DOS RECLUSOS (RELATO NEGRO)

DOS RECLUSOS (RELATO NEGRO)

DOS RECLUSOS

(Copyright Andrés Fonells)

En aquella penitenciaría todas las celdas solían ser ocupadas por dos reclusos. La celda en la que estaba recluido el viejo David Martin, debido a la muerte por sida de su último compañero, la tuvo para él solo durante cinco días.

El día que hizo seis entró en su celda un tipo corpulento, torvo, que sin concederle el detalle amable de contestar a sus palabras de bienvenida colocó las cosas encima de la cama baja.

—Perdona, compañero, pero esta cama la llevo ocupando yo desde hace cinco años. Es que tengo las rodillas destrozadas.

Sin molestarse siquiera en mirarle, el recién llegado le ladró:

—¡Vete a la mierda, viejo! Esta cama, ahora es mía.

El anciano en todos aquellos años privado de libertad había aprendido varias cosas que consideraba imprescindibles para llevar una existencia relativamente tranquila. Entre esas cosas imprescindibles estaban la lama y a paciencia. Los primeros días que un hombre estaba preso, la desesperación que este hecho le causaba hacía de él un ser amargado, huraño y agresivo. Calló y con dificultad se encaramó a la cama superior. Cuando su compañero de desgracia se fuese acomodando a su nuevo estado de privación de libertad, razonaría con él la necesidad suya de ocupar de nuevo la cama que había ocupado siempre, debido a la terrible artrosis de sus rodillas.

Y cuando ambos salieron al patio de la cárcel y apoyada su espalda contra la pared en la parte que daba la sombra, pues estaban en verano y el sol calentaba lo suyo, el preso veterano decidió entablar una conversación con su nuevo, poco sociable compañero de celda.

—¿Y a ti por qué te han metido en el trullo? —le preguntó, amistoso.

El preguntado le dirigió una siniestra mirada y respondió, hosco:

—Porque tenía un bar.

—Por tener un bar no condenan a nadie a prisión —argumentó el preso veterano, pensando que el otro podía estarle gastando una broma.

—Es que muchos de los imbéciles que entraban en mi bar nunca más volvían a salir de él —con siniestro y escalofriante tono de voz, el condenado que recién acababa de llegar—. Los enterraba en el puto sótano.

Creyéndole a pies juntillas, David Martin decidió inmediatamente no ganarse su amistad y mucho menos tener trato alguno con él. Hablaría con el alcaide y, aunque tuviese que pedírselo de rodillas, le suplicaría lo cambiase de celda, pues mucha mayor desgracia que estar encarcelado era estar muerto.

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