ANSIAS DE LIBERTAD (RELATO)

Senior couple holding hands, close up
Senior couple holding hands, close up

ANSIAS DE LIBERTAD
Adán y Eva esperaron con ansiedad y nerviosismo la llegada de la noche. Por fin habían reunido el valor suficiente para llevar a cabo lo que venían planeando desde hacía mucho tiempo.
—Esta noche, escapando de esta especie de cárcel donde nos encerraron, volveremos a ser libres.
—Sí volveremos a ser dueños de nuestro destino.
—Es tan hermosa la libertad.
—Nada existe en este mundo más hermoso.
Hablaban en susurros para que nadie pudiera oírles y abortar sus propósitos de fuga.
—Ya no se escucha ruido alguno, Eva —Adán tras escuchar durante algunos segundos con todos sus sentidos agudizados al máximo.
—Estupendo. Deben estar ya todos durmiendo. Vamos, llegó nuestra anhelada oportunidad.
Ambos salieron del cuarto de baño de la sala de la televisión, donde llevaban un largo rato escondidos. Atravesaron la amplia estancia. La claridad de la luna que se colaba por los ventanales les sirvió la suficiente claridad para permitirles evitar tropezarse con las filas de sillas. Salieron al pasillo iluminado por la luz indirecta proveniente de la oficina de la dirección.
Con las máximas precauciones, haciendo el mínimo ruido posible, pasaron por delante de la acristalada estancia. La persona que se hallaba dentro de la misma, que era el vigilante de noche, les daba la espalda, circunstancia muy favorable para la pareja que había planeado escapar y que pasó sin ser vista por él.
Caminando siempre sigilosamente llegaron a la puerta principal. No estaba cerrada con llave y la abrieron con facilidad. Acto seguido la cerraron con sumo cuidado y caminaron por el jardín aspirando con fruición el embriagante olor a flores y a césped recién cortado.
—¡Mira qué hermoso está el cielo, Eva! —levantando Adán la mirada.
—¡Maravilloso! No falta ni una sola estrella. Están todas. Y también está la luna —aportó Eva imitándole.
—¿Recuerdas cuando tú llamabas a la luna: pandereta?
—Sí, cuando tenía toda su empolvada y mofletuda cara llena —mostrándose Eva tan ilusionada como Adán.
—Ahora está en cuarto menguante. Parece la corteza de un queso de bola.
Avanzaron por el amplio sendero que conducía a la puerta de hierro, último obstáculo que se interponía entre ellos y su anhelada libertad. Estaba cerrada con llave. Ya lo habían previsto. No sería un problema abrirla. Adán, entre las muchas profesiones tenidas a lo largo de su azarosa y dura existencia, contó la de cerrajero y, durante días, en secreto, había estado fabricando una llave. La probó en la cerradura y el clic que se escuchó nada más la hizo girar hacia su derecha anunció que la llave había funcionado a la perfección.
—Eres un genio —elogió, genuinamente admirada Eva.
—Haber practicado varios oficios, de algo tenía que valerme —convino, orgulloso Adán.
Salieron a la carretera. Era una carretera vecinal con escaso tráfico. Los grillos les dedicaban una serenata. Se subieron los cuellos de sus chaquetas muy pasadas de moda. El aire estaba cargado de humedad. La emoción provocada por la libertad recobrada les inmovilizó durante unos segundos.
—Lo hemos conseguido, Eva. ¡Somos libres para hacer con nuestras vidas lo que nos dé la gana! —exclamó jubiloso Adán.
—Viviremos juntos y libres lo que nos resté de vida —no menos feliz Eva.
—Lejos de nuestros desconsiderados hijos.
—Lo más lejos posible de ellos. Son muy desagradecidos y crueles. No nos quieren de verdad.
Los dos se fundieron en un cálido y tierno abrazo. Luego echaron a andar cogidos de la mano, lentos sus pasos y también el movimiento de sus brazos. No les acuciaba ninguna prisa.
Al rato un coche que venía por la carretera se detuvo y, el joven que lo conducía se detuvo y les dijo:
—Suban. No son horas para ir andando por ahí. Les llevaré dónde me digan.
Los dos fugados se consultaron con la mirada y, poniéndose de acuerdo montaron en el vehículo.
—Déjanos en la primera ciudad por la que pases —manifestó Adán mostrando despreocupación, recostando la espalda en el asiento.
El joven que les había recogido les preguntó extrañado:
—¿No tienen un sitio a dónde ir?
—No, pero nos las arreglaremos, queda todavía en el mundo buena gente como tú. Alguna ayuda encontraremos.
Su interlocutor sonrió divertido, creyendo que le estaban gastando una broma los dos ancianos que él ignoraba acababan de escaparse de un geriátrico. Eva contaba 82 años de edad, y Adán 86. Pero a ninguno de los dos habían conseguido inculcarles la resignación ni eliminarles las ansias de libertad.