ALGUNOS HOMBRES MEJORAN DESNUDOS (RELATO)

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ALGUNOS HOMBRES MEJORAN DESNUDOS
Lucía Corrales vivía en un pueblo muy remoto y arrinconado. Era un pueblo tan anticuado en temas de moralidad, pudor y ciega obediencia de los hijos a los padres, que las mozas llegaban al matrimonio con el precinto vaginal intacto, y los hombres, aparte del alcalde, el boticario y el maestro, en escapadas a la ciudad, eran los únicos que habían descargada pluma fuera del santo matrimonio y con la santa esposa.
Lucía Corrales era, además de agraciada e inocente, hija de Amanda Lucero, la hermana del cura don Bonifacio, que no había conseguido, a pesar del mucho empeño que puso en ello meterla a monja, a la muchacha, tal y como él, con gran ahínco deseaba. Y no consiguió don Bonifacio su propósito debido a que ella, iluminada un día por la astucia y el sacrilegio, le dijo a su tío, el sacerdote, que una noche se le había aparecido el Espíritu Santo y le había dicho: “Muchacha, tu destino es casarte y tener muchos hijos buenos cristianos, así que procura que nadie te lo tuerza, el destino”.
Vicentito Legaña era hijo de don Serafín Legaña, el maestro, Vicentito Legaña era un muchacho inteligente que parecía habérsele ido todo el desarrollo físico al cerebro y muy poquito al cuerpo, pues lo tenía notablemente escuchimizado. Aparte de esta lamentable condición física, era tan tímido que todo él se arrugaba, como si fuese un acordeón, cuando tenía cerca a una hembra, tanto si pertenecía al grupo de las solteras virginales, como a las casadas insatisfechas.  
En ese pueblo tan arcaico y puritano, los padres apañaban las bodas de sus hijos y, éstos, por tradición y educación, igual si les parecía bien, como si les parecía mal, callaban, tragaban y, sí así lo decidía el destino eran desgraciados el resto de sus oprimidas vidas.
Una tarde, jugando a la brisca en el bar, mano a mano, el alcalde y el maestro, el primero le dijo al segundo:
—Mañana va a llover. Harás bien retirando el trigo que tienes secándose en la era. Me ha avisado de ello la pierna que me rompí cayendo de lo alto del tractor. ¿Ha terminado el mozo del ayuntamiento de desatorar las alcantarillas?
—Prisa se estará dando, pues le he dicho que no va a dejar de mano hasta que termine esa tarea y, con el miedo que le da la noche, seguro que la terminará antes de que oscurezca. Es el único del pueblo que ha visto vampiros y al que éstos le han chupado la sangre.
—La imaginación, para algunos, es tan buena como la realidad. Y ya que estábamos hablando de la lluvia, ¿qué año de buenas lluvias vamos a casar a mi Lucía con tu Vicentito?
—¿Qué te parece este otoño?
—Después de la recolecta de la castaña, perfecto.
—Pues no se hable más.
Estrecharon los dos hombres sus callosas y rústicas manos y el compromiso de boda de sus hijos quedó sellado.
El casamiento lo celebró en la iglesia del pueblo don Bonifacio, que estuvo mirando todo el tiempo con lástima a su sobrina lamentando que una chica tan buenecita y beatita, por la inoportuna intervención del Espíritu Santo no terminara siendo esposa del Señor en vez de esposa de ese chico tan poquita cosa que era el hijo del maestro, del que tenía descubierto por medio de la confesión, que el educador continuaba siendo habitual pecador carnal durante sus frecuentes escapadas a la ciudad.
Para los desposados e invitados hubo banquete con mucho producto de gorrino, pan cateto, vino sin marca y baile al son de los músicos de la banda municipal, que interpretaron muchos vales y muchas polkas, a istancias de don Bonifacio que quería a todos los bailantes bien distanciados de cuerpo, pues en qué lugar anidaba mejor el pecado que dentro de esta envoltura que se ha de comer la tierra. La mayoría de los convidados comieron y bebieron hasta la saciedad, gozosa practica en la que tomó buena parte el clérigo barrigón. 
Y por fin los novios, rojos de vergüenza y sabiendo de oídas únicamente, lo que podrían hacer esa noche una vez solos en el dormitorio nupcial, se retiraron.
Al día siguiente, la madre de Lucía, preocupada, le preguntó a su hija:
—¿Qué tal te ha ido, hija mía?
La interpelada levando sus manos al cielo y mostrando extraordinario embeleso manifestó:
—¡Ay, madre, qué hermoso es un hombre desnudo!
La autora de sus días se la quedó mirando sorprendida y, tras un rato de reflexión, reconoció desorientada:
—Pues de eso no me había yo dado cuenta.
—¡Pues yo me di cuenta enseguida que Vicentito se quitó toda la ropa! —suspirando entusiasmada.
Por encontrar tan hermoso a su marido, de cintura para abajo, Lucía fue trayendo en infalible precisión, todos los años, un retoño al mundo, sin fallar ninguno, hasta que embarazada del que haría el número 23, su esposo, que solo tenía buena salud en un punto central de su anatomía, la dejó en desconsolada viudedad. Y ella, honrando su memoria imitó a las otras viudas del pueblo vistiendo de luto hasta el día en que el buen Dios, escuchando sus plegarias, la llevó junto al marido que tantísimo había ella estado echando de menos, desnudo y en acción procreaora, naturalmente.

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