PAREJA DE BAILE (RELATO)

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(Copyright Andrés Fornells)

Ella no era bonita de cara ni poseía uno de esos voluptuosos cuerpos que despiertan deseos sexuales en los hombres que los miran. Era joven, eso sí. Se llamaba Margot y bailaba maravillosamente. Yo era entonces tan joven como ella e igualmente me apasionaba el baile, y en especial bailar boleros y tangos.
Estaba de moda entre la juventud de mi época un salón llamado Doré. En este local, los sábados por la noche, tocaban dos orquestas de bajo presupuesto la música que estaba de rabiosa actualidad entonces.
Este local contaba con varias filas de asientos alrededor de la pista redonda, de enlosado desgastado, limado por el continuo pisar y deslizarse de zapatos. Los asientos de delante los ocupaban las chicas que esperaban las sacasen a bailar los chicos. En los asientos de atrás las mamás de algunas de ellas, vigilantes todo el tiempo, no les fuera a estropear la virginidad a sus nenas algún sinvergüenza seductor.
Margot y yo no sabíamos nada el uno del otro, aparte de nuestros nombres. No nos hacíamos preguntas. No intentábamos averiguar nada personal.
Acudíamos ambos todos los sábados por la noche al salón Doré. Ella acompañada de un par de amigas, y yo de un par de amigos. Nos buscábamos con los ojos y una vez localizados esperábamos a que tocaran tangos.
Como si fuera una señal ineludible, en cuanto anunciaba el locutor el título de la pieza que iba a interpretar el conjunto de músicos, yo me dirigía hacia donde se encontraba Margot. Ella, pendiente de mí, salía a mi encuentro. Y empezábamos  a bailar. Y parecía como si los dos hubiésemos nacido para bailar juntos.
A menudo, la gente nos hacía corro para vernos y admirarnos. Si de veras existe en este mundo la felicidad suprema, nosotros la experimentábamos bailando tangos juntos. Manteníamos todo el tiempo una perfecta sincronización en los pasos que realizábamos, en las combinaciones, las piruetas, las histriónicas paradas. Existía telepatía entre nosotros. Mientras bailábamos nuestras almas conectaban, nuestros cuerpos se ensamblaban a la perfección. Nunca hablábamos mientras bailábamos, tampoco después al abandonar la pista de baile. Nos separábamos siempre con un escueto: “Gracias”. Ella regresaba entonces con sus amigas y yo con mis amigos.
Un sábado después de meses de haber repetido lo anterior, Margot no estaba en el salón Doré, pero sí se hallaban sus amigas. Experimenté una inmediata preocupación, un gran desasosiego, un temor de que hubiera podido sucederle una desgracia. Me acerqué a donde se hallaban sus amigas y les pregunté:
—¿Le ocurre algo a Margot que no ha venido esta noche con vosotras?
La chica a la que acababa de preguntar me dirigió una mirada cargada de tristeza, de reproche, y me respondió:
—Margot y sus padres marcharon el lunes de esta semana de regreso a la Argentina.
Me quedé un momento perplejo, aturdido, con un profundo dolor en el pecho. Y les hice otra pregunta que, después de haberla hecho me pareció estúpida.
—¿Por qué se ha ido Margot sin decírmelo?
La chica me miró como si me creyese idiota y finalmente me acusó furiosa:
—¡Se fue por tu culpa, imbécil! Estaba locamente enamorada de ti y tú nunca quisiste darte cuenta. Nunca tuviste para ella una palabra cariñosa. Margot espera, dejando de verte, conseguir olvidarte.
Me entraron unas incontenibles ganas de llorar y marché a la calle para que nadie pudiera ver mis lágrimas de dolor. Sí, fueron lágrimas de dolor las que derramé por su pérdida. No sé si Margot me habrá olvidado. Lo que sí sé es que yo nunca he podido olvidarla a ella y lamentaré toda mi vida mi egoismo y falta de sensibilidad. Quizás mi única disculpa fuese lo muy joven que entonces era yo.

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