sus padres nunca le habían dado: libertad y conocer el mundo de aquellos que carecían de todo y, por lo tanto, cuando conseguían algo de aquello que querían, se sentían inmensamente felices.

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