MI SABIO ABUELO SILVINO (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
Mi abuelo Silvino fue un hombre extraordinario. Vivía con nosotros y yo lo admiraba como a pocas persons he admirado en mi vida. Posiblemente este hecho se deba a que el cariño ciega. Mi abuelo Silvino, no necesitaba escuchar en la radio «al hombre del tiempo» para saber si iba a llover y sería intensa o no la lluvia que tendríamos. Mi abuelo Silvino conocía hierbas medicinales. Mi abuelo Silvino escuchando el canto de los grillos, podía decir, en verano, los grados de calor que teníamos. Y no cuento más cosas de él, porque algunas podrían dar motivo a los incrédulos y a los desconsiderados de juicio fácil, que él era un fantasioso o un embustero. Cuando yo  contaba unos ocho años, mis padres pretendieron tener un detalle especial con él y le regalaron un reloj de pulsera. Mi abuelo Silvino, hombre muy educado, agradeció el obsequio hasta el punto de formársele lágrimas en los viejos y cansados ojos.
—No debisteis molestaros ni hacer tanto gasto –dijo, conmovido–. A mi edad uno ha perdido toda prisa. A mi edad uno ha llegado donde desea llegar en lo longevo, y no haber llegado por tantas cosas que ya no tendrá tiempo de realizar.
Mi abuelo Silvino aguantó una semana con el reloj alrededor de su muñeca. Luego lo enterró en nuestro pequeño patio. Yo, asombrado a más no poder, presencié aquel enterramiento poniendo ojos de búho.
—¡Jope! ¿Por qué has hecho eso, abuelo? –le pregunté.
—Porque este trasto, desde que fue inventado tiene esclavizada a toda la humanidad. Y yo no quiero que me esclavice más a mí.
Cuando en invierno, los días que hacía un frío terrible, y la cama calentita mía era el mismo edén para mí,  mi madre, me despertaba para ir al colegio anunciandome que eran las siete y media y, como yo me hacia siempre el remolón, ella cogía la ropa de la cama, vencía mi heroica resistencia, la arrastraba más abajo de mis pies y dejaba mi enclenque cuerpo expuesto al despiadado frío hermano gemelo del siberiano. Y yo me acordaba entonces del entierro que había visto realizar a mi sabio abuelo y deseaba fuesen enterrados todos los relojes del mundo.
A lo largo de mi vida, montones de veces he tenido la tentación de imitar a mi abuelo Silvino, pero me ha faltado el valor. Quizás, cuando yo alcance la edad que él tenía cuando enterró el reloj que le habían regalado, reuna yo también el coraje de enterrar el mío.

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