ANÓNIMO (RELATO NEGRO AMERICANO)
El inspector Donald Houston se enteró, por medio de un anónimo que llegó a la comisaría, dirigido a su persona, que en una nave abandonada del viejo polígono industrial, aquella noche alrededor de las diez se iba a cometer un crimen. Egoístamente en parte, y en parte por temer que este anónimo fuera falso y pudiera él quedar en ridículo delante de sus compañeros y sus superiores, decidió acudir solo al lugar que informaba el anónimo.
Debido al denso tráfico que encontró durante el recorrido, el inspector Houston llegó con su coche, a la gran nave abandonada, cinco minutos por encima de las diez. Apreció que en aquel solitario lugar había un solo vehículo. Un utilitario de color rojo en excelente estado de conservación.
Ronald Houston era un buen policía. Se detuvo un momento delante de aquel automóvil. La luna y las estrellas, en un cielo libre de nubes, procuraban la suficiente claridad para permitirle comprobar que no había nadie dentro, pudo ver bien las matrículas y memorizarlas por si, en algún momento pudiera serle de utilidad este detalle.
Lo limpio que se encontraba el vehículo, por fuera y por dentro y sin ningún objeto personal visible, motivo que surgiera dentro de su cabeza la suposición de que aquel coche fuese alquilado o robado. .
—Aquí hay gato encerrado —musitó dirigiéndose a la entrada del edificio vandalizado que tenía muy cerca.
La puerta metálica, así como las ventanas habidas allí cuando la empresa a la que pertenecía decidió cerrarlo por quiebra, se lo había llevado los que saben sacar provecho de todo lo ajeno.
El inspector Houston empleó mucho cuidado al pisar, no fuera a pincharse un pie con alguna de las abundantes jeringuillas sembradas por doquier junto con montones de basura.
Cruzó el boquete cuadrado que había quedado sin la puerta. Notó humedad y frío en el interior de aquel edificio y esa debía ser la causa de no encontrarse con vagabundos y drogadictos, que sí se refugiaban allí en verano como demostraban más jeringuillas y la enorme cantidad de porquería esparcida por el suelo.
Avanzó una veintena de metros. Sus agudizados oídos percibían únicamente el leve ruido de sus pasos. Llegó junto a una escalera y, al pie de la misma descubrió el cuerpo de un hombre tumbado en el suelo. Acercó la yema de su dedo índice a la carótida y no encontró ningún signo de vida, pero por lo caliente que todavía estaba, la muerte debía de haberse producido escasos minutos antes.
Haciendo fuerza con el pie consiguió darle media vuelta. La escasa claridad que todavía entraba del exterior le permitió apreciar que se trataba de un varón de unos cuarenta años. Tenía el pecho de su chaqueta, camisa y algo menos el abrigo empapados de sangre todavía fresca. Le habían disparado en el corazón un par de balas por lo menos. Las ropas que vestía eran de calidad. Le dirigió al rostro el haz de luz de su pequeña linterna. Le era totalmente desconocido. No lo había visto nunca.
Cruzó por su mente la sospecha de que lo había asesinado el dueño del coche que se hallaba afuera. Si se daba prisa quizás consiguiera atraparlo antes de que huyera, en el caso de que se hubiese escondido al verlo llegar a él y entrar en el ruinoso edificio.
Corriendo, pero poniendo extremado cuidando de donde clocaba sus pies, empuñó su arma de reglamente y salió al exterior.
El coche rojo continuaba en el mismo sitio, pero para sorpresa suya junto al mismo había una figura femenina. Estaba armada y sin previo aviso, comenzó a dispararle.
Mientras caía al suelo mortalmente herido una expresión de asombro se extendió por el rostro del agente. La persona que acababa de acribillarle a tiros era su mujer. Ella avanzó unos pasos y deteniéndose junto a él tendido en el suelo le dijo convertido en máscara de vesánica crueldad su bello rostro:
—El anónimo te lo envié yo. El que está dentro es un hermano mío que, recién salido de la cárcel, me estaba haciendo chantaje por un desliz que cometí de más joven. Y ya puesta, a ti te he dado tu merecido por haberme sido infiel. Te advertí en más de una ocasión que no te lo perdonaría, y tú no me hiciste casi. Que tengas un feliz viaje al infierno.
A continuación, la vengativa mujer le metió dos balas más en la cabeza. Dos balas totalmente innecesarias porque su marido se hallaba ya sin vida.
Abrió el coche que era alquilado, guardó el arma en la guantera, lo puso en marcha y se alejó manteniendo su atractiva faz una mueca rencorosa. Remordimientos en su corazón, ninguno. Para su mente criminal, lo que acababa de realizar era plenamente justificado. En lo único que siempre había estado de acuerdo con el hombre que acababa de matar era que la infidelidad debía ser castigada. Y eso era lo que ella acababa de hacer.
(Copyright Andrés Fornells)
El inspector Donald Houston se enteró, por medio de un anónimo que llegó a la comisaría, dirigido a su persona, que en una nave abandonada del viejo polígono industrial, aquella noche alrededor de las diez se iba a cometer un crimen. Egoístamente en parte, y en parte por temer que este anónimo fuera falso y pudiera él quedar en ridículo delante de sus compañeros y sus superiores, decidió acudir solo al lugar que informaba el anónimo.
Debido al denso tráfico que encontró durante el recorrido, el inspector Houston llegó con su coche, a la gran nave abandonada, cinco minutos por encima de las diez. Apreció que en aquel solitario lugar había un solo vehículo. Un utilitario de color rojo en excelente estado de conservación.
Arnold Houston era un buen policía. Se detuvo un momento delante de aquel automóvil. La luna y las estrellas, en un cielo libre de nubes, procuraban la suficiente claridad para permitirle comprobar que no había nadie dentro, ver bien las matrículas y memorizarlas por si, en algún momento pudieran serle de utilidad este detalle.
Lo limpio que se encontraba el vehículo, por fuera y por dentro y sin ningún objeto personal visible, motivo que surgiera dentro de su cabeza la suposición de que aquel coche fuese alquilado o robado. Como era un buen agente, memorizó los números de su placa, por si pudieran más tarde serle de utilidad.
—Aquí hay gato encerrado —musitó dirigiéndose a la entrada del edificio vandalizado que tenía muy cerca.
La puerta metálica, así como las ventanas habidas allí cuando la empresa a la que pertenecía decidió cerrarlo por quiebra, se lo había llevado los que saben sacar provecho de todo lo ajeno.
El inspector Houston empleó mucho cuidado al pisar, no fuera a pincharse un pie con alguna de las abundantes jeringuillas sembradas por doquier junto con montones de basura.
Cruzó el boquete cuadrado que había quedado. Notó humedad y frío en el interior de aquel edificio y esa debía ser la causa de no encontrarse con vagabundos y drogadictos, que sí se refugiaban allí en verano como demostraban más jeringuillas y la enorme cantidad de porquería esparcida por el suelo.
El inspector Houston Avanzó una veintena de metros. Sus agudizados oídos percibían únicamente el leve ruido de sus pasos. Llegó junto a una escalera y, al pie de la misma descubrió el cuerpo de un hombre tumbado en el suelo. Acercó la yema de su dedo índice a la carótida y no encontró ningún signo de vida, pero por lo caliente que todavía estaba, la muerte debía de haberse producido escasos minutos antes.
Haciendo fuerza con el pie consiguió darle media vuelta. La escasa claridad que todavía entraba del exterior le permitió apreciar que se trataba de un varón de unos cuarenta años. Tenía el pecho de su chaqueta, camisa y algo menos el abrigo empapados de sangre todavía fresca. Le habían disparado en el corazón un par de balas por lo menos. Las ropas que vestía eran de calidad. Le dirigió al rostro el haz de luz de su pequeña, linterna al rostro. Le era totalmente desconocido. No lo había visto nunca.
Cruzó por su mente la sospecha de que lo había asesinado el dueño del coche que se hallaba afuera. Si se daba prisa quizás consiguiera atraparlo antes de que huyera.
Corriendo, pero poniendo extremado cuidando de donde clocaba sus pies, empuñó su arma de reglamente y salió del edificio
El coche rojo continuaba en el mismo sitio, pero para sorpresa suya junto al mismo había una figura femenina. Estaba armada y sin previo aviso, comenzó a dispararle.
Mientras caía al suelo mortalmente herido una expresión de asombro se extendió por el rostro del agente. La persona que acababa de acribillarle a tiros era su mujer. Ella avanzó unos pasos y deteniéndose junto a él le dijo convertido en máscara de vesánica crueldad su bello rostro:
—El anónimo te lo envié yo. El que está dentro es un hermano mío que, recién salido de la cárcel, me estaba haciendo chantaje con un desliz que cometí de más joven. Y ya puesta, a ti te he dado tu merecido por haberme sido infiel. Te advertí en más de una ocasión que no te lo perdonaría, y tú no me hiciste casi. Que tengas un feliz viaje al infierno.
A continuación, la vengativa mujer le metió dos balas más en la cabeza. Dos balas totalmente innecesarias porque su marido se hallaba ya sin vida.
Abrió el coche que era alquilado, guardó el arma en la guantera, lo puso en marcha y se alejó manteniendo su atractiva faz una mueca rencorosa. Remordimientos en su corazón, ninguno. Para su mente criminal, lo que acababa de realizar era plenamente justificado. En lo único que siempre había estado de acuerdo con el hombre que acababa de matar era que la infidelidad debía ser castigada. Y eso era lo que ella acababa de hacer.
(Copyright Andrés Fornells)