CELOS (MICRORRELATO)

CELOS (MICRORRELATO)

CELOS (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)

Joao Dosantos era pescador, y no de los peores.  También su padre, antes que él había vivido de la pesca, más mal que bien, y todo lo que pudo dejarle al morirse de cirrosis, fue su barca, que llevaba por nombre Virgen de las olas.

Joao Dosantos sabía sacarle sentimientos a una guitarra que le regaló un padrino suyo. Con ella cantaba fados tan tristes que hacían llorar hasta a los gatos, fados que le sirvieron para enamorar a Elvira Couto, una joven que junto con su madre se ocupaban de la limpieza del ayuntamiento del pueblo, la lonja y una escuela.

Joao Dosantos y Elvira Couto decidieron desde la primera noche que en el portal de la casa de ella se destrozaron a besos, que se casarían tan pronto como el pescador terminase una casita de madera que se estaba construyendo, a ratos perdidos en un solar que había adquirido.

Joao Dosantos por fin, después de varios meses de trabajo pudo terminar la pequeña vivienda y, tal como habían acordado, su novia y él se casaron. Celebraron el enlace con una humilde comida en la que participaron los miembros de ambas familias. Hubo baile y sacó a bailar a la desposada un primo suyo, muy buen mozo, llamado Alonso Ribeiro. Viéndolos reír alegremente, Joao Dosantos sintió en sus entrañas la cuchillada de los celos. Abandonó la mesa donde estaba charlando con miembros de su familia, se fue para Alonso Ribeiro y le amenazó con sacarle las tripas al sol si volvía a acercarse a su mujer.

—Quedas bien avisado y el que avisa no es traidor —advirtió mordiendo cada palabra que salía de su boca.

—No me acercaré a tu mujer porque yo se respetar la propiedad de otros, no porque me deis miedo tú y otros ciento como tú —replicó su primo, tan bravucón como él

Intervinieron todos, consiguiendo calmar los ánimos, y la cosa no pasó a mayores.

Pronto los incontrolables e injustificados celos del pescador influyeron en su felicidad y en el amor que él y su mujer se tenían.

Elvira Couto no se atrevió más a hablar con ningún hombre. Su marido se lo tenía totalmente prohibido. Sin embargo, a pesar de la vida tan dura que él la hacía llevar, ella seguía enamorada de él, pues cuando estaba de buenas no existía en el mundo persona más cariñosa y detallista que Joao.

Su enfermiza conducta divertía a Gonzalo Silviera, el mejor amigo de Joao Dosantos, y le incordiaba diciéndole:

—Hay mujeres casadas que aprovechan que sus maridos están trabajando para meterle cuernos. Fíjate en nosotros, tantas horas en la mar, lo que podría pasarnos, si nuestras mujeres quisieran pegárnosla. Tendrían toda la oportunidad del mundo.

Cegado por esta posibilidad, un día que amaneció con niebla, Joao dijo a su mujer:

—Estaré ausente todo el día. Salgo a pescar.

—Con esta niebla quieres ir a pesar, esposo mío. No verás nada y correrás peligro.

—Conozco la mar como la palma de mi mano. No me ocurrirá nada. Las mejores pescas que he hecho nunca han sido en días de niebla.

—Bueno, tú entiendes de esto más que yo —dejando de insistir ella.

El pescador se preparó unos bocadillos y un termo con café, lo puso todo en una bolsa, le dio un beso apasionado a cónyuge y dijo, mostrando todo el tiempo absoluta naturalidad:

—Volveré antes de que se haga de noche.

—Hasta la noche pues —le dijo su consorte igualándole la naturalidad.

Joao se pasó dos horas sentado dentro de su barca, en tierra, pensando en lo que les haría a su traidora mujer y al aprovechado con el que ella le era infiel.

Durante esas dos horas se comió los alimentos que había traído, bebido el café y afiló bien su navaja, navaja con la que pensaba dar muerte a la adúltera y al hombre que no respetaba al marido de una mujer casada.

La niebla seguía siendo tan espesa que a dos metros de distancia no se veía. Joao llegó a su casa. Las cortinas de las dos ventanas que daban a la calle no permitían ver nada de su interior, pero si se podía apreciar que dentro de la casa su mujer había encendido la luz.

Antes de entrar pegó el oído en la hoja de la puerta y escuchó con su máxima, atención y lo que oyó le incendió la sangre y atronó el corazón:

—¿Quién te quiere a ti más que a nadie en el mundo, cariño mío? —decía, melosa la voz de su mujer—. Pareces saber cuándo se marcha mi marido, pues enseguida vienes a hacerme compañía. Y a mi me gusta muchísimo que me hagas compañía, mi amor.

Joao no quiso escuchar más. Sacó el cuchillo de su bolsillo y empujó la puerta dispuesto a partirles el corazón a los dos traidores. Lo que sus ojos vieron lo dejaron tan perplejo que el cuchillo se le cayó al suelo. Su mujer tenía encima del regazo el gato blanco de sus vecinos y los estaban acariciando sus manos bonitas.

Ella ni de lejos sospechó lo que pretendía hacer su marido. Depositó el gato en el suelo, se fue rápida para él y tan cariñosa que lo mató de vergüenza dijo:

—Ay, qué alegría tan grande me da que hayas vuelto. Con esta niebla temí tanto que te ocurriese algo malo.

Sin preocuparse del cuchillo caído en el suelo, el pescador cogió en brazos a su mujer, la llevó al dormitorio y consiguió lo que ambos llevaban dos años intentando sin éxito: que ella quedase embarazada y trajese al mundo a un futuro pescador, pescador como su padre y su abuelo.

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