EL CASO DE UN HOMBRE RICO ENVENENADO (DIEGO EGARA, DETECTIVE)

EL CASO DE UN HOMBRE RICO ENVENENADO (DIEGO EGARA, DETECTIVE)

          El dúplex que buscaba se hallaba situado en uno de los bloques de viviendas más lujoso de la Castellana. Me resultó evidente que la amiga de Gema Bernal pertenecía a su misma clase social, la de los privilegiados de la fortuna, los que no tienen que echar cuentas, someterse a sacrificio alguno ni pasar apuros para que el dinero les llegue sobrado hasta final de mes. 

         Silencioso, veloz y perfumado el ascensor que me subió hasta la séptima planta de aquel impresionante edificio. Llegado allí, una docena de pasos por un pasillo de blandita moqueta azul me llevó hasta el 175 “F”.

          Pulsé un timbre color marfil que respondió a mi presión con unos afinados campanillazos y, a los pocos segundos, abrió la puerta un tipo guapo, esbelto y bien trajeado cuya joven epidermis mostraba ese bronceado que la gente rica adquiere en las pistas de tenis, de esquí o navegando en yate. La sonrisa que me dirigió fue simpática, amistosa y afeminada.  No tuve que presentarme. Se me adelantó él:

         —Supongo que eres Diego Egara, el detective que nos recomendó Gema Bernal.

         —Vaya, tienes cualidades de adivino.

         Mi ironía me la recompensó él con una cautivadora sonrisa que, proviniendo de un representante de mi sexo tiene siempre el poder de despertarme un cierto desasosiego. Seguro que algún psiquiatra, si yo fuera lo suficientemente temerario para someterme a su examen, lo atribuiría a algún oscuro complejo por mi parte.

          —Soy Anselmo Moyano —dijo, añadiendo a continuación algo que siempre me sienta fatal porque lo interpreto como devaluación—: Eres muy joven.

          —Simple apariencia, señor Moyano. Hoy en día la cosmética logra auténticos milagros. Por el apellido deduzco que tienes alguna relación con la señora Alicia Moyano, que es a quien he venido a ver.

          —Alicia es mi hermana. Ten la amabilidad de seguirme.

          Me precedió hasta un gabinete profusamente iluminado por la abundante luz proveniente de dos grandes ventanales allí existentes. Excelente la calidad del mobiliario repartido por la estancia, valiosos cuadros y lo mismo los demás objetos que la adornaban. Mi vista apenas si resbaló por ellos pues lo que más poderosamente mereció mi interés fue la bellísima joven sentada en el magnífico sofá que ocupaba el centro de la habitación. Le calculé unos treinta años. Poseía una abundante cabellera rubia, grandes ojos azul cobalto, pequeña y afilada nariz y una boca de esas que te despiertan inmediatos, urgentes deseos de comértela a besos. A lo anterior se sumaba un cuerpo escultórico envuelto en un elegante vestido negro. Me incliné delante de ella y le ofrecí mi mano. Ella me entregó la suya enjoyada, cálida y suave.

El apretón que nos dimos fue recio. Supuse que la reciedumbre suya la habría adquirido cerrándose en mangos de raquetas de tenis, en palos de golf, o en ambos. El bello mar de sus ojos me recorrió entero.

        —Es usted tal como me lo describió Gema, señor Egara —dijo con voz aterciopelada,  pero carente de afabilidad, pretendiendo con su trato distanciante alzar una barrera clasista entre nosotros dos—.Tenga la bondad de tomar asiento —invitó señalando un sillón que me permitió quedar frente a ella y a su hermano que acababa de sentarse a su lado.

          —¿Quieres tomar algo? —ofreció él, tuteándome desde el primer momento y mirándome con una fijeza e intensidad que me causaron incomodidad.

           —El tiempo apremia, Anselmo —le cortó ella sin importarle resultar antipática —. Vayamos directamente al grano.

          Perdoné su brusquedad porque en aquel mismo momento ella descruzó sus piernas y me permitió obtener una fugaz visión de los notorios encantos que ocultaba su bonita falda y envolvían sus finas medias negras. Uno de los tacones finos como estiletes de sus zapatos quedó apuntándome. 

         —Sí, vayamos al grano.

          A continuación, tomando la dirección del asunto, Alicia Moyano me contó una de esas historias que se vienen repitiendo desde que los seres humanos aparecieron en el mundo y se les ocurrió agruparse, formar familias, pueblos y naciones. El padre de ambos, a sus sesenta y tres años se había enamorado perdidamente de una chica filipina de veintitrés. Haciendo caso omiso a la indignación y oposición de sus hijos, aquel hombre mayor decidió que se casaría con ella el mes siguiente, o sea el mes en el que estábamos. No había fijado todavía la fecha exacta, pero su decisión la afirmó inamovible.

         —Pero no pudo llevar a cabo esta barbaridad de casarse con esa cazafortunas porque hace dos semanas, Dios castigó la desenfrenada lujuria de nuestro progenitor provocándole un infarto mientras copulaba con esa guarra —expuso su hermana.

        El hermoso rostro de Alicia Moyano había enrojecido de ira. Sus bellos ojos claros echaban chispas. Su hermano, por el contrario, conservaba la serenidad. Al parecer carecía de la vehemencia y carácter fuerte de ella.

         —A ciertas edades, los excesos se pagan —concedí, enigmático.

         —Recibió nuestro padre un castigo justo por todos los perjuicios que nos ha causado —condenó Alicia, rencorosa.

          —Enormes perjuicios —convino su hermano, realizando un coqueto abaniqueo de sus largas pestañas.

           —Imperdonables perjuicios —remató su hermana—. Juzgue, si no, señor Egara. Ayer por la tarde el notario abrió el testamento de nuestro difunto padre y nos hemos llevado un disgusto de muerte al descubrir que hace dos meses, el viejo verde, había cambiado su testamento anterior por otro nuevo. En el anterior nos dejaba todos sus bienes a Anselmo y a mí, como es de justicia, pero en este otro y último testamento se lo deja todo a esa zorra filipina. Naturalmente lo vamos a impugnar. Hemos puesto el asunto en manos de nuestros abogados. Nos vamos a enfrentar a un pleito terrible y posiblemente muy largo. Así nos lo han advertido nuestros letrados. Es mucho el dinero que está en juego y esa prostituta extranjera encontrará también muy buenos abogados que defiendan sus intereses. ¿Comprende usted que mi hermano y yo estemos extremadamente furiosos? ¿No lo estaría usted en nuestro lugar, señor Egara?

          Rubricó ella su irritación con otro, para mí, torturante descruce de piernas. Creo que no pretendía ser perversa conmigo, pero lo cierto es que eso lo estaba siendo plenamente. Compuse una expresión muy comprensiva.

          —Comprendo perfectamente que estén furiosos y trastornados con lo acontecido. En su misma situación mucha gente lo estaría. Bien, supongo que no me han llamado únicamente para contarme la injusticia que su padre cometió con ustedes —dije sintiendo un cierto desasosiego.

        —Verá, señor Egara —la guapa Alicia me asaetaba con sus ojos—. Nosotros sospechamos que nuestro padre no murió de un infarto como nos dijeron, sino que enterada de la existencia de ese nuevo testamento que tanto la favorecía, esa putita asiática lo envenenó para poder adueñarse inmediatamente de la fortuna que nos pertenece.

        —Esa es una sospecha muy grave, señorita Moyano.  Tal vez siendo congruentes con lo que creen, deberían pedir a la policía realice una autopsia al cadáver de su difunto padre.

        —A petición nuestra ya efectuaron esa autopsia, y nada encontraron que confirme lo que nosotros estamos seguros de que ha ocurrido. La asesina debe haber empleado, para matar a nuestro padre un veneno no detectable. Existen venenos imposibles de detectar, ¿no es cierto?

         Encontré lógica la posición de los dos hermanos ya que habían sido enormemente perjudicados. Pero con lo único que contaban era con sus sospechas.

         —Esos resultados forenses no les favorecen en absoluto —reconocí, quedando a la expectativa.

         —Los resultados dirán lo que quieran, pero nosotros estamos seguros de que esa zorra envenenó a nuestro padre —insistió Alicia un brillo avieso en sus bellos ojos que me miraron sin pestañear —. Y eso es lo que deseamos encargarle que descubra, que esa puerca envenenó a nuestro padre.

         —Será una tarea muy difícil.

         —¿Demasiado difícil para usted?

         Claro desdén curvando hacia abajo las comisuras de los gordezuelos labios femeninos. Me mosqueó su actitud. Surgió en mi mente una imagen de ella boca abajo sobre mis rodillas, y mis manos prodigando a sus esféricas nalgas una cariñosa azotaina

        —Para mí no hay nada difícil, porque lo difícil lo vuelvo fácil, señorita Moyano —presumí.

        —¿De acuerdo entonces? ¿Acepta usted nuestro encargo, señor Egara, de descubrir que fue asesinato y no muerte repentina lo que le sucedió a nuestro padre?

—Por supuesto que les ayudaré en cuerpo y alma —tragué saliva porque ella había abierto sus piernas y dejado visible la totalidad de sus magníficamente torneados muslos.

        Durante el cuarto de hora siguiente me pasaron toda la información que consideraron podía servirme. La amante filipina de su padre se llamaba Ofelia Perales, y compartía con un hermano suyo y la novia de él, un modesto piso suburbial. Ellos desconocían el nombre del hermano y de su chica.

         —¿Se pondrá usted inmediatamente manos a la obra?

         —En cuanto salga de aquí —prometí—. ¿Dónde está su esposo, señora, Moyano? —dije exteriorizando una pregunta que acababa de surgirme pues yo, por la información recibida de Gema Bernal conocía que ella estaba casada.

         —Mi hermano le acompañará hasta la puerta —me cortó, seca, furiosa con mi indiscreción y sin contestar mi pregunta.

          Permaneció sentada donde se hallaba, sin concederme un último excitante descruce de piernas, y el obediente y risueño Anselmo me acompañó hasta la salida moviéndose todo él con un exagerado amaneramiento realizado sin duda alguna en mi honor. Una vez llegados a la puerta me dijo bajando la voz para que su hermana no pudiera oírle:

         —El marido de mi hermana se fue Botsuana a cazar elefantes en vez de acompañarla al desfile que Chanel celebró la semana pasada en París.

—Un hombre tan desconsiderado con su mujer, como ha demostrado ser tu cuñado, es merecedor de que le metan cuernos.

Para sorpresa mía él estuvo de acuerdo conmigo.

—Pienso lo mismo que tú, pero mi hermana está demasiado enamorada de él para querer metérselos.

—A veces quienes dicen: De esta agua no beberé, terminan bebiéndola a cubos.

—Eres muy travieso —rio él permitiéndose darme un cariñoso pellizco en la mejilla. Todo irritado fui en busca del ascensor. No era la primera vez que yo sufría un descaro de aquel tipo y me enfurecía siempre. Yo soy, y he sido toda mi vida, muy varonil.

Llegué donde había dejado mi coche. Pisado en el parabrisas había un papelito. Lo cogí creyendo que se trataba de publicidad y me encontré con que era una maldita multa por haber aparcado en zona prohibida. Lo que solté por mi boca era para que tuvieran un par de días malos todos lo que tenían algo que ver con aquel hecho punitivo.

Conduje un rato con la cara de mala leche que me había puesto la multa. Se me quitó esa cara en cuanto viví el milagro de encontrar un hueco donde poder aparcar mi antiguo utilitario, regalo de mi padre después de haberlo utilizado él durante veinte años y haberse comprado uno nuevo gracias a que le tocó un cupón de la ONCE.

Crucé la calzada sin que fuese paso de peatones y tres o cuatro de los que intentaron atropellarme, encima, me pitaron.

Llegué ileso a la acera. Me sonrió una chica fea y, como no tengo ni un gramo de misógino, le devolví la sonrisa y ella se rio tan feliz como si fuese la primera vez que alguien le sonreía.

Los filipinos vivían en el tercer piso de un inmueble antiguo y modesto. Su fachada necesitaba ser pintada tanto como la flor en un desierto necesita regadío. Seguro que las personas que yo quería visitar cambiarían de barrio y de mucha mejor vivienda en cuanto recibieran la extraordinaria herencia que, de momento estaba en litigio.

NO FUNCIONA ponía en la puerta del ascensor. La buena caligrafía del anuncio no aminora el fastidio que les significa subir escaleras a un cojo, un resacoso, y no digamos a uno que va en silla de ruedas.

Yo, por disfrutar de una excelente forma física, la escalera la subí de cuatro en cuatro escalones.

Llegué delante de la puerta del sexto “C”. En el centro de ella había una imagen policromada de la virgen con el corazón atravesado por siete puñales. Sufrí un estremecimiento, aunque juzgué por este símbolo: <<A lo mejor resulta que es buena gente la que vive aquí>>.

Apreté el ennegrecido circulito de un timbre. Transcurrieron seis minutos. Me abrió esa puerta un tipo más bajito que yo, mostrando sus ojos raros un brillo interrogante y  su boca una sonrisa calificable como angelical. Su agradable voz, con un acento raro me dijo:

—¿Qué quiere señor?

Le enseñé el carné que demuestra mi profesión. Hice esto tan rápido que si hubiese sido la multa rota por mí tampoco se habría enterado él de lo que era, y, convencido de que él se tragaría lo que yo le dijese, anuncié en un tono serio, casi autoritario:

—Soy el detective Egara y he venido a hacerles unas cuantas pregunta y, después de recibidas las respuestas me iré.

Sin esperar su reacción crucé el umbral y me dirigí a la puerta que él había dejado entreabierta y me encontré en un salón donde había dos mujeres sentadas viendo la televisión. Eran jóvenes, bien parecidas y con grandes ojos que me miraron con sorpresa.

—Soy el detective Egara. He venido a hacerles unas pocas preguntas y después de haberlas hecho me marcharé.

El individuo que me había abierto la puerta se había colocado junto a ellas, pero sin sentarse. Les habló, supuse que en tagalo, y ellas ampliaron su sonrisa.

—¿Quién de ustedes es Alexa Reyes? —quise saber mirando fijamente a las dos féminas.

—Yo —me respondió la que me pareció más guapa.

—Usted era la prometida del señor Aurelio Moyano, ¿cierto?

—Sí, y nos íbamos a casar este mes, pero desgraciadamente él murió.

Dicho esto comenzó a llorar. La mujer que tenía a su lado sacó de un bolso que había encima de la mesa un pañuelo y se lo entregó. Esperé a que se sonara y calmara un poco la joven afligida, antes de proseguir mi interrogatorio.

—¿Le dijo Aurelio Moyano que cuando él muriese le dejaría toda su fortuna?

—Yo no sabía, que bueno de él, quería dejar a mí sus cosas de valor.

Su voz contrita y su actitud habrían engañado a cualquiera que no fuese tan desconfiado y suspicaz como soy yo. Se sonó de nuevo. Aproveché aquella breve pausa para recorrer con la mirada la estancia. No debía tener más diez metros cuadrados. Los muebles eran antiguos y viejos. Me fijé en unas figuritas religiosas que había en una estantería junto a media docena de libros. Un rápido repaso de sus lomos me permitió apreciar que todos estaban escritos en una lengua que yo no entendía menos uno que llevaba un título en inglés.

Me distrajeron las palabras que me dirigió el joven filipino:

—¿No más preguntas, señor? Ya policías días atrás cientos de preguntas a nosotros. Nosotros muy tristes por muerte señor Aurelio Moyano.

Noté inquietud en su voz y en su actitud. Esto intensificó mi suspicacia. Su nerviosismo se había producido a partir del momento en que la mirada mía recorrió la estancia con figuritas religiosas y libros. Volví a hacerlo. Realicé medio giro y me dirigí a la estantería aquella. Leí el lomo del libro en inglés (idioma que domino gracias a mi trato íntimo con chicas que hablan esta lengua). The book of the deadliest and least known poisons in the world. Lo saqué. Lo abrí por una página que tenía la punta de arriba doblada. Había un subrayado que la cubría casi entera.

Entonces escuché un clic. Lo identifiqué al instante di medio giro con la velocidad del rayo y mientras mi mano izquierda asía la muñeca izquierda del filipino armada con un estilete que descendía ya buscando mi cuerpo, mi mano derecha soltó el libro y con su canto golpeé violentamente el cuello del tipo que pretendía acuchillarme. Él, con el conocimiento perdido, cayó de bruces al suelo. Por la posición en la que quedó, pensé que el golpe recibido en su cara lo embellecería. Recogí del suelo el libro en inglés y mirando a las dos mujeres que me observaban con más odio que otra cosa, les dije:

—Voy a buscar más policías para que se os lleven detenidos a los tres.

Me dirigí a la puerta, sin darles la espalda en ningún momento, y abandoné aquella vivienda. Esperé llegar junto a mi coche para llamar al móvil de mi tío el comisario Alvarado. Cuando me contestó le conté, sucintamente, lo que acababa de ocurrirme, el caso que estaba investigando y el libro encontrado que podía servirle para poder acusar de asesinato a los tres filipinos.

—Estoy en el barrio del Cerrillo con los cadáveres de tres colombianos que han cosido a tiros en su apartamento hace algunos minutos. Deja ese libro que has dicho sobre mi despacho. Cuando terminé aquí iré a por esos filipinos que tú crees asesinaron a Guillermo Moyano dueño de la naviera Flotix.

Un furgón de la policía con cuatro agentes tardó unos veinte minutos en presentarse en el piso que habitaban los tres filipinos. No encontraron a nadie. Ellos se habían marchado llevándose todo lo que era suyo y, posiblemente con cosas que no lo eran. Los pusieron inmediatamente en busca y captura.

Llamé a los hermanos Moyano y les puse al corriente de mi actuación, de la prueba de asesinato que podía significar el libro que tenían sobre venenos indetectables que yo había entregado al comisario, del que recalqué el parentesco que nos unía y que en él encontrarían ayuda para impugnar un testamento en el que la heredera que se nombraba en él nunca se presentaría a reclamarlo por miedo a ser acusada de envenenamiento. Me felicitaron y pagaron la cuenta por mis servicios.

Debido a lo buena que Alicia Moyano estaba le pregunté si quería salir conmigo una noche a cenar. Me recordó que estaba casada. Haciendo gala de la estrategia innata mía le dije:

—Tu marido me dijiste que está de viaje. Si tú no le dices que has salido conmigo, yo te juro por lo más sagrado de este mundo que por mí no lo sabrá.

—Te creo, pero no eres mi tipo —rechazó ella demostrando que yo le hacía gracia al acompañar este rechazo con una risita burlona.

—Es una lástima que yo no sea tu tipo, porque tú eres totalmente el tipo mío. Si cambias de idea, yo soy de los que no cambian la suya nunca. Llámame a cualquier hora del día o de la noche. Si lo haces de noche yo te podré dedicar mucho más tiempo.

Cortó la comunicación. Han pasado meses y ella no me ha llamado. Yo me lo he tomado con la elegancia de los buenos perdedores y no he llorado por ella ni he pasado noches en vela pensando en lo que podría haber sido entre nosotros y no fue. Pero una cosa que voy a decir ahora es muy cierta: he recordado montones de veces sus excitantes cruces y descruces de piernas, con excitación y añoranza.

Si te ha gustado este relato, gracias por tu amabilidad, y quizá te guste leer mi libro DIEGO EGARA DETECTIVE. Está disponible en  AMAZON en este enlace https://www.amazon.es/dp/1522857850/

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