UN NIÑO PIDIÓ MANZANAS A UN MANZANO (MICRORRELATO)

Un joven pueblerino ambicionó para él una mejor y más próspera existencia que la que tenía al lado de su padre cultivando un pedazo de terreno que poseían en un pequeño y humilde municipio mayoritariamente agrícola. Terreno del que sacaban para ir viviendo, y poco más. Así que decidió un día marchar a una gran ciudad y trabajar en alguna industria donde poder ganar más dinero con, posiblemente, menor esfuerzo al que exige la tierra a quienes se dedican a sacar provecho de ella.
Este hombre joven, transcurridos algunos años en la industriosa urbe consiguió un empleo fijo, un sueldo decente, una esposa y con la ayuda de ella tener un niño.
Demostró este hombre joven que era un buen hijo, cuando al jubilarse su padre, para que no viviese solo, le pidió viniera a vivir a su casa con su familia.
El nieto de este anciano, campesino toda su vida, encontró en él un mundo de paciencia y conocimientos sobre la naturaleza. Un ejemplo de esto último lo tuvo en el manzano, bastante crecido, en el que su abuelo invirtió parte de sus humildes ahorros. Árbol que plantó en la parcelita de veinte metros que poseía la vivienda adosada donde moraban.
—Abuelo, ¿esto es de verdad un manzano? —quiso el niño le reafirmase, luego de haber seguido, con enorme curiosidad, la faena de su abuelo.
—Si, esto es de verdad un manzano —afirmó el anciano complacido con el brillo ilusionado que mostraban los ojos del pequeño.
—Pero no tiene manzanas, abuelo.
—Cierto, no tiene manzanas. ¿Tú quieres que las tenga?
—¡Sí, sí! —dando saltos de entusiasmo el chiquillo.
—Pues pídeselo.
El niño le miró desconcertado.
—¿Cómo se lo pido, abuelo? —quiso saber el pequeñó.
—Muy fácil. Repite conmigo: Manzano, antes de transcurrido un año, por favor, dame manzanas que me gustan mucho.
El niño repitió estas palabras y, cuando transcurridos muchos meses el manzano dio cuatro manzanas, una para cada miembro de la familia, el chiquillo experimentó una extraordinaria admiración por su abuelo.
Este niño tardó todavía un par de años más en descubrir que su abuelo no era un mago, como él había creído durante un breve periodo de tiempo, sino un maravilloso hombre del campo que conocía cosas sobre las plantas y la climatología, que la gran mayoría de los engreídos habitantes de aquella populosa ciudad industrializada ignoraba, como por ejemplo predecir el tiempo que haría las siguientes horas tras observar detenidamente el cielo.

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