EL MEJOR LIBRO DEL MUNDO (RELATO)

esparto

 

 

 

 

 

 

EL MEJOR LIBRO DEL MUNDO
Hanbiendo adquirida un servidor merecida fama entre mis familiares de ser un empedernido lector, por llevar mi extraordinaria pasión lectora hasta el extremo de estar leyendo siempre dos o tres libros a la vez (uno puesto en mi mesita de noche, otro colocado en la mesa del salón, y frecuentemente otro más en el cuarto de baño), mi tío Pascual, dueño de una pequeña granja cuya explotación daba para vivir él y su mujer sin pasar privaciones (hijos el buen Dios se hacía el distraído para no dárselos, aunque ningún día descuidaban mis tíos el ejercicio que sirve para engendrarlos); en una de las frecuentes visitas que yo les hacía los fines de semana para echarme largas caminatas en los montes que rodeaban su propiedad, justo a mi regreso de una de esas caminatas, mientras bebía del botijo agua fresca del pozo que allí tenían, mi tío Pascual me dijo colocando ambas manos en los riñones gesto que prodigaba continuamente, enderezándose así el cuerpo que doblaba abusivamente trabajando con el azadón en su huerta:
—Sobrino, ¿cuál crees tú que es el mejor libro del mundo?
Llevado de mi amor patrio, y arrimando el ascua a mi sardina como suelen hacer los británicos con su William Shakespeare, le dije contundente:
—Tío, sin duda alguna, el mejor libro del mundo es Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes. Mira si es bueno ese libro, que es el segundo más vendido en el mundo, solo por detrás de la santa Biblia.
—Vamos a la casa que me lo apunte —propuso él, mostrándose muy interesado.
Entramos en el salón-comedor donde Angustias, su esposa y tía mía, interrumpió el jersey que me estaba haciendo —a ella, hermana de mi padre, por falta de tenerlos propios, me quería como a un hijo—, me dirigió una mirada cariñosa y quiso saber:
—¿Vas a quedarte a almorzar con nosotros, sobrino?
—Muchas gracias, tiita, pero no puedo. Mi madre hace hoy paella y no me perdonaría me la perdiese. Otro día me quedaré. Me encantan tus guisos, tía.
—Buenas paellas hace tu madre. Aún tengo por conocer una valenciana que las haga malas —elogió.
Mi tío había sacado de un cajón de la alacena antigua, heredada de sus abuelos, papel y un bolígrafo y tendiéndomelo me pidió:
—Escríbeme bien clarito el nombre de ese libro que dices tan bueno, que me lo voy a comprar un día de estos y a leerlo.
Se lo escribí. Examiné lo que mi tía Angustias tenía ya hecho del jersey que iba a ser para mí, les di las gracias, les di dos afectuosos besos en sus coloradas y sanas mejillas y, después de dejar que estrujara mi blanda mano de urbanita, la callosa y dura manaza de mi tío Pascual, me marché subido en mi baqueteado utilitario de cuarta mano.
Mi tío se compró El Quijote y le llevó un año entero leérselo. Así que tardé yo todo ese tiempo en poderle preguntar, por fin, qué le había parecido . Mi tío esbozó una divertida sonrisa y dijo socarronamente:
—Un hombre muy loco el don Quijote ese. Pero alguno llevo yo conocido, a lo largo de mi vida, que no le iba a la zaga.
—No te ha entusiasmado ese libro, ¿eh? —interpreté.
—La verdad es que no demasiado —reconoció dándome una palmada cariñosa en la espalda.
No quise ofenderle con mi decepción y me la guardé en el almacén de las cosas que, deseándolo, uno cree preferible no decir.
Le hice varias visitas antes no decidí preguntarle si quería le recomendase algún otro libro para que, al igual que yo, él se aficionase a la lectura. Quise animarle diciéndole que gracias a la lectura yo había podido conocer países lejanos y exóticos que nunca había visitado y probablemente nunca visitaría, y conocido la forma de pensar de personas muy inteligentes y sabias que no conocía personalmente y era muy probable no conociera jamás. Y todo esto me había enriquecido notablemente como persona.
Mi tío esperó sin interrumpir en ningún momento a que yo terminase mi entusiasta apología, prosiguiendo todo el tiempo con su labor de aquel momento: confeccionar una alpargata de esparto, pues tenía a orgullo no haber gastado nunca, ni él ni su mujer un céntimo en calzado comprado, para finalmente sorprenderme con una reflexión muy propia de él:
—Querido sobrino, ¿para qué voy a leer más libros si ya he leído el mejor que se ha escrito en el mundo y éste no ha mejorado en nada mi vida? Respeto tu entusiasmo por la lectura, pero no lo comparto. Perdóname.
Un suspiro de derrota escapó de mi pecho. Me desconcertaron y dolieron sus palabras. Sentí en las entrañas el calambrazo de la indignación que nos produce no compartan, otros, cosas que nosotros consideramos de la máxima importancia, incluso imprescindibles. Tuve el control suficiente y la sensatez de callar un argumento ofensivo que se me estaba ocurriendo.
Sin reconocerlo en aquel momento, obré con mucha sabiduría. Comprendí algo más tarde que yo no tenía argumentos con los que rebatir su filosofía de la vida. Reconocí que, vivencialmente, mi tío Pascual me superaba. Él llevaba una existencia equilibrada, útil, satisfactoria, porque creaba cosas con sus manos (que infinidad de personas como yo tenemos que comprar) y esto le llenaba la existencia, le hacía feliz. Posiblemente mucho más feliz de lo que yo atiborrando mi mente con conocimientos ajenos, no me sentía ni tan equilibrado, ni tan realizado, ni tal valioso como él.
Y honesto casi siempre, en más de una ocasión les dije a mis queridos tíos que les admiraba muchísimo. Les complacía esta confesión mía, mostraban contento, y dándome lecciones de humildad, me respondían que eran ellos los que me admiraban a mí por lo mucho que yo sabía.
La realidad fue, que yo aprendí de mi tío Pascual y de mi tía Angustias cosas que han influido muy positivamente en mi vida, mientras yo no he sido capaz de enseñarles nada, ni siquiera a que leyeran otros libros aparte de “el mejor libro del mundo”.