SED NEGRA - 1. Llegada a Boruni

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El paso del tiempo había convertido la avioneta en un ave gimiente, decrépita, cansada de volar. Su vetusto motor apestaba a combustible quemado, la ruidosa hélice giraba vertiginosa dentro de un eje peligrosamente holgado y, por las junturas de sus baqueteadas alas, el óxido formaba heridas sangrientas. Alfred Olsson, el piloto que la manejaba era un noruego barbudo vestido con un mono caqui desteñido y plagado de manchas. De joven había trabajado varios años para una compañía petrolífera mexicana donde aprendió a hablar español. Su aliento apestaba a alcohol. Celso Marán, a su lado, contemplaba fascinado el extraordinario espectáculo que le ofrecía la zona del continente africano sobre la que volaban. Poblados de chozas pardas, ganado encerrado dentro de cercas hechas de ramas de espinos y barro, jacarandas en flor, grandes plantaciones de té, café y tabaco, rojas cintas de tortuosos senderos de tierra, mujeres con vestidos de colores chillones caminando descalzas portando grandes bultos encima de la cabeza y bebés colgados de sus espaldas. Grupos de niños corriendo y saltando. Hombres de pantalones cortos y camisetas desteñidas andando, montados en destartaladas bicicletas, tirando de rústicas carretillas y algún que otro vehículo a motor, viejo y ruinoso. Más allá del conjunto de chozas, el espejo reluciente de un lago con hipopótamos asomando sus colosales cabezas fuera del agua; la gigantesca figura de una jirafa, bandadas de aves planeando, salpicando con sus sombras móviles la grisácea superficie líquida, y, a lo lejos, bosques de papiros y acacias. De pronto, el piloto descendió casi en picado. Su temeraria maniobra permitió a su avioneta pasar a escasos diez metros por encima de la jirafa, que continuó comiendo indiferente.

—¡Estúpida! Antes se asustaba. Ahora ni se inmuta —masculló Olsson decepcionado, sin percatarse de que el asustado de verdad, por su temeraria acción, había sido su joven pasajero.

El aeroplano, con dificultad, protestando por el esfuerzo extra exigido, ganó altura de nuevo. Celso, consciente del riesgo que corría con el escandinavo, consideró más prudente no entablar una discusión con él, pues por su aliento y su insensata conducta juzgó se hallaba ebrio.

Minutos más tarde pudieron disfrutar de otro espectáculo extraordinario. Igual que si hubieran abierto de pronto las puertas de un colosal zoológico, apareció una riada de animales salvajes desplazándose por las verdes llanuras que rodeaban otro lago de mayores dimensiones al dejado atrás. Familias de hipopótamos, manadas de impalas, ñus, gacelas, antílopes, cebras; interminable, frondoso bosque de acacias y numerosos mandriles con crías nuevas pasando con admirable agilidad de unas ramas a otras; algunos de ellos se detenían un momento para alzar la cabeza y observar con ojos curiosos la avioneta. Varias gacelas levantaron también sus graciosas cabezas de astas encorvadas como liras para, a continuación, echar a correr en círculos formando un descontrolado ballet.

—Esas sí se asustan siempre —comentó el aviador, torciendo su boca una sonrisa.

Su acompañante guardó silencio. Tenía toda su atención puesta en un león de andares cansinos surgido después de sobrevolar la espesa arboleda. Era el primero que veía en libertad. Algunos cientos de metros más adelante avanzaban, también sin prisas, una pareja de rinocerontes acompañados de su cría.

—No se pierda esto —anunció de repente el nórdico.

Empujó el pringoso timón hacia adelante y la avioneta descendió buscando casi la verticalidad. Celso, ahogando a duras penas el grito de miedo surgido de lo más hondo de sus entrañas, se agarró con ambas manos al asa de la desencajada portezuela de la carlinga. El aparato pasó por encima de un rinoceronte macho que, furioso, corrió resoplando en un inútil esfuerzo por alcanzar al rugiente artilugio volador.

—Un cabrón peligrosísimo —comentó Olsson recuperando altura paulatinamente—. ¿Sabe? ese animal puede darle fácilmente la vuelta, de una embestida, a cualquier vehículo que se ponga a su alcance. Si alguna vez sufre la carga de un rinoceronte, no trate de salir corriendo. Déjele que embista y, cuando lo tenga casi encima, échese rápido a un lado como hacen en su país los toreros con los toros, y esa bestia pasará de largo y seguirá resollando durante un cuarto de milla para luego pararse preguntándose por qué no le ha cogido. Es el momento que uno debe aprovechar para escapar de él. Pero si el que le ataca, en vez de ser un rinoceronte, es un búfalo, pídale al cielo que haya un árbol cerca y que ese árbol sea alto y robusto. Un búfalo puede ser todavía peor enemigo que un rinoceronte.

Su joven pasajero, con las mandíbulas encajadas y tembloroso todavía del sobresalto sufrido, lo maldijo mentalmente. Aquel insensato no paraba de amedrentarlo desde que, en el aeropuerto tres horas atrás, subió a su destartalado aeroplano. «¡Estúpido loco! ¡Es muy capaz de matarnos a los dos en alguna de sus demenciales audacias!». Aumentó la fuerza del viento y también el inquietante vibrar de la veterana avioneta, especialmente el de sus alas. Celso consideró, angustiado, que ni el piloto ni él llevaban un mal paracaídas para el caso de necesitarlo. Una trampa tercermundista lo tenía preso y lo único que podía hacer era confiar en que la fatalidad no le golpease de nuevo. Sus oídos los tenía todo el tiempo pendientes del ritmo que marcaba el cascado motor, aunque sabía que, si éste se paraba, lo más probable era que se estrellaran contra el suelo o contra los árboles. Y él quería seguir viviendo a pesar de la inmensa amargura que le corroía el alma. A su derecha mostraban su grandiosidad un grupo de montañas de color violeta y un pequeño río serpenteante. Bebiendo junto a una de sus orillas se hallaba una numerosa manada de impalas, a prudente distancia de unos cuantos aletargados cocodrilos.

El tiempo transcurría lento, monótono. El piloto, ensimismado, mantenía el rumbo sin correr más riesgos. Alcanzaron por fin la agreste muralla rocosa que estaban viendo desde hacía un buen rato. Avanzaron por encima de ella. La sombra de la avioneta se repetía sobre la vegetación que iba cambiando del verde al amarillo. El aire perdió fuerza tras superar aquella serie de elevaciones. A partir de allí el panorama cambió por completo. Fue como si de repente acabaran de penetrar en otro planeta. El paisaje, millas atrás muy fértil, había cambiado por otro erosionado, inhóspito. Sabanas interminables, kilómetros y kilómetros de arbustos, cauces secos de ríos, grandes incisiones rojas, amarillas, blancas y el tétrico negror de una amplísima área de hierba y arbustos arrasada por un incendio reciente. Celso sintió adueñarse de él una profunda sensación de angustia. ¡La vida había desaparecido por completo de aquel lugar! Ningún ser vivo a la vista. Se volvió hacia su compañero de viaje. Escrutó su rostro abotagado, su inclinación de hombros, los párpados medio entornados, la cabeza oscilante, y temiendo los ojos del nórdico se cerraran del todo y ambos terminasen muertos, le dio conversación, aunque no le apetecía:

—¿Ha hecho usted muchas veces este mismo viaje, señor Olsson?

El interpelado sacudió la cabeza. Enderezó el cuerpo. Abrió algo más sus párpados

—Llevo cinco años repitiendo semanalmente este mismo recorrido. Podría realizarlo con los ojos vendados —fanfarroneó.

—¿No ha pensado nunca en dedicarse a una profesión menos peligrosa que la de aviador?

Superada de momento la somnolencia, el escandinavo soltó una carcajada seca.

—Tengo sesenta y tres años, amigo. Demasiados años para empezar nada nuevo. Lo único que puedo esperar a mi edad es que un maldito infarto me borre del mundo de los vivos. ¡Je, je!

Su disgustado pasajero se mordió la lengua para no decirle que tripulando con tanta imprudencia igual no iba a necesitar ningún infarto para salirse del mundo de los vivos, pues era muy capaz de matarse él solo, y deseó ese fatídico día no fuera el presente.

—¡Qué seco se ve todo esto, señor Olsson!

—Muy poco es lo que puede sobrevivir en una zona que lleva sufriendo cuatro años de absoluta y jodida sequía —contestó, lúgubre—. Las sequías como la actual son muy frecuentes en esta región y causan terribles hambrunas en las que muere gran número de personas y animales.

Sobrevolaron una cadena de pequeñas colinas casi rozándolas, provocándole a Celso otro sobresalto más. Empezaron a perder altura.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó, asustado de nuevo el pasajero.

El escandinavo agitó su canosa cabeza, anunciando tras un gran bostezo:

—Estamos llegando.

Ante ellos tenían una extensísima explanada en la que se veía un viejo y ruinoso hangar, y al lado de éste una choza indígena.

—¿Esto es el aeropuerto de Boruni? —inquirió Celso, incrédulo.

—Así es —afirmó Olsson sin apartar la vista del terreno hacia el que se precipitaban velozmente.

Transcurridos unos pocos segundos se produjo un golpe violento que arrancó siniestros crujidos al viejo aeroplano cuyas chirriantes y deformadas ruedas daban saltos sobre la superficie desigual del suelo y, finalmente se detuvo muy cerca de las dos construcciones. Del fuerte pecho de Celso escapó un hondo suspiro de alivio. Continuaba con vida. Alfred Olsson, esbozando una mueca burlona, manifestó sarcástico:

—Ya no tiene nada que temer, amigo. Relájese, que está más tenso que una ballesta.

—¿Esto es Boruni? —de nuevo su pasajero, incrédulo, considerando la posibilidad de que el otro le estuviera gastando una broma pesada.

—Sí, esta misérrima región de África se llama Boruni. No conozco otro Boruni.

Paró el asmático motor. La hélice quedó vertical como un signo de exclamación. Celso abrió la desvencijada puerta y saltó al suelo. Sentía sus piernas entumecidas. A continuación, se hizo con su voluminosa maleta y mochila. Olsson sacó del portaequipajes dos enormes sacas y un par de grandes, pringosos bidones de plástico llenos de gasolina, depositándolo todo sobre el polvoriento suelo rojizo. Después escupió y dijo a su todavía atónito viajero:

—No se esperaba lo que están viendo sus ojos, ¿eh, amigo? El día que se arrepienta de haber venido y quiera regresar a la civilización deje aviso aquí, a Abhué, y si sigo vivo para entonces le devolveré al lugar de partida. Vengo aquí una vez por semana. Ya se lo he dicho.

Remató Olsson sus palabras señalando con su brazo estirado al negro que se aproximaba tirando de una rústica carretilla con dos bultos encima. El nativo llegó junto a ellos. Después de dedicar una blanca y tímida sonrisa a Celso, intercambió con el nórdico, en el habla de aquella región algunas frases, mientras éste vaciaba ya uno de los dos bidones de gasolina dentro del depósito de su avioneta. Aumentándole por momentos el desánimo, la mirada de Celso recorrió aquella interminable extensión de terreno yermo, desolado, que llegaba hasta una lejana cadena de colinas pardas. Una carretera estrecha y mal asfaltada lo cruzaba. «¡Dios mío! Esto es mil veces peor de lo que nunca llegué a imaginar». El hombre de color había metido dentro de la avioneta los bultos traídos por él y colocado sobre su carretilla las dos enormes sacas recibidas del piloto. Luego se llevó la carretilla hacia la cercana choza.

Sus movimientos cansinos estaban muy acordes con el mortecino paraje donde vivía.

—Suerte, joven. Le hará falta —deseó el escandinavo, soltando una carcajada sarcástica.

Subido de nuevo en su avioneta mantuvo acelerado el motor durante algunos segundos, y después se dirigió a toda velocidad hacia el hangar. Cuando hizo temer a Celso iba a estrellar el aparato contra él, levantó el vuelo pasando a escasos dos metros por encima de aquella destartalada construcción. Después realizó un amplio círculo y se alejó por donde había venido. Celso le siguió con la mirada hasta verlo desaparecer en la inmensidad celeste. El tórrido sol atravesaba ya su cuero cabelludo produciéndole la sensación de haber comenzado a derretirle los sesos. Sacó de su mochila el sombrero de fieltro que traía y se cubrió con él la cabeza. A continuación, echó un buen trago de limonada de la botella de plástico que llevaba también. El líquido estaba calentísimo. Exteriorizó una mueca de asco. Había comenzado a sudar copiosamente. «Desde luego, quería escapar al último rincón del mundo, y en él estoy. Espero no haber cometido el segundo mayor error de toda mi vida». Se pasó la mano por la cara sudada. Pretendió con este gesto borrar, además de la transpiración, las escenas dolorosas que comenzaban a inundar su mente. Lo consiguió de momento. En la carta que le habían enviado ponía que alguien lo recogería en el pequeño aeropuerto de Boruni. Nadie lo había hecho aún. ¿Y si se habían olvidado de él? Esta incertidumbre aumentó su desasosiego.

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