CONMIGO, LOS REYES MAGOS, IGUAL QUE SIEMPRE (RELATO)

CONMIGO, LOS REYES MAGOS, IGUAL QUE SIEMPRE (RELATO)

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CONMIGO, LOS REYES MAGOS, IGUAL QUE SIEMPRE
Después de mi aseo matinal me acerqué al árbol navideño, al igual que habrán hecho millones de personas, con mayor o menor ilusión. Al pie de ese árbol de plástico rodeado de bombillitas de colores, bolas y demás decorado tradicional, había tres paquetitos envueltos en papel de alegres colores. Por el tamaño de los mismos he calculado que no iba a llevarme ninguna gran sorpresa. ¡Y no me la he llevado! En un paquetito había un frasquito de perfume. Muy bonito el frasquito, eso sí. Lo he abierto, olido y el primer pensamiento que ha estallado como un cohete dentro de mi atiborrado cerebro ha sido: ¡Esto huele a fémina! He abierto el segundo paquete. Tampoco me ha sorprendido su contenido: ¡Una pareja de calcetines! Serios, negros, encogidos. Me los he probado porque he sospechado enseguida lo que he comprobado acto seguido: ¡Demasiado pequeños! Bueno, podrán cambiarse, quizás. He abierto el tercer paquete. Tampoco el contenido de éste me ha llenado de asombro: un pijama con enanitos, pero sin la Blancanieves. Quizás por culpa de los enanitos las perneras del pijama apenas me cubrían algunos centímetros por debajo de las rodillas. Bueno esta prenda también podré devolverla o, a unas malas, cambiarla por una sartén de esas que no se pegan, que buena falta me hace. La vieja la estropeé asando castañas y haciendo palomitas de maíz.
Me apetecía salir a la calle, ver gente. Ver gente risueña y gente con expresión de cepo. Son días en que casi te obligan a mostrarte feliz, aunque algunas personas se resisten a ello. Ver críos dichosos disfrutando con sus juguetes, esquivar pelotazos y atropellos de bicicletas, de cuerpos montados sobre patines, sentir alguna flecha clavada en mi espalda, recibir algún golpe de palo de golf, etc.
Antes de lanzarme a la aventura de la calle me puse un poco del perfume que me habían traído los Reyes Magos, convencidos de que en cuanto pisara la acera una gran riada de gais correría detrás de mí.
Los dioses míos, que no siempre se hacen los distraídos y me ignoran, esta vez decidieron ser menos bordes conmigo de lo habitual, y me permitieron coincidir en el ascensor con Paquita Orellana, una joven vecina tan pletórica de encantos que, cuando el buen Dios la hecho al mundo dijo: “Ahí tenéis, hombres amantes de las mujeres, una hembra que con sus extraordinarios y excitadores encantos os hará sufrir porque solo a un par de vosotros os será concedido el privilegio de gozarla, y todos los demás no podréis pasar de admirarla y soñar con ella”.
Paquita Orellana me sonrió y, al hacerlo, el rojo joyero de su boca-tormento mostró dos hileras de deslumbrantes perlas. Y no contenta con embrujarme con esta sonrisa hechicera suya me dijo con su voz de terciopelo mezclado con miel:
—¡Vaya, vecino, qué sexy hueles!
Mi corazón, al escuchar esta alabanza suya, se convirtió en trapecista y me dio peligrosísimas volteretas dentro del pecho como si éste se hubiese convertido en la carpa de un circo.
—¿De veras crees que huelo sexy? —consiguiendo yo que mis ojos enfocaran a la vez su divino rostro y esas dos naranjas de buen año con los pezones mirando al cielo, que la perversa naturaleza le colocó a Paquita Orellana un palmo más abajo de su elegante cuello rodeado por una cadenita y un san Cristóbal que te despierta la envidia y el ardiente deseo de ocupar su sitio.
—Muchísimo —afirmó con contundencia ella, regalándome un seductor parpadeo las negras mariposas de sus pestañas.
—Con lo sexy que estoy no merezco yo un beso de esa golosina maravillosa que tienes por labios —tenté mi suerte.
—Ay, vecino, que apasionado eres —burbujeó su garganta una deliciosa risa.
Habíamos llegado abajo. Se abrió la puerta del ascensor. Yo la seguí preso de su hermosura, igual que el asno sigue a la zanahoria que nunca consigue alcanzar. Llegamos al portal y entonces ella me dijo ejerciendo de adivina:
—No me vayas a seguir, vecino. Que en el bar de la esquina me está esperando mi novio, que es policía de los que llevan pistola encima y, además, extraordinariamente celoso.
—¡Pues al novio ese tuyo, que un pozo de mierda se lo trague! —deseé enrabietado.
Ella se alejó riendo, contoneando sus provocadoras caderas, y yo la seguí con los ojos enfocados al máximo, y permití que éstos se embelesaran con ese cuerpo de mujer al que solo podré acercarme en sueños.
Y cuando ella desapareció de mi vista, se me oscureció la luz diurna, y me enfrenté a balones que buscaban hacer blanco en mí, a bicicletas que pretendían atropellarme, a niños con patines que intentaban lo mismo y a esquivar un par de flechas que me pasaron rozando la enfebrecida cabeza. Pero ninguna de estas agresiones consiguió que se me borrara la sonrisa que me había nacido cuando Paquita Orellana me dijo en el ascensor, con su voz, mezcla de terciopelo y miel:
—“Hueles muy sexy, vecino”.