EL NIÑO DEL COLUMPIO (RELATO)

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(Copyright Andrés Fornells)

Vivían en una modesta casita adosada dentro de un barrio obrero. El niño, siempre que sus padres tenían una de sus frecuentes, airadas discusiones, salía al jardincito y se columpiaba en el columpio que, con la ayuda de una gruesa cuerda y un neumático viejo, le había montado su padre. Y allí, balanceándose con todas sus fuerzas, bajando o levantando la cabeza, ya fuera él elevando el columpio hacia adelante o llevándolo hacia atrás, calmaba el miedo y el pesar que sus progenitores le causaban con su violenta conducta.
Una mañana la trifulca entre ambos fue tan extremadamente virulenta que, aterrado, el niño huyó hasta su columpio donde sentándose se tapó los oídos para no seguir escuchando las terribles palabras que sus progenitores cambiaban.
De vez en cuando apartaba las manos de sus oídos para comprobar si seguían peleándose. Y cuando por fin guardaron silencio comenzó a columpiarse, a ver el suelo cuando se impulsaba hacia atrás y el cielo cuando se impulsaba hacia adelante. Vio pasar un avión y eso lo distrajo por unos instantes. Nunca había viajado en uno y creía que le haría ilusión hacerlo.
El sol, pasando por encima de las altas edificaciones empezó a darle en la cara. Cerró los ojos porque le cegaba. Estaban a finales de invierno y el calor que éste procuraba a su cuerpo le resultaba muy agradable. Y pensó en lo hermosa que sería su vida si hubiese paz entre sus padres y el mismo amor entre ellos, que le prodigaban a él.
De pronto escuchó un ruido de pasos. Abrió los ojos y vio a su padre cargado con dos maletas. Corrió junto a él cuando justo acababa de abrir el maletero de su coche y cogiéndole fuertemente del brazo le suplicó entre sollozos:
—Por favor papá no te vayas. Todos los niños que conozco, que se han quedado sin su papá son infinitamente desdichados. Y yo no quiero ser desdichado, papá.
Su padre suspiró. Su cansado rostro mostraba hondo pesar y amargura. Su pesimismo le dijo que no funcionaría, que no merecía la pena pasar otra vez más por lo mismo. Pero la infinita tristeza que mostraban los ojos de su hijo, cuajados de lágrimas, le conmovió los cimientos del alma y, rindiéndose a su irresistible súplica, decidió que lo intentaría de nuevo.
Cerró el maletero del coche sin meter las maletas dentro. Abrió sus brazos y estrechó con inmensa ternura el sollozante, estremecido cuerpo de su niño. Él podía renunciar a cualquier cosa menos a la inmensa ternura de su hijo.

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