LA NOSTALGIA ME DUELE MÁS AL AMANECER

 

LA NOSTALGIA ME DUELE MÁS AL AMANECER

Poco antes del amanecer, cogidos de la mano, abandonamos el hotel. Tal como esperábamos, no había nadie en la playa. Sobre nuestras cabezas, el cielo era una mezcla de gris y violeta. Nos envolvió una brisa acariciante. Intenso su olor a yodo y a salitre. La mar, turquesa, enviaba sobre la arena amarillenta susurrantes olas que se deshacían en ondulantes serpientes de espuma blanca.
Nos detuvimos un momento. Admiramos aquella inmensidad en movimiento, que finalizaba en un horizonte brumoso, plomizo. Me trasmitiste ternura apoyando tu cabeza en mi hombro. Yo deslicé una mano hasta tu cintura y junté nuestras caderas para sentirte más cerca. Giramos el cuello y nos rozamos los labios. Tu boca me supo a almizcle. Me sabía siempre así.
—Bañémonos desnudos — musitaste a mi oído.
Encima de un tronco, arrojado a la orilla por alguna tormenta, depositamos nuestros trajes de baño y, después extendimos en el suelo nuestras toallas. A ti te invadió entonces una oleada de pudor, me cogiste la mano y tiraste de mí en dirección al mar. Entramos riendo en el agua. No la encontramos fría. Andamos sobre la movediza arena hasta que el oleaje nos llegó al pecho. No tuvimos ganas de nadar. Nos cogimos las dos manos y encadenamos nuestras miradas. Unas miradas que convertíamos en insaciables. Y como si de la más sagrada de las oraciones se tratara, me repetiste esa confesión que yo nunca me cansaba de escuchar:
—Te amo.
—Te amo —repetí.
En momentos de tan dulce intimidad, el tiempo parecía eternizársenos. La luz de la mañana pasó del gris al amarillo. Por la parte de levante se inició el gran incendio. Incendio que no tardó en llegar hasta nosotros deslumbrándonos.
—¡Mira: el Génesis! —exclamaste señalando hacia el dios ígneo, recién emergido de las extrañas marinas.
Los dos, mudos de admiración, durante algunos instantes, lo observamos elevarse, agrandarse muy despacio. Nos distrajo la repentina aparición de un puñado de gaviotas. Al vernos graznaron, dibujaron caprichosos vuelos en el aire. Sonó desacorde el batir de sus alas alejándose, perdiéndose a lo lejos. Los rayos del sol sembraban ya monedas de oro sobre las crestas de las mansas olas que nos acunaban. Nosotros mantuvimos mucho tiempo más presas las miradas.
—Nunca he hecho el amor en la playa —insinuaste ruborizándote deliciosamente.
—Tampoco yo.
Salimos del agua. Llegamos dónde teníamos nuestras toallas. Parados frente a frente contemplamos mutuamente la desnudez de nuestros cuerpos húmedos, bronceados. Admiración y amor brillaban en los ojos de ambos. Rompía el silencio que nos rodeaba, el desenfrenado latir de nuestros alterados corazones. Con manos escultóricas, ardientes, nos recorrimos la piel, mezclando adoración y deseo. El magnífico escenario que nos rodeaba pasó a un segundo plano. El rumor de las olas enmudeció. Únicamente existimos tú y yo. Al principio nos besamos con suavidad, pretendimos que fuera el nuestro un ritmo pausado; gozar y prolongar al máximo el acto supremo. Nos fue imposible controlarnos. Una pasión irrefrenable, prendió en nosotros. Aceleramos cuando el deseo de ambos era actuar a cámara lenta. Tus turgentes, sensibilísimos pechos llenaron mis ávidas manos. Y embelesaste mis oídos con tus gemidos de placer. Las manos tuyas, multiplicándose, recorrieron mi espalda, mi nuca, mi cintura sembrándome temblores de dicha. Tus jadeos y los míos se hermanaron en el aire, tibio ya.
—Te quiero tanto que el corazón me duele —confesaste, en un instante que tu boca escapó de la hambrienta boca mía.
—También a mí me duele el mío.
Tumbados los dos sobre las toallas, cubrió mi impaciente cuerpo, el acogedor, apasionado cuerpo tuyo. Fue inmediata, urgente, nuestra conexión suprema. Y a continuación realizamos con frenesí el acto ancestral con el que los humanos pretendemos eternizarnos. Logramos alcanzar juntos la prodigiosa cumbre del éxtasis. Yo me derramé, plenamente en ti, como nunca antes, y tú me absorbiste con igual exclusividad.
Mientras recobrábamos el aliento, nos miramos supimos que habíamos logrado realizar el milagro de la vida.
—Quiero pedirte una cosa. Una cosa tan solo —suplicaste, muy quedo
—Pídela —amoroso, algo intrigado.
—Quiero que recuerdes siempre, ¡siempre! que nos hemos amado con todo nuestro cuerpo y toda nuestra alma.
—Lo recordaré, hasta el fin de mis días.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro —solemne.
Mi padre, me dijo cierta vez, que la memoria es como un globo con un pequeño pinchazo por el que, poco a poco, irremediablemente, se va deshinchando. Mi padre fue un hombre sabio, tuvo razón en muchas de las cosas que me dijo, pero en esta se equivocó. Mi memoria guarda, igual que el avaro su tesoro, cada momento vivido por nosotros dos. Puedo seguir viendo todavía los diamantes negros de tus ojos, la rosada morbidez de tus labios, paladear el almizcle de tu saliva, admirar la escultural, voluptuosa belleza de tu cuerpo y escuchar la musicalidad de su voz.
—“Te amo. Quiero pedirte una cosa. Una cosa tan solo: Que recuerdes siempre, ¡siempre! que nos hemos amado con todo nuestro cuerpo y toda nuestra alma.
Interrumpe, el inmenso gozo que es para mí evocar el entrañable pasado, mi hijo entrando en mi pequeño despacho. Le ha bastado descubrir la brillante humedad asomada a mis cansados ojos para saber lo que estoy haciendo. Me regaña blandamente:
—Papá, de nuevo sumido en la nostalgia, ¿eh? Pensando en la pobre mamá.
—Es que tu madre fue una mujer tan maravillosa, que merece mi continuo homenaje.
Me dedica él esa tierna sonrisa que tanto me recuerda la de ella, y la mirada de esos brillantes ojos negros, tan parecidos a los suyos.
—Lo sé, papá. Y también yo la echo muchísimo de menos. Fue ciertamente una mujer extraordinaria. Pero la vida sigue. ¿Tienes que hacer algo antes de que te lleve al médico?
—Coger la chaqueta solo —digo abandonando con dificultad mi silla y cogiéndola del perchero que heredé de mi padre me la voy poniendo con movimientos lentos, torpes.
Debo guardar para otro momento el tesoro de mis recuerdos. La realidad se impone. Nada encuentro en ella que yo pueda considerar maravilloso.

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