UN SUCESO DRAMÁTICO (relato)
En los bares pequeños, los clientes habituales suelen tratarse con genuina confianza y, a menudo existe entre muchos de ellos una sincera amistad y en muchos casos verdadero afecto. Los dueños y los empleados de este tipo de establecimientos que estoy mencionando, se convierten para los parroquianos casi en miembros de su familia pues comparten problemas y alegrías e intercambian consejos bienintencionados.
Todos los que leen mis escritos saben que el local de este tipo que más frecuento es el bar del Tuerto, ese buen hombre cincuentón que tiene el cuerpo formando arco, algo de chepa y lo más notorio en él, un par de ojos divorciados ya que cada uno de ellos goza de la autonomía de mirar en dirección distinta y jamás coinciden en la misma.
Alguna que otra mañana, de tarde en tarde, pasada la hora de la bulla en que el Tuerto se queda sin personas que atender, pues forman parte del decorado ese par de viejos que sentados junto a la ventana, viendo pasar a la gente, le hacen compañía alargando un café durante horas, pues con la miseria que cobran de jubilación no pueden gastar más; el de la mirada desacorde y yo (al que procuro no mirar a los ojos para que no me desoriente), echamos una partida a las damas, juego al que le tenemos cogido tan bien el tranquillo, que casi siempre gana, de los dos, el que sale primero.
Una mañana soleada, como lo son en Marbella trescientas y pico durante el año, entró en el establecimiento una pareja de extranjeros. Por haberme servido el mucho viajar para aprender alguna que otra lengua foránea, además de estropearme en ocasiones el estómago con exóticas comidas, supe escuchándoles que eran súbditos de la Gran Bretaña. Andaban ambos por la treintena de años, eran hermosos y pronto demostraron que también alegres y extrovertidos.
Después de pedirle al Tuerto dos ginebras con tónica le preguntaron, simpáticos, si hablaba inglés. El de la mirada exageradamente bizca me señaló, y así fue como entablamos amistad ellos y yo. Ella, que era la típica rubia de ojos azules y un cuerpo de piel muy blanca, surtido de todas las formas que convierten a una mujer en voluptuosamente seductora; se llamaba Liz, y él, que era muy alto y nervudo, con abundante pelo castaño, nariz larga y ojos medio verdes, tenía por nombre Laurence.
Conversamos inmediatamente con fluidez, simpatía y agrado. Me dijeron que habían llegado el día anterior, se alojaban en un hotel cercano a la playa. Se habían dado la noche anterior una vuelta por el casco antiguo de Marbella y les había maravillado de su tipismo y encanto. Cenaron una exquisita parrillada de pescado en un restaurante de la Plaza de los Naranjos y se habían enamorado totalmente de nuestra ciudad.
—Pensábamos antes de nuestra llegada a Marbella permanecer aquí una semana, pero ya hemos arreglado con la recepción del hotel que van a ser dos —entusiasmado Laurence.
—Esto es un auténtico paraíso. Le encontramos un cierto parecido con Miami donde estuvimos durante nuestra luna de miel —aportó Liz que tenía una sonrisa cautivadora, una de esas sonrisas que, si adoras a las mujeres, te hacen pensar en el placer de comértela a besos.
Me invitaron al café que yo estaba tomando y en reciprocidad yo les pagué dos ginebras con tónica. Me despedí de ellos, pues tenía el compromiso de enviar una nueva colaboración al Periodicoirreverenes y, para empezar no tenía pensado nada al respecto.
Coincidí con ellos dos días más tarde de nuevo en el bar del Tuerto. Me contaron que todos los días pasaban largos ratos en la playa. Empezaban a estar rojos como cangrejos y envidiaron el bronceado mío.
—No tiene mérito el moreno mío —bromeé—; he tardado treinta años en conseguirlo.
Continuaban tan entusiasmado con nuestra ciudad que pensaban visitar una agencia inmobiliaria, alquilar un chaletito y permanecer un par de meses en Marbella.
—Poseo una pequeña compañía constructora de lanchas. En mi ausencia lleva el negocio mi hermano. Él y yo hemos llegado al acuerdo de que cuando regresemos dentro de dos meses él se irá otros dos meses de vacaciones y yo me ocuparé de todo en el negocio.
—Será maravilloso. Vamos a vivir los dos meses más felices de nuestra vida —su mujer tan convencida como él.
Debido a mi convicción de que la amistad se demuestra con hechos además de con palabras, les envié a la pequeña agencia inmobiliaria que tiene Hilario, el de los chistes como lo llamamos nosotros para diferenciarlo de otro Hilario que es abogado y más serio que un potaje de garbanzos sin compañía.
Volví a verles tres día más tarde en el Paseo Marítimo Yo iba camino del chiringuito del Tartana y ellos venían de comerse una pizza. No detuvimos un momento a charlar.
—¿Grande o pequeña la pizza? —pregunté con ganas de bromear.
—Nos la hemos tomado con Hilario. Él ha dicho que era tan grande como una rueda de tractor. ¡Qué gracioso es ese hombre! —celebró Liz acompañándose de una risa sonora.
—Por cierto muchas gracias por aconsejarnos que fuéramos a él. Nos ha encontrado un chaletito encantador por la zona del Hotel Don Pepe. Mañana vamos a vivir allí. Para celebrarlo haremos un poco de fiesta el domingo próximo y queremos que vengas. No haremos mucha cosa. Una paella que se ha comprometido a hacer el competente Hilario, buen vino y música “Viva España” como dice el divertido Hilario.
Me resultó evidente que mi joven amigo les había caído muy bien, especialmente a Liz que se le iluminaban los ojos cada vez que lo mencionaba.
Nos daba el sol de lleno, ese sol de principios de la tarde que más que calentar, abrasa. Yo, del que poetas y almibarados lingüísticos llaman el astro rey, a mis años prefiero disfrutas de su esplendorosa luz más que de sus tostadores rayos.
Me despedí de ellos hasta el domingo. Y el domingo traje a su fiesta una botella de buen vino blanco y una caja de bombones para la anfitriona. Además de Liz, Laurence y mi amigo Hilario, que estaba graciosísimo con un delantal florido que le había pedido prestado a su abuela, que tiene ochenta años y frecuenta todavía las discotecas (La eterna adolescente, solemos llamarla) se encontraba un matrimonio treintañero también y asimismo de nacionalidad británica. Él era un gordito de mofletes color melocotón delatores de que era un buen bebedor, como demostró enseguida pues su vaso lo veías lleno este segundo y, al segundo siguiente, vacío. Se llamaba Peter y su mujer Elsa. Su mujer era, como solía decir el Tartana, más fea que un tiro de mierda. Y me ocurrió algo muy habitual cuando en una reunión hay una mujer fea, que suele encapricharse de mí.
Elsa empezó a reírse cada vez que yo abría la boca, dijera algo alegre o macabro. Bebía tanto como su marido y después de la comida, cuando nos sentamos al sombreado porche a tomar café, en vez traerse una silla como habíamos hecho todos, Elsa se me sentó en el regazo para gran regocijo de todos menos de mí porque a una fea con buen cuerpo, no viéndole la cara te exalta lo mismo que una guapa. Considerando que no soy de piedra y que siguiendo mi honesta norma: “No hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”, puse una excusa, me quité a Elsa de encima que a punto estuvo de echarse a llorar porque el hombre de la sonrisa hermosa, como me llamó, los abandonaba.
Hilario me acompañó hasta la calle donde yo había aparcado mi viejo y abollado utilitario y me dijo, sabedor de que allí no podría escucharnos nadie:
—Muchas gracias por traerme a esos clientes. No sabes cómo te lo agradezco. ¿Te has fijado en lo buenísima que está Liz?
—Pues claro. Dios que lleva algún tiempo mermándome maravillas físicas, la vista me la está conservando muy buena, y pensando mal no sé si para que sufra con todos esos apetitosos frutos que ya no pueden ser míos.
—A Liz, esta misma noche, como su marido se distraía un poco, me la llevo yo al catre. A ella le voy yo mogollón. Me abrasa con sus ojos cada vez que me mira. Tiene más ganas que yo de que ensamblemos las herramientas del placer.
—¡Qué cabrón eres! —le critiqué—. Has hecho negocio con el marido y encima quieres adornarle la frente.
—Vamos, poeta. Déjate de sentimentalismos. Tú sabes que a la ocasión la pintaron calva y el que no la aprovecha es un tonto. Y de tonto, mi menda, el Hilario, nunca ha tenido ni mijita.
Me despedí de él, disgustado. Veía a Laurence muy enamorado de su mujer, y el enamorado suele sufrir si alguien intenta no respetarle sus derechos adquiridos sobre la mujer amada.
Transcurridas un par de semanas me encontré en el bar del Tuerto a Rafa, el fontanero. Es generoso y buen amigo.
—Tómate lo que quieras, te invito —dijo nada más verme entrar.
Pedí un café con leche y como a él le dolía la pierna que se fracturo en una caída de motocicleta nos sentamos a una mesa. Le pregunté cómo le iba el trabajo.
—Fenómeno —optimista—. Como no abuso nunca de la gente y cobro lo justo, trabajo me sobra siempre. Ayer fui con Hilario, el de los chistes, a un chalet de la zona del Hotel Don Pepe. Tenía una fuga de agua debajo del fregadero. Un manguito picado. Se lo arreglé en un momento. Cuando terminé ¿qué dirías tú que vi?
—A un dinosaurio no creo —inclinándome por lo jocoso.
—Pues vi al Hilario en la cama, dale que te pego con una gachí extranjera que debía ser la dueña y que sin cortarse siguió dándole a las caderas para que no se le saliera lo que tenía metido en la taza —irónico—. Hilario se dio cuenta de mi presencia y sin parar (vamos que parecía que ir a destajo), me preguntó si había terminado. Le dije que sí. “Vale pues puedes irte. Yo te pagaré la reparación cuando te vea”. Ese cabrón sí está en el mundo.
—No caigas en el defecto de la envidia, porque el envidioso sufre por lo que nunca será suyo, que es uno de los sufrimientos más inútiles que podemos padecer —filosofé —disgustado con lo que acababa de saber por él.
Rafa es un limpio de espíritu y me admiro:
—¡Qué listo eres! No sé cómo te las arreglas, pero siempre encuentras las palabras justas.
—A lo mejor las encuentro porque las busco y otros no se molestan en hacerlo.
Nos separamos Rafa y yo. Él tenía que empezar la instalación de fontanería para una pequeña piscina, y yo tenía ganas de sumergirme en un nuevo reto, un reto que jamás creí meterme: escribir una novela de terror.
Continuara…