"NON, JE NE REGRETTE RIEN" (RELATO)
Vivíamos en París, en una boardilla vieja y maltratada además de por el paso del tiempo por la desatención. Esta boardilla se hallaba situada en el entonces bohemio y mal afamado barrio de Pigalle. Nosotros éramos muy jóvenes, muy pobres en lo económico, y muy ricos en sueños.
Nicolette aspiraba llegar a ser, algún día, una gran actriz, y yo quería también ser, algún día, un buen escritor. A veces encontrábamos un trabajo de los muy mal pagados y nos hacíamos con unos pocos francos. Francos que nos servían para paliar, en parte, el hambre que habíamos ido acumulando con obligados ayunos, y comprarnos pan, patatas y alguna que otra botella del vino-matarratas que vendía en su bodeguilla el gordo Monsieur Legarnier, cuyos ojos saltones gozaban, cuando nos íbamos, siguiendo con mirada lujurioso el voluptuoso movimiento de las prietas nalgas de mi novia que contoneaba aposta para él, consiguiendo con esta provocación que de vez en cuando el bodeguero nos fiara.
Además de pasar hambre y sed, frío y calor según nos quisiera castigar la climatología, a menudo nosotros nos retrasábamos en el pago del alquiler. Cuando esto sucedía, Madame Bordeaux, la dueña de aquel cochambroso inmueble, amenazaba con echarnos a la calle. Amenaza que nunca cumplía porque Nicolette, dueña de unos ojos preciosos, grandes, extraordinariamente expresivos, de un increíble color violeta, le suplicaba llorando lágrimas como garbanzos, que tuviera un poco más de paciencia con nosotros que no nos obligara a convertirnos en clochardes, que pronto le pagaríamos lo adeudado y, cuando llegásemos a ser famosos, la mencionaríamos como una importante benefactora nuestra. Por mi parte, yo le escribía a Madame Bordeaux conmovedoras poesías ensalzando su bondad, a las que añadía dibujos de rosas, su flor preferida.
Finalmente la compañía eléctrica nos cortó la corriente por no pagar los recibos de la luz y, las noches en que no había luna que, entrando por la ventana nos procurase claridad, nos alumbrábamos con velitas que yo robaba de la iglesia, dejadas allí por los devotos a Santa Genoveva la patrona de París. Nicolette y yo hablábamos durante horas sobre los sueños que perseguíamos, ebrios de ilusión unas veces, de desilusión otras, de esperanza y de desesperanza, mientras bebíamos a morro el morapio infame, animador. No nos entregamos nunca a la desesperación del fracaso. Nunca nos rendimos hasta el punto de hablar de suicidio como salida de la amargura del continuado fracaso. Nosotros amábamos con desenfrenada fuerza la vida.
Afortunadamente para nosotros las más de las veces, subiéndosenos a la cabeza, el vino peleón nos provocaba desbordante euforia y lograba que olvidáramos nuestras dificultades y bailásemos, entre risas, besos, y caricias, escuchando el único disco que no habíamos vendido, puesto en el baqueteado y roto tocadiscos de pilas. Y a menudo acompañábamos con nuestras nada favorecidas voces a la maravillosa voz de Edith Piaf.
Nuestras canciones preferidas eran “Je ne regrette rien” y Ne me quittes paz”. Y a menudo nos poníamos sentimentales y una desbordante emoción nos quebraba el canto y nos empapaba la mirada.
Y sobre todo, porque era lo único gratis que nos ofrecía la vida, hacíamos el amor hasta la extenuación. Y gastábamos con prodigalidad de potentados el verbo amar, porque precisamente por amarnos tanto pudimos soportar la miseria y los avatares que sufrimos.
A los dos, aunque alargamos y sufrimos lo máximo posible nuestra pobreza, llegó un momento en que consiguió vencernos.
Un hombre mayor y rico, se encaprichó de Nicolette y le propuso financiar su sueño y hacerla actriz a base de dinero y de su entrega. Y Nicolette se dejó comprar, diciéndome hecha un mar de lágrimas, que había alcanzado el límite de su resistencia humana y yo debía comprenderlo y perdonarla. Yo fui generoso. No es tan difícil serlo cuando se ama a alguien con toda el alma. Con el corazón destrozado y el llanto cegando mis ojos, en vez de intentar retenerla aprovechando la ventaja que pudieran darme sus sentimientos hacia mí, le dije que la comprendía y que deseaba, por encima de todo, que fuera feliz.
Y un día se marchó. La estuve esperando durante dos meses. Dos meses escuchando los posibles ruidos de sus pasos en la estrecha escalera, de escalones desportillados y barandilla de obra con obscenidades pintadas en ella. La echaba dolorosamente de menos. Cuando me cansaba de esta inútil vigilia, finalmente me dormía exuchando a Edith Piaf. Transcurridos algunos meses más me rendí acepté que a Nicolette no volvería a verla nunca más.
Regresé a mi patria, a la casa materna, y me entregué a la rutina de un trabajo seguro y a luchar por mis sueños compaginándolos con la explotación de mi cuerpo y el procurar que el cansancio físico no me matara la vocación literaria.
Sé que es aventurado hablar por otra persona que no está más a tu lado y eso te imposibilita averiguar lo que piensa, pero estoy casi seguro de poder afirmar que Nicolette, al igual que yo, habrá sabido darse cuenta de que a pesar de todas las dificultas y privaciones que sufrimos, en aquella bohardilla de París, fuimos extraordinariamente felices y libres como el viento, y que esa experiencia nos enseñó a valorar merecidamente las pequeñas cosas que ofrece la vida, y la sublime importancia que tienen en nuestra existencia el amor físico y el amor espiritual.