DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO II PÁGINAS 25 Y 26) -ACTUALIDAD-
Cortó él la comunicación. Yo había quedado boquiabierto, pasmado. Permanecí un tiempo como paralizado física y mentalmente. Luego, poco a poco, dentro de mi cabeza se produjo una reactivación abrumadora. De mi cerebro, hiperactivo de golpe, brotaron ideas, suposiciones y conjeturas, con la velocidad de una tormenta de rayos. ¡Me asusté! Mi mente especulativa comenzó a juntar deta-lles que en el pasado muy reciente no tomé en cuenta. Fui encajando piezas de un terrible, impactante puzle.
La nota que me había leído el comisario Alvarado ¿había sido colocada en el bolsillo del occiso con la intención de que, a través de las noticias o de la policía, llegase a mí? “Gracias por una noche inolvidable, mi Conde”. Conde había sido el nombre con que la ardiente desconocida que me había regalado una delirante noche de sexo, me había rebautizado. Y su firma: Pasión, el nombre que a ella le había dado yo. Realicé algo dificilísimo para mí en aquellos instantes: arrinconé lo vivido con ella y lo sentido. Puse a trabajar, intensamente mis dotes de investigador. Posibilidades que podían ser realidades. El peso que yo había notado llevaba Pasión dentro de su bolso podía ser la parabellum 8 mm, y haber salido de ella las dos balas que terminaron con la vida del prestigioso juez Norberto Torres. El golpe sordo que había escuchado cuando ella dejó caer su bol-so junto a mi mesita de noche pudo haberlo producido un arma. El haber notado yo, después de su desaparición, que ella había estado registrando mis cajones podía significar que se había hecho con una de mis tarjetas, la que después había escrito lo que claramente apuntaba era un mensaje para mí. Un mensaje adulador.
Aceptando como verosímil todo lo anterior, aquella seductora mujer era una asesina. Una asesina que había matado a sangre fría a un hombre. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. En mi fuero interno yo consideré que esa era la horrible verdad. ¡Pasión era una asesina! La mujer que había tenido en mi cama y con la que había vivido las mayores explosiones de placer conocidas por mí has-ta entonces, era una asesina profesional.
Pretendí encontrar una posible justificación a su crimen. ¿Venganza quizás? ¿Había condenado el prestigioso jurisprudente a una persona que ella amaba con toda su alma? ¿Dónde se hallaba ahora? ¿Volando hacia un país hispanoamericano, lejos de la justicia española, después de haber causado una alevosa muerte que posiblemente quedaría impune? Un sentimiento de culpabilidad se había despertado en mí porque no tenía prueba alguna de que ella realmente había cometido el crimen que yo sospechaba. Nunca hablaría a nadie de ella ni tampoco de la hipótesis que había elaborado.
No analicé a fondo mi decisión, ya dije con anterioridad, que no sirvo para hacerlo. Llevaba un rato sumido en un decaimiento total cuando se abrió con brusquedad la puerta de la entrada y tres hombres desconocidos para mí la cruzaron.
Quité rápido mis pies descansados en lo alto de la mesa, y les di aterrizaje en el suelo que, otro día más había vuelto a olvidar darle una pasada de fregona. Dos de los tipos recién llegados eran altos y anchos como armarios de doble puerta. Llevaban la cabeza rapada por completo y daba miedo la cara de malos chicos que tenían. El tercer individuo, al que los otros dos concedieron tomara la delantera, era larguirucho de
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