LEER GRATIS PRIMER CAPÌTULO DE "CUANDO LAS OLAS SIEMBREN GUIRNALDAS DE ESPUMA" (LIBROS)
1. No es un manuscrito mas
Armando Gálvez, director de la modesta Editorial Elpis, acaba-ba de entrar en su despacho. Aspiró con gusto el olor a libros que tan familiar y querido le era. Sus ojos claros, quemados por muchos años de continuada, y no siempre gozosa lectura, parapetados detrás de unas gafas de montura clásica recorrieron las alargadas estanterías repletas de volúmenes, visión que él prefería a cualquier otra.
Cumpliría, si Dios así lo permitiera, los sesenta y cinco aquel mismo año. No pensaba retirarse, llegado a la edad que quienes tanto gustan de mandar en los demás habían establecido. Se sentía mayor, pero amaba tanto su trabajo que, mientras la salud se lo permitiera, él seguiría al pie del cañón.
Armando Gálvez era un hombre de mediana estatura, tirando a chaparro. La postura algo encorvada de su cuerpo la debía a su profesión sedentaria y a la nula afición suya, a lo largo de toda su vida a practicar deporte alguno, aunque demostraba interés por conocer cómo les iba a los deportistas españoles en las competiciones que tomaban parte.
Tenía la cara redonda, los mofletes algo caídos, cuatro profundas arrugas marcadas en su frente, y aparentada menos edad de la que sumaba debido a que conservaba casi todo su pelo y se lo teñía de un exagerado, ridículo, color azabache.
En la pared de su despacho, mantenida libre de volúmenes literarios, colgaban seis excelentes fotografías de locomotoras antiguas, medio de locomoción que había admirado siendo niño, y continuaba haciéndolo. Por este motivo veía de nuevo películas antiguas en las que estos monstruos de hierro avanzaban soltando espesos chorros de humo y convirtiendo, para sus oídos, en agradable sinfonía el traqueteo y el pitido que emitían.
Las cortinas de las dos pequeñas ventanas que había en la estancia, corridas a los lados, le revelaron que Merche, su fiel y añosa secretaria, había llegado antes que él. Y el hecho de que ella no estuviese allí en su puesto, el mostrador de la entrada a la editorial, significaba que era viernes y ella había ido a la churrería Pérez a por unos churros, capricho matinal que ambos compartían desde hacía quince años, la vigilia de los fines de semana.
Armando abrió la puerta que separaba su oficina de la cocinita donde Merche tenía ya preparado el chocolate cuyo aroma le llegó en deliciosos efluvios. Los aspiró con fruición y comentó optimista:
—Reconozco y lo proclamo, que la vida tiene muchos momentos maravillosos y que solo los muy tontos no los reconocen y aprovechan.
En la gaveta situada encima de su amplia mesa-escritorio estaba la correspondencia que su secretaria había, previamente, recogido del apartado de correos que tenían. Entre lo reunido allí había aborrecible publicidad y un sobre de color marrón claro que, por el tamaño y forma que tenía supuso contendría un manuscrito.
Los recibía continuamente. Cada vez había más candidatos a convertirse en escritores. Montones de personas que habían escrito una única obra, probablemente autopublicada, ponían a continuación de su nombre y primer apellido el convertido por abusivo, en pomposo y devaluado título de escritor.
Le echaría un vistazo después que hubieran desayunado. Seguramente sería un bodrio más, como la mayoría de los que escribía la plaga de aspirantes a convertirse en autores de fama. La mediocridad estaba tan generalizada, que leídas media docena de líneas de un manuscrito le bastaba para rechazarlo.
Estiró los brazos hacia lo alto. Realizó un par de rotaciones de cintura como si tuviese alrededor de ella un aro invisible de hula hoop, elevó primero una pierna, después la otra, un total de cinco veces repitió la misma cantidad cruzando y descruzando sus brazos, rio por lo bajo y dijo:
—Listo, ya realicé mi tanda de ejercicios diarios para mantenerme en forma.
El aquel momento entró Merche con el cucurucho de papel que contenía los churros recién comprados.
—Mientras usted les quita el aceite con unas servilletas —dejándolos con cuidado encima de su mesa— yo traeré el chocolate.
Ella tardó un par de minutos en regresar con dos humeantes tazas. Las colocó en el lugar habitual, cogió una silla y quedó situada frente a su jefe que ya había terminado de quitarles el aceite a los frutos de sartén. Y entonces comenzaron los dos a gozar, pausadamente, el deleite de todas las mañanas de los viernes.
Como si hubieran calculado el tiempo a emplear, los dos terminaron a la vez. Cambiaron una sonrisa demostrativa del afecto y complicidad antigua que compartían.
—Bueno, ya gozamos nuestra primera felicidad del día. Ahora toca dar el callo —expresión que Merche había aprendido de su difunto abuelo, esforzado peón caminero en los tiempos en que las excavadoras no se habían inventado todavía.
—A ver si conseguimos nos dure la felicidad hasta la noche. Hoy me toca a mí limpiar los cacharros.
Armando se dirigió a la pequeña cocina cargado con los utensilios empleados. Los dejó encima de la encimera. De la pecha antigua asentada en el suelo con sus cuatro semicírculos y terminada con cuatro tres también de madera, descolgó un delantal azul y se lo puso sin atarlo a su cintura que, con los muchos años de no doblarla había adquirido la figura de los toneles.
Mientras él realizaba aquella tarea de limpieza, Merche fue hasta la puerta de entrada, la abrió con la llave que seguía puesta en la cerradura, y le dio la vuelta al cartel para que de cara al exterior quedase la parte que ponía en muy bonita caligrafía: abierto, open, ouvert, offen. Luego se colocó detrás del mostrador, se puso las gafas de lentes bifocales para leer de cerca y continuó realizando la maquetación del próximo libro que habían aceptado publicar.
En su despacho, el editor tomó asiento y se ajustó las gafas con su dedo índice. Un acto que había realizado, de igual modo, miles de veces a lo largo de su existencia. Tres cartas que contenían publicidad las tiró de inmediato a la papelera de mimbre situada junto a su pierna derecha.
A continuación, cogió el sobre de color marrón claro. Escrito, en letras mayúsculas, bien alineadas, ponía: PARA EL DIRECTOR DE LA EDITORIAL ELPIS. Después la dirección de su pequeña epresa, y sin remitente, sin sello ni tampoco el franqueo electrónico. Los amables empleados de Correos, a pesar de estas incorrecciones, lo habían aceptado y colocado en su apartado.
—Otro manuscrito más —murmuró, en tono aburrido, al cortar con unas tijeras la parte superior del sobre y sacar su contenido.
Calculó sumarían unas cien hojas las unidas con grapas de plástico. La primera página estaba en blanco, la segunda contenía un sobre y un título: Historia de mis tres PRÓXIMOS asesinatos. Ni nombre del escritor ni seudónimo. En la tercera página ponía Capítulo I, y sujeto con un clip, también de plástico, había un sobre mediano de color blanco.
Antes de empezar la lectura de aquel manuscrito que llevaba un título tan inquietante, el editor decidió abrir el sobre blanco cuya solapa de cierre no estaba pegada. Sacó una hoja doblada en tres pliegues. La desdobló y comenzó a leer. La expresión de tedio con que había comenzado la lectura, se convirtió en profundo desasosiego debido a lo que ponía allí, escrito a ordenador.
Señor editor.
Voy a cometer en un corto espacio de tiempo tres crímenes. Tres crímenes que narro aquí, en este libro mío, con admirable concisión y sin adornos superfluos que solo sirven para que los lectores malgasten, innecesariamente, su valioso tiempo, cómo los voy a cometer.
Si se atreve a publicar este libro mío, y su publicación le procura algunos beneficios, hágalos llegar a una ONG que se dedique a ayudar a los niños abandonados nada más nacer, y que más les habría valido no haber nacido.
Y esto es todo. Adiós.
El editor quedó un momento inmóvil, absolutamente perplejo. ¿Cómo interpretar este escrito? ¿Una burla malvada? ¿Una broma de mal gusto? ¿La egolatría de un asesino anunciando los crímenes que se proponía realizar?