CORAZONES ROTOS (RELATO)

LLOVIENDO
CORAZONES ROTOS
No hacía frío. Estaban en plena primavera. Era noche cerrada y afuera llovía a mares. Por el túnel los pasajeros que acababan de llegar a la estación aquella, avanzaban con pasos rápidos, sordos, hacia las escaleras que conducían a la salida. Todos demostraban tener prisa menos un joven ensimismado que caminaba despacio, con aire ausente. A él no lo esperaba nadie. Antes de salir por la boca del metro, se subió el cuello de la chaqueta. Un gesto instintivo, de los que suelen hacerse sin pensar.
Lo recibió de lleno el aguacero. Vio el semáforo en verde y a impulsos de una prisa repentina cruzó la calle corriendo, cegado por los faros de los coches detenidos. Llegado justo al otro lado de la calzada el tráfico reanudó su ensordecedora, chapoteante actividad. Ríos de luces iluminaban la densa tromba de agua que caía.
El joven avanzó por la acera sorteando transeúntes, chocando con alguno sin disculparse. Eran solo bultos humanos obstaculizando su camino. Procuraba aprovechar la protección que le ofrecían cornisas y toldos. Sin embargo llegó al bar, que tenía por me-ta, con el pelo mojado, lo mismo que la parte superior de su chaqueta y, por la parte baja, el dobladillo de las perneras de sus pantalones, sus zapatos y sus calcetines.
Antes de empujar la puerta se miró en el improvisado espejo de sus cristales. Peinó sus empapados cabellos hacia atrás. Echó muchísimo de menos la figura femenina que otras muchas veces se reflejó a su lado. ¡Qué pálido y demacrado vio su rostro! Dejó escapar un hondo suspiro delator de la siniestra tristeza que lo embargaba desde hacía varias semanas.
Cruzó la puerta. Restregó los pies en el felpudo. Una docena de clientes repartidos por el interior del local. Resbaló sobre ellos su mirada indiferente. No hallándose la per-sona que a él le importaba, el resto del mundo le sobraba. De los altavoces brotaba un bolero cantado por una voz femenina que no se tomó la molestia de buscarle el nombre. No era una de las melodías que a ella y a él les gustaba.
Halló libre la mesa junto a la ventana, esa mesa en la que tantas horas maravillosas habían compartido Marga y él. Tomó asiento. Apoyó los antebrazos en su tablero y que-dó inmóvil, los hombros vencidos hacia adelante, contemplando con ojos melancólicos el agua deslizándose zigzagueante por el cristal de la ventana, el activo rebaño de vehículos circulando, los presurosos viandantes con sus paraguas abiertos ocultándoles a muchos de ellos la cabeza. Dentro de la cabeza suya un torrente de recuerdos atormentándole, incrementando con su torturante presencia la honda desdicha que lo embargaba.
Entreabrió los labios y, al tiempo que pronunciaba en un susurro el nombre de la mujer que jamás olvidaría, un dolor muy profundo le anunció que el corazón se le estaba rompiendo un poco más. ¿Se podía morir de tristeza? ¿Se hallaba él muriendo ya de este mal asesino?
El camarero, un hombre mayor de semblante serio, buen profesional, le preguntó llegado junto a él:
—¿Un café solo, como otras veces, joven?
—Sí, muchísimas gracias —respondió el recién llegado, sin volverse hacia él, la mi-rada perdida en la calle, la mente extraviada en el pasado.
El empleado del establecimiento, después de preparar el café se lo sirvió, sin come-ter la indiscreción de preguntarle por qué estaba llorando. Él también había sido joven y experimentado que perder un gran amor era lo más dramático que en esa inexperta época de la vida puede sucederle a uno. Después el corazón se endurece al mismo tiempo que se va diluyendo la frágil ilusión juvenil, lo mismo que se diluye un azucarillo en el café. ¡Si lo sabría él que había pasado más de una vez por ello!