CUANDO DESCUBRES A UN HIJO DE 10 AÑOS FUMANDO (RELATO)
Mi mujer entró en el cuartucho que pomposamente llamábamos mi despacho, y me comunicó empleando un tono de voz indignado, a juego con la expresión de su cara de porcelana de Sèvres:
—Acabo de dejar a Alfonsito en el colegio.
Aparte mis ojos, que están muy lejos de ser tan bonitos como los de ella y expresando sorpresa a través de ellos constate un hecho archisabido:
—Igual que todos los días laborables, ¿no? ¿Lo dices por algo especial?
—Lo digo porque entré en su cuarto a meterle prisa, y lo pillé fumando.
La sorpresa que me causó esta noticia les sentó a mis cejas como si quisieran imitar a los ascensores subiéndose hasta la mitad de mi frente.
—¿Fumando? ¡Pero si solo tiene 10 años!
—Exacto —tan escandalizada mi mujer como llevaba yo mucho tiempo sin verla.
A continuación, dije algo que la puso furiosa y no entendí el por qué:
—¿Tabaco rubio o negro?
—A veces tengo dudas sobre si la cabeza te sirve para pensar o solo de adorno —entrando ella en terreno de evidente enojo—. A ver si cuando regre-semos del colegio le das un buen rapapolvo. Se empieza por los cigarrillos, luego por el hachís y, finalmente, se termina en la cocaína y la tumba —concluyó dramática.
—Déjale de mi cuenta —dije severo para que el enfado de ella no subiese más peldaños—. Cuando regreséis del cole. Me lo traes aquí, nos dejas a solas a los dos que yo le daré una buena reprimenda.
Fue tan lograda mi severidad, que ella asustada me recomendó:
—No vayas a perder la cabeza, ¿eh? Considera que es solo un niño.
—No te preocupes. Sabré como reprenderle y lo haré tan bien que nunca más se le ocurrirá a nuestro hijo fumar ni hacer cualquier otra cosa mal hecha.
Se marchó mi mujer. Yo le di vueltas y más vueltas al asunto y, a pesar de que soy bastante condescendiente con las travesuras de nuestro hijo, aquélla, después de escuchar a mi mujer la suposición de que del tabaco se puede pasar al hachís y del hachís a la coca, y de la cosa a la tumba, me mantenía preocupadísimo.
Me cundió poco esa mañana mi trabajo de traductor y encima, para exasperarme más todavía, estaba traduciendo un artículo científico que me obligaba a echar mano continuamente del diccionario alemán-español. Tanto fue así, que me habría hecho falta a mí fumarme un cigarrillo para calmarme.
Y por fin llegaron mi mujer y nuestro hijo pequeño de regreso del colegio. Ella abrió la puerta de mi “despacho”, hizo entrar a nuestro hijo que no sé qué le habría contado durante el camino, que lo hizo con la cabeza gacha y dando evidentes muertas de estar asustado. Yo que había estado estudiando mil formas de afrontar aquella situación, aunque lo disimulé, me encontraba tan ner-vioso como él.
—Siéntate delante de mí —le ordené adusto, aunque esta adustez me dolía más a mí que a él. Esperé a que tomase asiento y entonces le dije adquiriendo forzada actitud de juez—: Me ha dicho tu madre que te pilló fumando en su cuarto. ¿Es cierto?
Él asintió levemente con la cabeza, sin atreverse a mirarme. Yo que no perdía de vista su carita infantil aprecié que comenzaban a enrojecérsele las medio lunas de debajo de sus ojos, señal de que podría echarse a llorar en cualquier momento.
—¿Tú sabes que fumar es malísimo? Y que por eso los niños de tu edad no acostumbran hacerlo —nuevo asentimiento por su parte y un parpadeo que empezó a conmoverme—: ¿Por qué lo has hecho?
—Quería saber que sienten las personas que fuman…—logró balbucir.
—¿Y qué te ha parecido eso?
—Asqueroso. El humo sabe asqueroso y te deja un sabor horrible en la boca.
—¿Ha sido tu primer cigarrillo?
—Y el ultimo —engordando lágrimas en sus ojos tan hermosos —los ha heredado de su madre—.
—¿Te quedan más cigarrillos?
—Tres…
—¿Qué vas a hacer con ellos?
—Tirarlos a la basura.
—¿Los compraste?
—Me los encontré en la calle… Papá, no te disgustes conmigo que me pongo muy triste —logró balbucir entre sollozos ya.
A estas alturas yo estaba ya tan triste como él. Me levanté de mi asiento, di la vuelta a la mesa y lo recibí en mis brazos para que tuviera el consuelo de poder llorar contra mi pecho. Para mí había quedado todo claro. Mi hijo nunca me había mentido. Y yo estaba seguro de que todo lo que me había dicho era cierto, y de que él no volvería a fumar más. Ese querer saber qué encontraban las personas mayores fumando, había querido saberlo yo teniendo más o menos su misma edad y nunca he vuelto a fumar.