UN PAR DE BANDERILLAS (primer fragmento)

LOS DOS PRIMOS

Tardaron los primos casi media hora en llegar a la zona donde durante una semana había disfrutado de su feria de primavera el barrio de los Altramuces. Todavía flotaban en el aire partículas del olor dejado por los pinchitos morunos, las patas de pulpo a la plancha, el algodón de azúcar, las almendras garrapiñadas y las patatas fritas.

Por la parte de levante se anunciaba el alba con su ruborosa claridad. La luz de las farolas del alumbrado público, puesta todavía, se tornaba mortecina, innecesaria.

Un vientecillo suave, algo húmedo, agitaba las banderitas de colores, los farolillos de papel y las guirnaldas también de papel. El barrio, así vacío, tenía un aspecto fantasmal. Sus vecinos, todavía en la cama, se recuperaban del empacho, de  la diversión y el trasnoche del día anterior. Una fina capa de polvo cubría las hojas y ramas de los árboles y el suelo del recinto ferial se hallaba sembrado  de papeles, envases, restos de comida, colillas… Noria, montaña rusa, tiovivo, casetas y demás atracciones aparecían cerradas, solitarias, inmóviles igual que enormes monstruos dormidos.

El silencio y la soledad  reinante sobrecogían  un poco el ánimo de los dos chavales tempraneros. Sus ojos, muy abiertos, registraban ávidamente cada palmo de terreno. De vez en cuando, por entre toda aquella porquería encontraban alguna moneda  o billete generalmente de poco valor, que les recompensaba el esfuerzo y el madrugón. Hallaron  en el alféizar de una ventana una bolsa casi llena de patatas fritas sabor a ajo con queso. Mientras se la comían, animándose de repente, comentaron lo mucho que se habían divertido la noche anterior lanzando «buscapiés», viendo como los petardos zigzagueando a ras de suelo se metían soltando chispas entre las piernas de las chicas arrancándoles cómicos, escandalosos chillidos de miedo.

-La feria debería durar un año entero, ¿eh, Maoliyo? Aunque luego le duela a uno el estómago de comer tantas golosinas.

-Sí, Julito, un año entero y un mes más de propina -rió el interpelado.

A los dos causaba profunda melancolía pensar que, dentro de un par de horas, tendrían que coger las mochilas y marchar al colegio. Y no podrían hacer novillos de momento hasta que se les pasara a sus madres el colosal enojo causado por la carta del director del centro de enseñanza poniendo en su conocimiento las continuadas ausencias a clase de sus retoños. Adivinándose el uno al otro los pensamientos, masculló despectivo Maoliyo:

-Menudo chivato está hecho don Damián, el director.

-Pues anda que don Antonio, el maestro. Más todavía.

Desahogaron su momentáneo malhumor dándole patadas a una lata de refresco vacía. El hallazgo de un billete todo arrugado y sucio, junto al bordillo de la acera, les devolvió el contento y treparon por la gozosa liana de los recuerdos recientes, agradables.

-Lo pasaron fenómeno anoche nuestros viejos bailando, ¿eh, Julito?

-En la vida les hemos visto más felices. Estaban como jóvenes.

-La gente debería ser feliz todo el tiempo. Es muy bonito ser feliz, ¿verdad, Maoliyo?

-Sólo los ricos, que andan sobrados de todo, pueden ser felices todo el tiempo; los pobres no -muy convencido el niño.

-¡Pues me cago en la leche!

-¡Y yo me cago en el café!

Les entró la risa. Poseían facilidad para contagiársela el uno al otro.

-Cuando seamos mayores, tendremos que pensar seriamente en eso de ser, igual que nuestros padres, pobres siempre.

-Sí, habrá que pensarlo muy seriamente.

Su corta edad  no era impedimento para que imaginaran  el futuro como un algo amenazador además de desconocido y lejano todavía.