UN GRAN PECADOR (MICRORRELATO)

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Anacleto Porrones siempre huyó del trabajo, igual que la mosca huye de la sopa de un mendigo. La suerte, que no es como el buen Dios “que premia a los buenos y castiga a los malos”, se mostró con él exagerada e inmerecidamente generosa, y le despachó el papá de un fulminante ataque al corazón. Este expeditivo hecho permitió al holgazán de Anacleto encontrarse, a sus descansados 25 años, dueño de una saneada fortuna. Y tal como solía decir, el fallecido, a su hijo: “La holgazanería es la madre de todos los vicios”. A todos los vicios pudo dedicarse, el siempre ocioso Anacleto, con la enorme cantidad de dinero que heredó de su progenitor.
No hubo placer, ni orgía, ni inmoralidad, ni despilfarro del que se privara este degenerado malgastador. Es de todos conocidos el principio infalible, salomónico, de que practicando el sacar y el no meter, se consigue finalmente el vacío total.
Cuando este pervertido derrochador se encontró finalmente en la calle sin un céntimo y mendigando, un compañero de mendicidad que, al igual que él, no tenía donde caerse muerto, le aconsejó:
—Si yo estuviera en tu lugar, ya que fortuna no te queda ninguna que poder salvar, por lo menos procuraría salva mi alma pecadora, para librarme del infierno, que es muy mal sitio sobre todo en verano. Busca un cura y pídele perdone todos tus pecados.
Deseoso de seguir este buen consejo y limpiar su alma de todas las atrocidades cometidas, Anacleto se hizo con una libreta y un bolígrafo y dedicó una semana entera a anotar en ella todos los desenfrenos, abusos e iniquidades por él cometidas. Y un sábado por la mañana entró en una iglesia, se acercó a un confesionario y, al sacerdote que se hallaba dentro de aquel pequeño habitáculo le dijo que deseaba obtener el perdón de todos sus pecados:
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, confiesa tus culpas y la bondad del Señor limpiará tu alma ahora sucia —invitó el sacerdote.
El reoresantante de Dios en la tierra aguantó un cuarto de hora escuchando al pecador, hasta que dando muestras de agotamiento le preguntó:
—¿Te quedan todavía muchos pecados por confesar?
—Varios miles más —dijo Anacleto que, de las cincuenta paginas llenas de su libreta, solo había pasado seis.
Horrorizado, el eclesiástico le dijo que al día siguiente, por la mañana, pasase por la vicaría que le tendría preparada una recomendación.
El gran transgresor, tal como le había pedido el sacerdote, se pasó al día siguiente por la vicaría donde recibió, de éste un sobre con una hoja de papel dentro. Sorprendido, antes de abrirlo quiso saber:
—¿Qué es esto, padre?
—Una petición a Lucifer, para que te castigue tal como mereces.
Nada afectado por la decisión del cura, Anacleto Porrones le pidió:
—¿No puede darme una limosna para ir yo tirando mientras espero me llegue la hora de recibir ese castigo que usted me pronostica voy a recibir?
El sacerdote, cuando se recuperó de la sorpresa causada por la desfachatez del pecador, para quitárselo de encima, le obsequió con la absolución.
—Ya me parecía a mí que era usted un asqueroso tacaño que no iba a rascarse el bolsillo e iba a concederme una cosa que a usted le sale gratis y a mí no va a servirme de nada —despidiéndose Anacleto.
El hombre dejado atrás pidió perdón al Redentor por los malos pensamientos que estaba teniendo, pues eran todo lo contrario a cristianos.

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