DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO IV PÁGINAS 4I Y 42) -ACTUALIDAD-

CAPÍTULO IV

Tenía elaborada una lista de fotógrafos que planeaba visitar aquella tarde y descubrir si alguno de ellos había fotografiado a la chica del calendario que había enamorado al feísimo señor Canales, cuando se abrió la puerta acristalada y penetró en mi oficina una mujer joven. El vestido negro de alta costura que llevaba puesto modelaba provocadoramente el conjunto de curvas voluptuosas que poseía su cuerpo. Su atuendo lo completaban un plateado chaquetón de pieles entreabierto y unos zapatos negros acharolados y con largos y finos tacones. Su pelo era endrino, liso, y lo llevaba suelto en cascada que se desparramaba sobre sus hombros y su espalda. La mitad de su rostro lo ocultaban unas grandes gafas de cristales oscuros.

Iba recargada de joyas caras y desprendía su persona una seductora fragancia. Con pasos decididos y actitud arrogante tomó asiento en uno de los sillones destinados a mis visitantes, depositó en el suelo su elegante bolso de marca italiana y me dirigió una pregunta en tono altanero:

—¿Es usted detective?

—Soy el detective Diego Egara para lo que guste mandar —empleando también, al igual que ella, el distanciante usted, convencido que me las veía con una tía maleducada y, sospeché, que estúpida también.

Ella realizó un cruce de piernas en el que expuso con la mayor naturalidad buena parte de sus impresionantes muslos, comunicándome acto seguido, a bocajarro:

—Mi marido me es infiel.

Mis ojos, plenamente ocupados en admirar su fascinante muslamen, no distrajeron mi funcionamiento mental.

—¿Qué desea que haga yo a ese respecto, señora?

—Que reúna pruebas fotográficas y grabaciones que demuestren su infidelidad. Quiero que este miserable traidor pague bien caro sus traiciones. Quiero arruinarle por su cochino comportamiento para conmigo.

Se mostraba indignadísima. La voz cargada de rencor. Cerraba con fuerza sus bonitas manos como si pretendiera estrujar dentro de ellas a su cónyuge. Sus uñas largas, pintadas de negro, serían armas terribles si las empleaba como tales.

—Intentaré conseguirle esas pruebas. ¿Alguna idea de quién es la persona con la que su marido la traiciona?

—No. Tendrá que descubrirlo usted. Para eso voy a pagarle.

—Perfecto.

A continuación le pregunté su nombre.

—¿Tengo que dárselo? —contrariada.

—Es imprescindible. Ejerzo una profesión legal.

—Alicia Ramírez.

Acto seguido le pedí una fotografía de su esposo, lugar de trabajo y horario laboral. Resultó que su consorte, Federico Ramírez, dirigía un próspero negocio de su propiedad.

Cuando tuve todo esto en mi poder le dije, forzadamente amable a pesar de que su engreída, antipática actitud para conmigo continuaba:

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