DE MUJER A MUJER (RELATO)
DE MUJER A MUJER
(Copyright Andrés Fornells)
Nuestra hija Beatriz se casa pasado mañana. Tanto a Carlos, mi marido, como a mí, nos está costando muchísimo ocultar a sus ojos la inquietud que este acontecimiento, tan feliz para ella, va a causarnos a su padre y a mí. Y el enorme vacío que nos va a significar su marcha, un vacío que nada podrá llenarnos. Pero hay que resignarse; es ley de vida.
Durante veintitrés años Beatriz ha sido el centro de nuestra existencia, nuestra más importante preocupación, afecto, orgullo y la causa de alguna que otra decepción y disgustillo también, como no podía ser de otra manera.
Ella es para nosotros lo más importante de nuestras vidas. Desde su venida al mundo, mi marido y yo la concedimos en casi todo el principal protagonismo. Si ella estaba contenta, contentos estábamos nosotros. Cualquier cosa que la apenara o defraudara a ella, nos apenaba y defraudaba de igual manera a su padre y a mí.
Me he planteado infinidad de veces las siguientes preguntas: ¿Qué motiva el que tantos padres se vuelquen tan desmedidamente en sus hijos? ¿Qué vacíen de contenido su vida para llenar de contenido la vida de ellos? ¿Es una necesidad de fracasados que pretenden no se repita su propio fracaso en sus descendientes? ¿Es obligación imprescindible, culpabilidad inconfesada inmanente al hecho de traerles al mundo sin que ellos nos lo hayan pedido? ¿O es simplemente la obligación ancestral que todos heredamos y continuamos transmitiendo? Realmente es más fácil hacer preguntas, que responderlas. Pero no voy a ponerme trascendental. No me serviría de nada. La resignación es una virtud práctica y necesaria, aunque también dolorosa.
Carlos, mi marido, para librarse de parte de la angustia que lo agobia últimamente me ha pedido que le dé algunos consejos a nuestra hija. Consejos que la ayuden en la nueva e importantísima experiencia que va a iniciar a partir de pasado mañana después haber contraído matrimonio. Carlos supone que yo, por ser mujer, comprendo mejor a las personas de mi mismo sexo, y por lo tanto puedo comunicarme con nuestra hija, mucho mejor que él.
—Pero ¿qué quieres que yo le diga a Beatriz, que no le hayamos dicho ya montones de veces los dos? —argumenté.
—No lo sé. Algo que le calé hondo y entienda que no importa lo que haga después de haberse casado, ella seguirá siendo una parte de nosotros, y nosotros una parte de ella. Y que sus problemas serán nuestros problemas, y que esta casa será su casa mientras nosotros estemos vivos —nervioso, desasosegado, su mirada implorante.
—Todo eso se lo hemos dicho ya, cariño, hasta la saciedad. Y ella lo sabe de sobras. Es una chica muy inteligente y sensata.
—Pero no está de más que se lo recuerdes algunas veces más. Tú tienes sobre ella mayor ascendente que yo. Las mujeres lleváis a los hijos nueve meses dentro de vuestros vientres alimentándolos, hablándoles con los labios y el corazón, y eso significa la existencia entre vosotras y vuestros hijos de un cordón umbilical que, espiritualmente, jamás se rompe. Yo lo único que he sabido decirle es que la quiero con toda mi alma, que daría mi vida a cambio de la suya y que ahora y siempre tendrá mi incondicional apoyo. Que la vida da muchas vueltas, el mundo da muchas vueltas, pero tú y yo estamos aquí, en casa, firmemente anclados para ella.
—Ya te salió lo marinero, esposo mío —me burlé dirigiéndole una mirada llena de ternura.
—Clara, que no es momento de bromas. Que esto es muy serio.
—¿Sabes? Siento ganas de pelearme contigo, pero me las voy a aguantar porque estamos ante una situación muy seria, como tú muy bien acabas de decir —escapándoseme cierto tonillo irónico.
Recordar esta conversación que Carlos y yo mantuvimos anoche después de hacer el amor de la forma rutinaria y cómoda con que lo realizamos ahora, tan diferente de la fiera, arrebatada y agotadora pasión de nuestros primeros años decasados, me produce una mezcla de dulzura y melancolía.
¡Qué canalla es el paso del tiempo envejeciéndonos infinitamente más por fuera que por dentro! Por fuera, mi cuerpo ha perdido agilidad de movimientos, fuerza y esbeltez, mientras dentro de mí sigo generando anhelos juveniles que me animan a cantar, a dar unos pasos de baile mientras hago la comida en la cocina, a prenderme en el pelo una flor...
Considero la nostalgia una especie de enfermedad que debemos combatir porque nos deprime y entristece recordándonos con cruel claridad lo que ahora somos y lo que antes fuimos. Es como una ruinosa cuenta de ahorros de la que se va sacando continuamente sin ingresar ya nada. ¡Uf, esto es pesimismo y no me gusta nada!
En realidad, lo que procuro casi siempre es recuperar de mi pasado todos aquellos recuerdos de las deudas que tengo contraídas y que no puedo pagar de otra manera que trayéndolas de nuevo a mi memoria. Ay, pienso a menudo como lo que soy: una empleada de banca.
Los recuerdos que me producen beneficios son los recuerdos que tengo de mi madre que fue, en la época que la tocó vivir, una auténtica heroína. Se enamoró de alguien que no lo merecía y que, tras dejarla preñada, no quiso contraer responsabilidad ninguna y desapareció de su vida. Quedar una chica soltera embarazada en los tiempos que a ella le ocurrió esto era algo que condenaba la mayor parte de la sociedad y representaba oprobio y vergüenza para la familia que se encontraba con un caso parecido.
Sus padres reaccionaron del modo cruel y despiadado que era muy habitual entonces, la propusieron llevarla al extranjero para que abortara allí y así nadie se enteraría de la deshonra que había traído a su familia. Pero mi madre fue valiente y se negó, a pesar de que sabía las terribles consecuencias que su rebeldía podía significarle. Y las tuvo, sus padres la echaron a la calle.
Me parece estar escuchando su agradable y un poco ronca voz, decirme con cierto amargo sentido del humor:
—“Nací mujer ardiente, hija, y de eso nadie es culpable, ni tan siquiera yo misma. Tuve mi primer novio a los quince años y mi primer gato también. Lloré lo mismo por el amor que perdí, que por el gato que se me escapó, con la diferencia de que el gato volvió a mí, mientras que al canalla del novio jamás lo volví a ver. Mi segundo novio fue el que me dejó preñada de ti. Cuando lo descubrí y se lo dije, muy asustada, hecha un mar de lágrimas, el muy cabrón de él en lugar de darme una solución me confesó que estaba casado. Y huyó de mí. Para entonces yo había ido desarrollando, junto con la amargura y los desengaños, muy mala idea. Le eché una maldición y surtió efecto: se estrelló con su coche, estuvo a las puertas de la muerte y quedó impotente para los restos. No he vuelto a maldecir a nadie más. Poseo todavía esa cosa tan necesaria que llaman conciencia y me molesta mucho. A medida que sumé años y experiencia, hija, empezó a resultarme cada vez más difícil no sentir desprecio hacia los hombres. Cierto que habrá montones de ellos buenos, honestos, cariñosos, capaces de amar de veras a una mujer y hacerla inmensamente feliz. Por desgracia para mí, hija de mi alma, yo jamás encontré ninguna de esas perlas”.
Pobre mamá, que existencia tan perra tuvo. Trabajar como una negra y realizar mil sacrificios para tirar adelante conmigo, darme alimentos y estudios. Y cuando yo había comenzado a ayudarla, un tumor asesino le quitó la vida. La maldita suerte nunca quiso serle favorable en nada.
Acabo de escuchar la puerta. Ahí está mi hija. Haberme acordado de su abuela va a ayudarme a echarle el sermón que su padre quiere. Se me llenan de arrobo los ojos al mirarla y el corazón me bombea amor. ¡Qué guapa, inteligente y cariñosa es! La muerte será poco para el que va a convertirse en su marido si no es capaz de tratarla como ella se merece, y hacerla infinitamente dichosa. Conmigo se las verá él si hace desgraciada a mi niña del alma.
—Hola, querida mamá. ¿Y papá?
Cambiamos besos tiernos, y siento como circula el gozo por los tumultuosos canalitos de mis venas.
—Papá se fue ya a la tienda. Está con el inventario de final de mes. Rabioso. No le han salido las cuentas a la primera. Esperemos que le salgan a la segunda. Toma asiento, cielo. Tengo que hablarte de parte suya y mía.
A mi niña la he contagiado mi seriedad. Chispas de preocupación en sus preciosos ojos claros, que ha heredado de mí. Una arruguita horizontal acaba de aparecer en su tersa frente. Hunde el índice muy recto en la abundante cabellera atada tras la nuca. Señal suya de nerviosismo. Ha tomado asiento en el sillón situado frente al mío. Por respeto a mí se ha bajado enseguida la falda que al sentarse se le subió un poco por encima de las rodillas.
—Soy toda oídos, mamá.
—Vamos a hablar de los hombres, nena. ¿Te parece bien?
Forman dos curvos puentes sus alzadas, bien depiladas cejas, y manifiesta con un principio de inquietud:
—¿Habéis tenido alguna discusión fuerte papá y tú?
—Papá y yo tuvimos ya todas las discusiones fuertes que podía soportar nuestro amor, y alguna más. El repertorio lo agotamos largo tiempo atrás y ahora estamos convertidos en dos aburridos pacifistas. Quiero que tú y yo hablemos de los hombres en general. Quiero decirte algunas cosas de ellos, que a lo mejor tú las sabes mejor que yo. Entra dentro de lo posible. Estáis tan despabiladas los jóvenes de ahora. Pero por si acaso, escúchme. Verás, con respecto a los hombres, ellos, en el fondo, nunca dejan de ser niños. Crecen y cambian su afán por acumular cromos por el afán de acumular dinero y otras cosas materiales. La gran mayoría de los hombres admiran a los que consideran superiores y quieren ser como ellos. Miden su propia estima en términos de dinero y poder. Un negocio que sale mal puede dejar a un hombre impotente. Ya puedes sonreír ya, que es tal como lo oyes. Y otra cosa chocante es que a muchos de ellos, las mujeres, no les gustamos del todo, ni tampoco confían demasiado en nosotras. Nos usan y nos temen porque intuyen o saben que, sin presumir de ello, somos más fuertes que ellos. Les aterroriza la posibilidad de que una mujer les rechace. Los peores de todos son los hijos demasiado mimados por sus madres, pues buscan en la esposa a la mamá que perdieron al casarse. Más hombres de los que lo confiesan temen la homosexualidad. Los sentimientos suaves, cálidos los consideran femeninos y la mayoría de ellos los rechazan. Los hombres piensan que deben ser agresivos, competitivos, triunfadores. Les deprime profundamente no alcanzar los ideales masculinos de valor, fuerza, independencia. A sus mujeres e hijos los ven como una extensión de sí mismos, más que como seres humanos independientes. Y cuando no es así, se deprimen porque creen que la familia les es desleal. Son tan vulnerables al culto de la juventud como las mujeres y tienen, aunque la mayoría lo disimulan, parecida vanidad a la nuestra. Pueden ser tan inteligentes, altruistas y cándidos como nosotras. Y también posesivos, envidiosos, celosos, cotillas y reivindicativos como nosotras. Muchos están acomplejados porque sus órganos sexuales son demasiado pequeños. Si los negocios les van bien esta mengua del tamaño de su pene queda paliada en cierta medida, de lo contrario es aumentada hasta el paroxismo. Interpretan los éxitos o fracasos de los hijos como propios. Ser rechazado por su mujer es lo peor que puede sucederle a un hombre. Su sentido de la frustración es infinitamente mayor que el de una mujer. Que una mujer no se corra al hacer el amor, son muchos los hombres que lo consideran culpa suya, aunque pueden cometer la desfachatez de echárnosla a nosotras. No entienden que nosotras podamos preferir unas tiernas muestras de afecto, al orgasmo. A muchos les falla la sensibilidad y la paciencia. Es cierto que en el acto sexual las mujeres necesitamos bastante más estimulación que los hombres. El estímulo del hombre incluye visión, olor, sonido y sugestión. Le basta ver a una mujer atractiva para que despierte su lujuria. Y puede escoger para hacer el amor sólo a su mujer, pero a todos les estimulan otras mujeres. Por lo general los hombres prefieren llevar casi siempre la dirección en el acto sexual. La atracción física es la mayor fuerza para comenzar una relación hombre-mujer. Pocos hombres tratan de iniciar una relación a no ser que la mujer muestre que no les va a rechazar. No soportan quedar en ridículo. Les duele muchísimo ser rechazados. Su amor propio es de cristal. Se rompe con nada.
—Espera, espera, mamá —alza Beatriz sus manos como si pretendiera con ellas detener un alud—. ¿A qué viene todo esto? ¿Me estás aconsejando que no me case?
Me ofrece su encantadora sonrisa, en sus grandes ojos celestes un brillo entre cariñoso y burlón.
—Pretendo únicamente decirte que no todos los hombres son tan maravillosos como parecen o pretenden parecer, ni tampoco cómo nosotras, a menudo, los vemos o los imaginamos.
—Todo eso ya lo sé mamá. Ni que fuera tonta. Vivo en este mundo. ¿Quieres que hablemos de otra cosa?
Rompemos a reír como locas. Mi marido ha sido servido. Nuestra hija conoce muy bien que con el lote del matrimonio entran el paraíso y el infierno y sabrá arreglárselas para que lo primero anule, siempre que pueda, a lo segundo. O sea, lo que hacemos todas las mujeres.