CONTRATARON A UN ASESINO (RELATO NEGRO AMERICANO)

CONTRATARON A UN ASESINO (RELATO NEGRO AMERICANO)

Dos personas acordaron, por teléfono, tener un encuentro delante del escaparate de una librería situada en la parte más céntrica de la ciudad. No se conocían de nada. Entrarían en contacto por medio de una contraseña que se habían dado.

Él era joven y apuesto, e iba bien vestido. Ella tenía una edad parecida a la de él. Poseía hermosura y elegancia. Él acababa de encender un cigarrillo y lo fumaba parsimoniosamente, mostrando absoluta tranquilidad. Ella se detuvo a pocos metros de distancia. Se mostraba incapaz de controlar su nerviosismo.

Se había parado porque había dos adolescentes pegados a la luna del establecimiento señalando y comentando los últimos best-sellers allí expuestos. Ella creía muy conveniente que nadie pudiera escuchar ni presenciar su encuentro con el hombre que suponía la estaba esperando. Por primera vez en su vida iba a cometer una acción enormemente peligrosa. Sentía un desagradable temblor en sus rodillas, malestar en el estómago, y latir muy fuerte su corazón.

Le había sorprendido el bello rostro, el buen tipo y la excelente ropa que vestía el individuo que ella pensaba era el que había contactado por teléfono. Le entraron dudas. Él, en ningún momento había mirado hacia donde se encontraba ella, a pesar de lo cerca que estaban el uno del otro. El desconocido, sus ojos inexpresivos los dirigía al tráfico que circulaba por la calzada. Por un instante, ella pensó: <<Quizás no es él>>.

Estaban a mediados de octubre, era por la mañana y lucía un sol esplendoroso. La mayoría de la gente vestía ropas veraniegas.

Por fin los dos jovencitos curiosos se alejaron del escaparate, riendo y dándose divertidos empujones.

La mujer que llevaba puesto un elegante vestido estampado y unas gafas negras ocultando sus ojos, decidió acercarse al guapo individuo que llevaba puesto un traje de verano gris claro. Él acaba de soltar el cigarrillo y lo estaba deshaciendo bajo la suela de uno de sus brillantes zapatos. Ella se detuvo a escasa distancia suya y con voz incontrolable, temblorosa, le hablo:

—Los romanos construyeron grandes coliseos.

—Y los chinos grandes murallas.

Esbozaron ambos una especie de sonrisa-mueca. A ella le sorprendió el brillo desconcertantemente amable que mostraban ahora los ambarinos ojos del desconocido y pensó: <<Tiene la pinta de un simpático estudiante universitario, en vez de la de un despiadado asesino. Seguramente se aprovecha de esto para que nadie sospeche de él>>.

Ella le entregó el libro que llevaba en su mano izquierda, pues con la derecha tenía cogido un caro bolso Gucci, a juego con el estampado de su vestido de alta costura.

—Dentro del libro tiene la cantidad que acordamos por teléfono y las llaves de la vivienda. Las llaves, cuando ya no las necesite tírelas dentro de cualquier alcantarilla. Le recuerdo es de la máxima importancia que realice… su trabajo mañana a las seis de la tarde, para que mi coartada sea perfecta, pues, a esa hora yo estaré rodeada de varias personas, y a varios kilómetros de distancia.

—Tranquila. No le fallaré —afirmó él, categórico, cogiendo el libro que ella le entregaba, y sin molestarse en mirarla a los ojos realizó a modo de reverencia una leve inclinación de cabeza, marcó medio giro y se alejó de ella con pasos pausados, felinos.

<<Viéndolo tan joven y bien parecido, nadie puede sospechar que es un despiadado asesino>> —juzgó.

Dos hombres pasaron por su lado. La miraron con insolente descaro y le dirigieron unos piropos groseros. No se molestó en dedicarles el desprecio que le merecían. <<¡Asquerosos! ¡Chusma!>>.

Dirigió sus próximos pasos a la cercana zona donde se hallaban las mejores boutiques de ropa femenina de aquella metrópoli. Desde el exterior estuvo viendo modelitos que le habría gustado ver puestos sobre su espléndido cuerpo. Este espléndido cuerpo que, en su momento le sirvió para conquistar a un hombre mayor muy rico, bastante feo y también aburrido.

Y mientras él dedicaba muchas horas a sus absorbentes negocios, ella llenaba su tiempo ocioso divirtiéndose con apasionados amantes de edad parecida a la suya. Pero se confió demasiado, no tomó las suficientes precauciones, fue vista por personas que conocían a su esposo y él, muy indignado, le había anulado todas sus tarjetas de crédito, bloqueado su cuenta bancaria y reducido a una pequeña cantidad el dinero en metálico que le entregaba para sus gastos diarios.

Ella, bien asesorada por un abogado-amante le pidió el divorcio por medio del cual existía la posibilidad de darle un buen bocado a la fortuna de su marido, pero él no se lo aceptó y, astutamente, le dijo:

—No quiero divorciarme de ti. En cuanto se me pase el enfado que me ha causado tu traición, si tú te muestras arrepentida las cosas volverán a ser maravillosas como al principio de nuestra unión —le dijo él, falsamente conciliador.  

—Yo quiero el divorcio —se obstinó ella.

—Yo no te lo concederé —con irrevocable firmeza su esposo—, y no verás un céntimo mío.

—Pues te denunciaré —amenazó ella.  

—Un detective que contraté me consiguió pruebas de un par de tus infidelidades y por ello no conseguirás nada de mí.

Ella, dándose cuenta de que todos los triunfos los tenía él, obró con astucia, pues cambió su táctica antagónica por otra táctica comprensiva y sumisa:

—Está bien. Me arrepiento de lo que he hecho. Lo siento. De verdad creo que merecerá la pena que nos reconciliemos y tratemos de recuperar la felicidad que nos unió cuando decidimos casarnos.

Él pareció creerla, se acostaron de nuevo juntos y ella se mostró cariñosa y zalamera como al principio de su relación, pretendiendo conseguir que su marido se confiara mientras ella planeaba como conseguir enviudar y heredar la fortuna suya.

Al día siguiente por la tarde, mientras ella asistía a una obra teatral para niños que había organizado la sociedad benéfica de la que formaba parte, su esposo sería asesinado. Su muerte tendría lugar mientras ella y sus caritativas compañeras, sentadas en primera fila, estarían aplaudiendo y cambiando sonrisas de bondadosa satisfacción por el espectáculo teatral que habían organizado.

Muerto su marido, su cuantiosa fortuna sería suya y podría disfrutarla según quisiera. Aquella mañana, mientras dos sirvientes de su mansión les servían los desayunos en la terraza situada delante de la piscina, su esposo le recordó que no almorzaría en casa. Un balance mensual lo obligaba a permanecer hasta la noche en su despacho acompañado de sus dos fieles contables.

—No te preocupes por mí, cariño, me traerá allí el almuerzo un empleado de ese restaurante que lo ha hecho otras veces.

Mostrando parecida amabilidad a la demostrada por él, ella manifestó:

—Yo almorzaré también en algún restaurante. ¿Qué te parece si le damos hoy el día libre al cocinero restando así el día libre que le debemos?

—Has tenido una magnífica idea —celebró él, mostrando parecida cordialidad—. Yo, como te dije ya, acudiré esta noche a esa cena que organizó el club de empresarios al que pertenezco.

—Deseo disfrutes del almuerzo y de esa cena y consigas realizar algún negocio que te satisfaga.

—Gracias. Puede que ocurra eso —él soltando una risita enigmática.

Mostraban ambos una amabilidad que contrastaba con la airada discusión tenida días atrás cuando él la acusó de varias infidelidades. Infidelidades que ella había negado al principio de su enfrentamiento, pero que él le había demostrado con pruebas conseguidas por un detective privado que contrató. Ella se había defendido acusándolo de tenerla abandonada, centrar todo su interés y emplear todas sus energías en los negocios. Y él le había respondido que gracias al dinero que generaban sus negocios ella podía permitirse vivir en el ocio, el lujo y la abundancia. Y, además, la había castigado anulando sus tarjetas de crédito, bloqueándole la cuenta bancaria y limitándola al poco dinero que él le entregaba para pequeños gastos.

Ella, astuta, le ocultó el vesánico odio que le había cogido, pidiéndole perdón y prometiéndole tener, en adelante, una conducta fiel y respetuosa. Llevaba dos semanas comportándose como una buena esposa, arrepentida y fiel, mientras su último amante, un abogado muy atractivo que no tenía mucho éxito en lo profesional, pero sí ejerciendo de donjuán, y que era quien la había puesto en contacto con el asesino profesional que la dejaría viuda a una hora en que ella tendría una buena coartada que las dejaría fuera de toda sospecha.

Decidió llamarlo a su teléfono móvil e invitarlo a almorzar con ella. Él aceptó de mil amores y con el ánimo de aprovecharse de ella le propuso comer en uno de los restaurantes más caros de la ciudad y que disponía de reservados para clientes que deseaban pasar desapercibidos:

—¿Me invitas a almorzar en el Majestic, preciosa?

—Pide tú el reservado y, si no tienes nada urgente que hacer, después del almuerzo podemos estar juntos hasta las diez de la noche. Mi marido tiene esta noche una cena con una asociación de empresarios en la que no están invitadas ni novias ni esposas y no regresará hasta la medianoche en que me encontrará durmiendo.

—Asquerosos capitalistas, solo piensan en amontonar dinero —despreció el aprovechado leguleyo.

—Dinero del que nos aprovechamos quienes no sabemos ganarlo —ironizó ella.

—Todo se pega. Tú hablas ya como una de ellos.

—Seré una de ellos muy pronto.

—Efectivamente, reina mía.

Rieron ambos, malvadamente.

Tal como habían acordado almorzaron en un reservado del Majestic y permanecieron juntos hasta las nueve de la noche en el apartamento de él, buena parte de ese tiempo en la cama del dormitorio, disfrutando de sus cuerpos.

A las nueve ella cogió un taxi que su compañero sexual había llamado, y a las nueve y veinte se bajaba delante de la puerta de la entrada a la lujosa villa en la que vivían el potentado y ella. Abrió y cerró la pesada puerta metálica, atravesó el jardín, llegó a la vivienda y entró.

Ella poseía un excelente olfato. Notó inmediatamente en el aire del amplio salón un olor que no era el habitual. Encendió la luz. La hermosa y cara araña del techo iluminó profusamente la estancia. Entonces se llevó una gran sorpresa. El hombre con el que había hablado por la mañana y entregado un libro con dinero y llaves dentro, acababa de levantarse del sofá y venía rápido hacia ella. Vestía el mismo traje, pero la expresión de su rostro era totalmente diferente. Ahora no mostraba amabilidad ninguna. Todo lo contrario. Mostraban tan intensa maldad que la hizo estremecerse de miedo.

La inmediata acción de él fue tan rápida e inesperada que, antes de ella poder realizar gesto de defensa alguno, el puño americano que él llevaba en la mano enguantada golpeó tan violentamente su mejilla derecha que la mujer infiel cayó fulminada, inconsciente, al suelo donde su cabeza emitió un sonido sordo al golpearlo.

Cuando su marido regresó a casa, pasada la medianoche, encontró a su joven esposa tendida en el suelo, atada por las muñecas a los pies de la cama, desnuda con las piernas abiertas, con un tanga metido en la boca para que no pudiese gritar y estrangularla sin que ofreciese resistencia alguna.

Cuando le hicieron la autopsia averiguaron que ella había sido violada varias veces con preservativo. Su asesino, existía la posibilidad de que estuviese fichado y por ello había tomado la precaución de usar guantes y condones para evitar dejar huellas dactilares o huellas de su ADN.

La autopsia también reveló que había muerta entre las diez y las diez y media. A esa hora, su afligido marido quedaba fuera de toda posible sospecha, por haber estado desde las nueve hasta la medianoche, en compañía de una veintena de hombres de negocios en la convención que celebraron.

Las joyas de ella y de él se las había llevado el asaltante al que nunca apresaron. El desconsolado viudo trató de aliviar su inmensa, falsa desdicha, realizando un crucero alrededor del mundo.

Quienes aseguran que algunos capitalistas son personas carentes de escrúpulos y de conciencia, no siempre están equivocados.

(Copyright Andrés Fornells)